Colombia
Valencia ve alzarse en su camino la amenaza de un golpe militar
Volver al índice
del sitio
Valencia ve alzarse en su camino la amenaza de un golpe militar
En Colombia, pocos meses después de su llegada al poder, Guillermo León Valencia, político elocuente, dramático e inactual, da la impresión de un jinete que se agarra desesperadamente a las crines de su caballo para que no lo tire. Todos coinciden en que es un hombre bueno, honrado, un patriota, y que no es responsable de la grave crisis que dejó tras de sí el presidente Alberto Lleras Camargo, como una bomba de tiempo.
En el primer cuatrienio del Frente Nacional, la gestión económica fue infortunada, aumentó el descontento social, el ejército mostró a menudo su ceño, y decenas de miles de campesinos perecieron en la más larga y cruenta guerra civil de la historia americana; con todo, siempre se pensó que la estabilidad de las instituciones estaba asegurada.
Paradójicamente, después de verificada con éxito la primera "alternación" —el compromiso constitucional por el cual liberales y conservadores eligen presidente por turnos de cuatro años — se tiene la sensación de que la ficción jurídica no logrará superar el terco martillear de los hechos.
Se cree generalmente que el Estado colombiano corre el riesgo inminente de sucumbir, asfixiado por fuerzas guerrilleras que cometerían los espantosos actos de genocidio de que habla casi semanalmente la información cablegráfica.
En realidad, los actos de bandolerismo se producen casi siempre en las regiones controladas por el gobierno. Los dos partidos, oficialmente asociados, tienden a homogeneizar las poblaciones: en una, todos liberales; en otras, todos conservadores. La convivencia sólo se practica en las grandes ciudades. Otra causa de estas feroces' matanzas guarda relación con el precio de la tierra: se intimida a los propietarios para que abandonen sus fincas, que luego se compran a bajo precio.
Pero el bandolerismo y la guerrilla son fenómenos claramente diferenciados. El señor Álvaro Gómez Hurtado, uno de los personajes consulares del régimen, desplegó en el Senado, hace poco más de un año, un mapa de Colombia dentro del cual había dibujado once repúblicas independientes. En ellas, desde hace diez, veinte o treinta años, no se admite al ejército ni a la policía; o bien el ejército y la policía, hostigados por fuerzas superiores, se ven obligados a tolerar autoridades defacto, más o menos ocultas.
En estas regiones difícilmente se producen actos de violencia, porque los jefes guerrilleros cuentan con la complicidad de la población, lograda por la persuasión o por la fuerza. La tranquilidad sólo se interrumpe cuando el gobierno ordena una acción punitiva; pero, cuando el ejército regresa, se restablece la situación anterior.
Curiosamente, estas once repúblicas no amenazan en modo alguno al Estado colombiano: enquistadas en su territorio, carentes de toda fuerza expansiva, han terminado por conservatizarse. El caso más típico es el de la famosa República del Tequendama, con capital en Viotá, que se halla muy cerca de Bogotá. Hace años, el retrato de Stalin presidía las oficinas públicas, y una guardia rural imponía el orden. El jefe comunista, Rafael Merchán, que periódicamente viajaba a Moscú, vendía las cosechas al exterior —esto es, a Colombia— y repartía la renta, no sin apropiarse una pingüe ganancia. En todo caso, los campesinos, dueños de la tierra, disfrutan de algunas obras asistenciales, y su situación es menos mísera que la de otras regiones. La consecuencia es que nada les interesa menos que las propuestas revolucionarias: prefieren dejar las cosas como están. Donde, en cambio, el orden tradicional se resquebraja aceleradamente, es en el resto del país.
La devaluación aplicada por el ministro de Hacienda, señor Carlos Sanz de Santamaría, para aliviar la grave situación económica heredada del gobierno anterior elevó bruscamente el costo de la vida, y los distintos grupos sociales luchan con energía por sustraerse al empobrecimiento general. El temperamento colombiano, manso en apariencia, es explosivo, y la hecatombe nacional que siguió al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, quedó señalada por la palabra "bogotazo". Desde entonces, por debajo del país legal, en el que una refinada aristocracia se reparte el poder con depurado instinto político, existe un país real cuya naturaleza volcánica aterra justamente a los dos partidos tradicionales. En realidad, las enseñas partidistas, que conservan un intenso valor emotivo —se nace liberal o conservador, y por ellas se da la vida con gusto— no tienen ya significado político preciso.
La crisis actual subleva a las masas de ambos partidos no contra la estructura jurídica del Frente Nacional — aunque el abstencionismo fue mayoritario en los últimos comicios — sino contra su política económica, que atiende necesariamente a intereses demasiado contradictorios para que pueda salir de su pasividad. El presidente Valencia entregó la mitad de su gabinete a los sectores juveniles de ambos partidos, con el único resultado de enemistarse con los señores Carlos Lleras Restrepo, jefe supremo de los liberales, y Mariano Ospina Pérez, ex presidente conservador.
La semana pasada, el señor Ospina presionaba intensamente para lograr la renuncia de los ministros de Trabajo, Belisario Betancour; de Agricultura, Cornelio Reyes; y de Fomento, Marco Alzate Avendaño. Los tres son conservadores, pero se inclinan a tratar la crisis social como tal, y no como mera cuestión de orden público.
Entretanto, el señor Carlos Lleras — primo del ex presidente y su solapado adversario— intentaba una vez más, sin fruto, restañar la división liberal. El señor Alfonso López Michelsen — hijo de otro presidente de Colombia — ha desistido de sus planteos anteriores, aparentemente extremistas; pero las fuerzas que se acogen a su prestigio continúan radicalizándose. La ocupación de fábricas, las pedreas contra el alza del transporte urbano y, por fin, una huelga sin precedentes en el sector cafetalero del Quindío, conducen a peligrosos enfrentamientos entre ejército y pueblo, con saldo de decenas de muertos. Carlos Lleras y Alfonso López, que se disputan la presidencia de 1966 —la cual debe recaer obligatoriamente en un liberal — intentan, como el señor Ospina, canalizar estos trastornos por la vía política; pero se manifiestan cada vez más claramente en el terreno social. La agitación de comunistas —numéricamente insignificantes— tiene efecto contraproducente: el único enemigo serio del régimen actual es el nacionalismo del ejército, el cual vacila en actuar, justamente, por la presencia de los comunistas.
El señor Lleras Camargo, estadista de métodos florentinos, consiguió, durante su período, mantener sosegados a los militares; pero el señor Valencia, impulsivo y a la vez abúlico, siente que es difícil obtener de su ministro de Guerra, el general Alberto Ruiz Novoa, que conjure por las armas las graves tensiones que el régimen actual no parece capaz de aflojar.
PRIMERA PLANA
19 de marzo de 1963

Ir Arriba

 

Cruz Varela
Ospina, Valencia
Lleras, Michelsen