"Porque no nos importa la creación queremos con
todas nuestras fuerzas que las guerras, las revoluciones y los
levantamientos coloniales aniquilen esta civilización occidental
cuyos parásitos usted ha extendido hasta Oriente. Consideramos esa
destrucción como la menos inaceptable de las situaciones para el
espíritu." La carta, firmada en 1928 por André Bretón, Louis Aragón,
Jacques Prévert, Salvador Dalí, Paul Eluard, entre otros, conmovió a
Francia y definió con más claridad el contenido y los fines de un
grupo de intelectuales que, rechazando las normas culturales
impuestas por la tradición, se declararon en rebeldía. Paul
Claudel, principal destinatario del manifiesto, había denunciado
pocas semanas antes que, en su opinión, el grupo surrealista estaba
integrado por una sarta de "pederastas" y marginales. Tal vez no
previo que, con el correr del tiempo, su juicio se consideraría por
lo menos precipitado. Visto en perspectiva, el surrealismo es, sin
duda, el precursor de lo que hoy se llama contracultura o más bien
de lo que hoy se discute como contracultura. A casi 50 años de
aquella carta, sólo los nombres (algunos) han cambiado; las
intenciones, la búsqueda siguen siendo las mismas. Quizás hasta el
rechazo que provocan sigue siendo el mismo; sólo que Francia, cuna
del anticonformismo, ha dejado de ser su capital: para reemplazarla,
Estados Unidos alimenta dentro de su 'american way of life' a un
número incalculable de disidentes. El underground se desarrolla en
su seno con la misma virulencia que proliferan la mecanización, el
automatismo, la industria y todo lo que da en llamarse el
establishment. Francia, en tanto, es su acólito: la prensa
subterránea muere absorbida por la que llega de Estados Unidos; Bob
Dylan y Timothy Leary son los ídolos de la juventud francesa y, en
literatura. Allen Ginsberg, Jack Kerouac y Malcolm Lowry suplantan a
los surrealistas, representan al escritor que está "del otro lado",
ya no al intelectual o al literato. Todos ellos llegan a la fama
precedidos de un halo de perversión, liberalidad y anarquía. En la
mitología juvenil, vuelven a cobrar importancia viejos personajes,
para rebelarse contra el viejo mundo son necesarios el temperamento,
la fuerza, hasta la insolencia. Para (Pierre Scias, un librero
parisiense amante y divulgador de la contracultura, los héroes están
representados por los anarquistas de principios de siglo: "Bonnot y
compañía —se entusiasmó durante una entrevista periodística—, ésos
eran los héroes, los que intentaron el triunfo del individualismo.
Hay un episodio que lo explica bien: «Yo te arresto en nombre de la
ley» —le dijo una vez un policía a uno de ellos—. «Y yo te mato en
nombre de la libertad» —le contestó el anarco—. Eso es hermoso".
Entre los ídolos de Scias —también preferido por su clientela—
marchan a la cabeza Herbert Marcuse y su teoría de la destrucción
necesaria: "La remoción de la basura física y mental que el sistema
capitalista ha acumulado en la Tierra requiere una destrucción en
gran escala. Pero esta destrucción significaría la reconstrucción de
un entorno pacífico y aún más hermoso".
CONTRA EL
VIEJO MUNDO ¿Qué es lo que intenta destruir la
contracultura? Todo lo que Lowry, en una de sus declaraciones
póstumas, ansiaba hacer desaparecer del mundo: la religión, los
burgueses —"viejos a los 30 años, serán traicionados por sus hijos:
ellos dilapidarán sus fortunas"—, el confort —"cuando se convierte
en una suerte de fin"—, el fascismo, el racismo o cualquier otra
forma de prejuicio, la tecnología, cuando no existe al servicio del
hombre, los valores establecidos, la represión "porque responde a la
defensa de esquemas petrificados". En cuanto a los métodos que deben emplearse para
lograr el cambio, las opiniones están divididas; pero el hecho de
que sus manifestaciones sean diversas no parece restarles fuerza
sino que, más bien, les otorga universalidad. Así como para la
mayoría de sus cultores los anarquistas constituyen los héroes del
pasado, los líderes del presente están representados por los
extremistas: panteras negras, guerrilleros, grupos subversivos.
Pero, para los argelinos, Eldridge Cleaver —pantera exiliado en
Argel— no es un verdadero revolucionario; en una declaración a la
prensa italiana, un militante argelino afirmó: "Los panteras negras
nunca llegarán a realizar una verdadera revolución: son demasiado
alegres". Desde el otro extremo, Pierre Scias opinará que "los
militantes, en general, son tristes; tipos que jamás aprenderán a
vivir. En mi librería yo no tengo textos de Mao. Nunca nos
cansaremos de decirles a los extremistas de la violencia que 'ils
nous emmerdent'". Sin embargo, la plataforma del partido Panteras
Negras no es demasiado distinta de la que preconizan los pacifistas
de cualquier país; en un manifiesto de octubre de 1966 se lee:
"Queremos tierra, pan, casas, educación, ropas, justicia y paz". Con
estos mismos siete elementos construyen los cantantes de protesta
sus canciones; los hippies prefieren sintetizarlas en una sola:
amor. Algo en que los panteras ya no creen. Los que rechazan las
figuras violentas del presente, sólo cambian la acción por la simple
denuncia: el eco de sus voces se multiplica hasta el fastidio en
cada ejemplar de la prensa y el cine underground y toma las formas
más caprichosas de expresión en las diversas manifestaciones del
arte. La pintura comienza a caer en el olvido y es vapuleada cada
día más por una generación de artistas que ya no encuentra en ella
un continente adecuado para volcar su capacidad creadora. Andy
Warhol (ver recuadro), con su estilo terrorista, es un ejemplo
cabal. La contracultura tiñe con su inequívoco mensaje de
rebeldía la vida del siglo XX, y lo hace con más virulencia que la
que esgrimió la imposición del romanticismo en el siglo pasado.
Hair, nacido para chocar a la burguesía, acabó siendo en Europa y
Estados Unidos el programa favorito de los ejecutivos. Igual suerte
corrió en Buenos Aires la breve aparición del conjunto brasileño
Teatro Arena de San Pablo con su 'Arena conta zumbí': la agresividad
de sus textos no le impidió actuar con éxito de taquilla en un
escenario decididamente ortodoxo como el de la Exposhow. Aun sin
proponérselo, la contracultura tiene una imagen de libertinaje
picante que acaba por atraer la atención de la clase media.
EL OLIMPO REBELDE En cine, la situación no es
demasiado diferente. En Londres, la exhibición de la película
amateur It can't happened here (Ocurrió aquí), llenó el London
Pavilion durante seis semanas; las películas comerciales suelen
durar un máximo de dos. Aun dentro de la clandestinidad, otro tanto
sucede en Buenos Aires con La hora de los hornos; su prohibición no
ha logrado impedir que la clase media intelectual (y a veces no
tanto) haya tenido acceso a salas privadas donde se la exhibe
regularmente. Sólo que es preciso preguntarse si era ése el público
al que estaba destinada. Cabe suponer que no. Pero si en algún orden es evidente la capacidad
de absorción (¿o de mimetismo?) que tiene la "cultura" es en la
música: pocas canciones han tenido el éxito comercial alcanzado por
la protesta. En el festival de música beat de la isla de Wight, Bob
Dylan cobró por una hora de actuación 84.000 dólares, y la cifra a
que ascienden sus entradas por derechos de autor y otras
presentaciones en público son siderales. En el último festival de
Río de Janeiro, la canción 'Pedro nadie' de los argentinos
Tcherkaski y Piero cosechó el premio máximo y fue aplaudida
frenéticamente por el mismo encarnecido establishment que empobrecía
hasta el drama a su protagonista. La ciencia tampoco se exime de
la ola contraculturalista. En Estados Unidos, la aparición de los
laboratorios de sensitivity training (recordar Bob & Carol Se Ted &
Alice) se constituye en una versión más coherente de la búsqueda de
cambios culturales. Como alguna vez lo intentara el psicoanálisis,
se proponen humanizar al hombre y rescatarlo de la alienación a la
que casi indefectiblemente lo arrastra la época actual. En
Inglaterra, el problema de la salud mental es atacado desde ángulos
nuevos: el psicótico comienza a ser estudiado como un producto
inevitable de la sociedad en que vive y se forman comunidades
terapéuticas (Robert Laing y David Cooper, visita reciente en Buenos
Aires) donde enfermos y médicos conviven bajo el mismo techo. El
paciente psiquiátrico es cada vez más el dueño de una verdad que hay
que descifrar. "Los servicios de terapia ortodoxa —acusa Bob
Broedel en su artículo Psicoterapia del pueblo— frecuentemente
controlan y sociabilizan a la gente. La terapia del pueblo, por el
contrario, significa cambio y no ajuste." Y su colega en la lucha.
Michael Glenn, agrega: "La acumulación de objetos de riqueza y
notoriedad se vuelve la medida del éxito; no es el bienestar de uno
y su familia, de la comunidad y del mundo. Debemos asumir que mucha
gente llamada «enferma mental» ha sido socialmente traumatizada por
nuestra sociedad". Desde el escasamente habitado Olimpo de los
líderes contraculturistas argentinos, Miguel Grinberg lanza también
su manifiesto. En el número 1 de la revista Contracultura, que edita
en Buenos Aires desde el año pasado, se lee: "Contracultura es amor,
vitalidad inventora, es defensa de la semilla y ataque generador. La
cultura que hoy nos venden por tal es esterilidad. conformismo,
represión, manipulación". Más sintética, la proclama del diario
subterráneo Los Angeles Free Press define con mayor nitidez sus
propósitos: "Contra el gobierno establecido, la violencia; contra el
orden, la anarquía; contra la cultura, la contracultura"
(Recuadro) PERSONAJES ANDY WARHOL: Los caminos de la
irrealidad Su nombre ocupa un lugar de privilegio en el
mítico panteón que habitan los ídolos de la contracultura. Nacido de
una humilde familia de inmigrantes checoslovacos en Pittsburgh,
Filadelfia, hace 42 años, Andy Warhol es hoy el símbolo del
anticonformismo y el cambio, el enfant terrible del mundo artístico;
un personaje capaz de escandalizar sin tregua al público habitué de
las galerías y de divertir hasta el paroxismo a sus fanáticos
seguidores. En el millar de columnas que la prensa especializada
le dedica anualmente, los críticos utilizan para sus obras toda la
gama de adjetivos que caben entre lo sublime y lo sencillamente
ridículo. Para sus detractores, Warhol no es más que un showman, un
audaz desprovisto de todo talento artístico, un obsesionado por la
popularidad lleno de ínfulas, un infradotado que alguna vez
reconoció no ser capaz de aprender otro idioma ("porque todo lo que
aprendo lo olvido enseguida") y que se divierte en la creación de
sandeces que sólo logran entusiasmar a grupos de snobs tan infradotados como él. Los más escépticos, en tanto, prefieren
considerarlo un astuto comerciante que llegará lejos.
Recientemente, uno de sus cuadros se vendió en Nueva York por 25
millones de pesos; la obra: una lata de sopa en conserva. En
Londres, donde cuatro galerías presentan en la actualidad parte de
su producción, Warhol es ahora tema favorito de polémicas y
discusiones. Menos severos que sus coterráneos, los críticos
ingleses se han detenido a pensar con más calma y han logrado
resumir la filosofía que parecen esconder sus trabajos. "La muestra
de la Tate Gallery —afirmó el columnista de The Observer— nos
conduce hacia el precario límite que existe entre lo real y lo
artificial, entre el producto y el envase." Y más adelante: "En
Warhol todo está referido a la irrealidad; ese limbo que evade los
valores y que es el habitat natural del artista". Para la evasión
de la realidad y de los valores tradicionales. Warhol ha elegido
caminos discutibles: la homosexualidad, el travestismo, la afición a
las drogas, la destrucción sin salida; todo lo que para los cánones
normales conduciría a la nada. En su debatida producción artística
abunda un aparente sinsentido: una rígida fotografía de carnet es
tratada como un solemne retrato al óleo, una escena de horror (tal
vez su mayor fascinación sea, en el fondo, la tragedia y el drama)
como un acto de belleza casi paradisíaca; en sus manos, un crucifijo
se transforma en la más pura obra del rococó. Pero es
probablemente en sus películas donde Warhol ha logrado sembrar con
mayor eficacia el desconcierto o la burla. Su cámara filmó la escena
de un hombre dormido y con ella creó una película de cuatro horas de
duración. Algo similar fue lo que realizó en la filmación del Empire
State Building: el film registra durante 8 horas la figura del
edificio recostado contra el cielo neoyorquino. En su laboratorio
—Factory, como prefieren llamarlo sus discípulos— se cocinan las más
desopilantes ideas; el equipo que lo rodea, sus protegidos, suele
aparecer en la página policial de los diarios con la misma
frecuencia que Warhol lo hace en las dedicadas al arte. Del
laboratorio de Warhol han surgido con igual promoción exitosas
starletts —que él insiste en llamar superstar— del cine underground:
Viva y la blonda Nico, entre otras, y numerosos casos psiquiátricos
de esos que pululan por el Village de Nueva York. De estos últimos,
el más conocido es el de Valerie Solanas, fanática integrante del
SCUM —una sociedad dispuesta a barrer de la superficie terrestre al
sexo masculino en su totalidad— que, hace dos años, le disparara a
su protector tres balazos con un revólver calibre 32 mientras lo
acusaba de "satánico y delincuente". Un episodio que no resolvió
la problemática del artista: al cabo de tres meses de convalecencia,
y luego de haberse debatido entre la vida y la muerte, Warhol
continuó ahondando las mismas teorías. Una vez en pie, declaró a la
prensa: "No sé dónde termina lo artificial y comienza lo natural o
real", y, para desconsuelo de los amantes de la cultura tradicional,
agregó: "¿30 Monas Lisas son más o menos que una?"
Revista
Confirmado 10.03.1971
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Andy Warhol |
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