Revista Siete Días
Ilustrados
20.01.1969 |
La detención de tres sacerdotes considerados subversivos por
el régimen militar de Arthur da Costa e Silva no logra
neutralizar la ofensiva que los católicos más progresistas
de Brasil desataron hace cuatro años en procura de una
revolucionaria transformación del país
"El descontento estudiantil es neutralizable, aunque sea con
un baño de sangre —pronosticaron hace diez días algunos
analistas del proceso político brasileño—. Lo mismo cabe
decir de los obreros y campesinos, sobre todo cuando están
desorganizados y desmoralizados. De esta manera, los
observadores limitaron el poder de la oposición popular que
en los últimos meses arremete infructuosamente contra el
endurecido gobierno militar de Arthur da Costa e Silva. Pero
la ola represiva que se abatió sobre Brasil durante los
últimos días del año (suspensión de las actividades
parlamentarias, arrestos masivos de opositores, implantación
de una estricta censura informativa. . .) no amedrentó a un
grupo de poder que en ese país acrecienta día tras día su
vigorosa hostilidad hacia el gobierno: la Iglesia Católica.
Curiosamente, en Brasil la rebeldía eclesiástica no está
monopolizada por sus elementos más jóvenes: también se puede
hablar, sin incurrir en exageraciones, de una insurrección
de los obispos. Pero esta explosiva situación no se gestó
espontáneamente en los últimos tiempos: es el fruto de un
largo y espinoso proceso iniciado hace unos siete años y que
actualmente alcanza su vértice más inquietante.
LOS CURAS "SUBVERSIVOS"
Eran las seis y media de la mañana cuando un patrullero
policial se detuvo bruscamente frente a la iglesia Senhor
Bom Jesús, de Belo Horizonte, Brasil. Del auto descendieron
tres agentes federales, quienes irrumpieron en la casa
parroquial en busca del sacerdote francés Michel-Marie Le
Ven, de 37 años. Llevaban una orden terminante de sus
superiores: capturarlo por desarrollar actividades
subversivas en las filas de la organización católica Acción
Popular. Cinco minutos más tarde, los policías brasileños
abandonaban la iglesia en compañía de Le Ven, otros dos
sacerdotes franceses —Hervé Crognec y Xavier Berthou— y el
estudiante de teología José Geraldo da Cruz. Era el viernes
28 de noviembre dé 1968 y una creciente inquietud se derramó
por las calles de Belo Horizonte, capital del pujante estado
de Minas Gerais.
En el cuartel policial, Le Ven —quien llegó a Brasil a
comienzos de 1961— y Berthou fueron acusados de preparar
focos guerrilleros en cuatro distritos de ese estado
brasileño. Según machacaban los inspectores policiales, los
sacerdotes reclutaban voluntarios en las reuniones de
obreros que realiza periódicamente la delegación local de la
Juventud Obrera Católica, una organización internacional
reconocida por el Vaticano.
Ese domingo, la iglesia Senhor Bom Jesús no abrió sus
puertas ni ofició misa. En las restantes parroquias de la
ciudad, en cambio, los sacerdotes leyeron a los fieles una
nota oficial de la Curia Metropolitana, firmada por el
obispo auxiliar Dom Serafín Fernandes de Araújo: "Una
iglesia está cerrada y los fieles se han quedado sin misa ni
sacramentos —rezaba uno de los párrafos—. Al dar esta
noticia no pretendemos desatar luchas, manifestaciones ni
protestas. Es innecesario. El clero está alegre, pues
comienza a vivir la vida de los que sufren; la vida del
pueblo que también está preso".
La réplica gubernamental no se hizo esperar. Pocos días más
tarde, el general Alvaro Cardoso, comandante del Cuarto
Ejército brasileño, emitió a su vez un comunicado donde
advertía: "Estamos presenciando un espectáculo jamás visto
en la historia: el que ofrece un grupo de sacerdotes que
defiende la entrega de nuestro país a uno de los peores
enemigos de la Iglesia, el comunismo". Más adelante, Cardoso
esgrimía una justificación: "Los tres sacerdotes
encarcelados sufrieron ese castigo por abandonar la prédica
del Evangelio para dedicarse a difundir ideologías
revolucionarias y a organizar guerrillas armadas, con el
embozado propósito de derribar al régimen actual".
Han transcurrido casi dos meses desde que Le Ven, Berthou,
Grognec y el seminarista Geraldo fueron capturados. Desde
entonces hasta hoy, un manto de conjeturas, intrigas y
sospechas sobrevuela Belo Horizonte y las restantes ciudades
brasileñas que siguen con atención el desarrollo de los
acontecimientos. Nadie se explica cómo descubrió el Ejército
lo que las autoridades denominan "trama subversiva", y
tampoco por qué los tres sacerdotes franceses han sido los
únicos acusados hasta el presente, y cuáles son los "otros
implicados", cuyos nombres los militares aseguran conocer.
Como si las incógnitas fueran pocas, dos sucesos ocurridos
en los últimos días ensombrecieron aún más el panorama: hace
un mes, el jefe del IPM —una suerte de policía secreta del
régimen—, coronel Newton Mota, fue reemplazado por un
oficial ligado estrechamente al comandante del Primer
Ejército brasileño; en los últimos días del año, Dom Joao de
Rezende Costa, arzobispo de Belo Horizonte, rechazó
airadamente la invitación a almorzar del presidente Costa e
Silva.
Al parecer, la sustitución de Mota por un militar más
enérgico obedece a una creciente inquietud de las Fuerzas
Armadas brasileñas: temen que los jóvenes oficiales
católicos se unan a los sacerdotes vanguardistas para
derrocar al gobierno. La negativa del arzobispo de Belo
Horizonte a comer con el presidente delataría hasta qué
punto algunos sectores de la jerarquía eclesiástica
brasileña están dispuestos a enfrentar al régimen.
Naturalmente, todo pertenece al terreno de las conjeturas,
al menos para los altos mandos militares, quienes sólo
justifican su reacción contra los sacerdotes, exhibiendo una
carta que, antes de ser encarcelado, Le Vent envió al
superior general de su congregación, el prelado francés
Henri Guillemín. En ella explica que "Brasil vive una
profunda crisis universitaria y obrera que sólo es aplacada
por la fuerza de la policía, del Ejército y de un gobierno
totalitario que no vacila en desatar la represión más
violenta para silenciar cualquier aspiración del pueblo y
para desmantelar toda tentativa de liberación". En la misma
carta, que no se sabe cómo llegó a manos del Ejército, Le
Vent defiende "soluciones radicales para que la riqueza de
los países europeos y de América del Norte no surja de la
explotación de los países más pobres".
LA NUEVA IGLESIA
Cuando antes de la realización del Concilio Vaticano II Juan
XXIII puntualizó enérgicamente la necesidad de un
aggiornamento en la Iglesia Católica, los sectores más
evolucionados del clero latinoamericano se pusieron en
acción. Ese esfuerzo renovador preconizado por el Papa no se
hizo esperar en Brasil, donde la Iglesia Católica cuenta con
70 millones de fieles, 16 mil sacerdotes, 164 obispos y
prelados, 34 arzobispos y tres cardenales. Así se gestó lo
que sus habitantes reconocen como Igreja Nova. Un ideal por
el que el cura guerrillero Camilo Torres ofreció su vida en
la selva colombiana.
Para José Pires, arzobispo de Joao Pessoa —conocido como el
Pelé del episcopado brasileño por ser el único hombre de
color que lo integra—, la Iglesia Nueva no existe: "Lo que
sí se percibe —asegura— es un avance de sus miembros hacia
un mayor compromiso con la época que viven. Esa
responsabilidad se traduce en la obligación de traer la
liberación para todos los hombres y para el hombre en su
totalidad. O sea que, si el brasileño está marginado del
proceso político y económico, la liberación que la Iglesia
auspicia no puede ignorar todos esos aspectos". Según el
padre Pires, ésa es una de las razones por las cuales muchos
sacerdotes leen a Camilo Torres, Ernesto Guevara, Mao
Tsé-tung, Carlos Marx, las encíclicas Populorum Progressio,
de Pablo VI, y Pacem in Terris, de Juan XXIII.
Esta movilización eclesiástica intranquilizó a muchos
feligreses. En julio de 1968, la Sociedad Brasileña de
Defensa de la Tradición, la Familia y la Propiedad lanzó una
campaña en procura de firmas para cursar una petición al
Papa. En la misma le rogaba que adopte urgentes medidas
"para contener la acción de una minoría de eclesiásticos y
laicos progresistas quienes, sin proponérselo, están
brindando jugosos dividendos al comunismo". Dom Geraldo
Proença Sigaud, arzobispo de Diamantina y representante
número uno de la línea tradicional de la Iglesia Católica,
deslindó responsabilidades afirmando poco después que "la
mayoría de los obispos brasileños está en contra de
cualquier expresión del izquierdismo. Claro que Sigaud no
tuvo más remedio que aceptar que muchos sacerdotes de su
país aspiran a una salida socializante. "Me causa enorme
pena tener que aceptar esa realidad —reconoció—. Pero el
documento elaborado por el padre Comblin y las declaraciones
de apoyo y solidaridad que algunos obispos y sacerdotes le
cursaron, constituyen una prueba cabal de que el marxismo
penetró en nuestras filas". El documento del sacerdote
francés a que alude Sigaud y que circuló en Brasil hace
pocos meses propugna una "revolución social en América
latina que provoque el derrumbe de la aristocracia dominante
y el surgimiento de las razas consideradas inferiores".
No todos los sacerdotes progresistas aceptan que se los
considere comunistas. Uno de ellos es el arzobispo Pires:
"Aquellos que denuncian la presencia de marxistas en la
Iglesia no conocen al marxismo o desconocen a la Iglesia",
advirtió en los primeros días de 1969. Estrechamente ligado
a los que luchan por edificar una Iglesia comprometida y
activa, Pires insiste: "Es imposible alejar a la Iglesia de
los problemas del hombre. Por esa misma razón, cualquier
pronunciamiento que descubra el subdesarrollo de nuestra
clase obrera tiene siempre un fundamento evangélico y
cristiano".
LA OFENSIVA ESTUDIANTIL
Si bien el Concilio Vaticano II fue el punto de partida para
una nueva posición de los sacerdotes católicos, la Iglesia
brasileña comenzó a sorprender a la opinión pública en 1960.
En esa época, algunos padres que consideraban más eficaces
las actividades dentro de las entidades de izquierda
católica comenzaron a estimular movimientos como los de
Acción Católica, la JUC —Juventud Universitaria Católica —y
la JOC— Juventud Obrera Católica.
Esa determinación provocó la aparición de inéditas
manifestaciones de compromiso social: los movimientos de
sindicalización rural —que se anticiparon al de las Ligas
Campesinas—; el desarrollo de una fuerte ideología popular
en el seno del Partido Demócrata Cristiano; los movimientos
de Educación Básica, que trataron de rescatar del
analfabetismo a las poblaciones más castigadas del
territorio.
También en 1960, luego del primer Congreso Nacional de la
JUC, los estudiantes católicos comenzaron a debatir con
inusitada frecuencia los problemas sociales brasileños. De
esas reuniones surgió ese mismo año un documento explosivo:
Directrices mínimas para el ideal histórico del pueblo
brasileño. El trabajo sobresaltó a los representantes de la
jerarquía católica, pues colocaba en primer plano el
problema político-económico, dejando para después las
cuestiones religiosas. Resultado: el documento comenzó a
dividir a sacerdotes, obispos y universitarios.
En 1961, el Congreso Nacional de la JUC reunido en la ciudad
de Natal, consideró un tema estremecedor para los
tradicionalistas católicos: La Revolución Brasileña.
"PEORES QUE LOS COMUNISTAS"
Preocupada por el rumbo que tomaba la JUC, la Comisión
Central de la CNBB —Conferencia Nacional de Obispos
Brasileños— se reunió en 1962 con la Comisión Episcopal de
la Acción Católica. Este encuentro decepcionó a muchos
miembros de la JUC, quienes decidieron romper relaciones con
su vieja aliada (la Acción Católica), estructurando
simultáneamente una nueva organización: la Acción Popular.
"La acción Popular, como movimiento revolucionario —explica
el diputado Marcio Alves, quien indirectamente provocó el
advenimiento de la dictadura de Costa e Silva, en su
libro El Cristo del pueblo—, surgió como una respuesta de
los miembros de la JUC, especialmente los de Belo Horizonte,
cuyas reflexiones sociales han sido siempre las más
profundas y radicales". La AP, que conquistó el comando del
movimiento estudiantil brasileño, es actualmente considerada
por las autoridades como una organización más peligrosa que
el mismísimo partido Comunista. El documento básico del
movimiento define a la AP como "la expresión de una
generación que traduce en acciones revolucionarias las
opciones fundamentales que asumió como respuesta al desafío
de nuestra realidad. La dirección de nuestra acción no se
traza a partir del cálculo prudente del término medio.
Nuestro encuentro con la realidad es un duro cuerpo a cuerpo
con las fuerzas sociales que explotan, envilecen y mutilan
al hombre;, esta realidad deformada y deshumanizada que nos
escupe el rostro y nos lanza su desafío". La Acción Popular
se propone, finalmente, "la tarea de elaborar con el pueblo
las bases de su contribución en la nueva sociedad".
CUATRO AÑOS DE LUCHA
La participación de la Iglesia en la vida política de Brasil
se intensificó a partir de 1964, a través de innumerables
protestas e inflamadas manifestaciones. Ese año comenzó con
las 'Marchas de familias', coordinadas por entidades
católicas. Continuó con los inquietantes sermones de Dom
Helder Cámara —obispo de Recife—, quien denunció la miseria
y la explotación del nordeste brasileño. En esa época, el
matutino francés Le Monde se refirió a la creciente toma de
posición del clero brasileño, recordando que durante muchos
años Dom Helder fue la única personalidad católica que
levantó la bandera de las reivindicaciones sociales en ese
país americano.
El inesperado desarrollo de la vanguardia católica brasileña
comenzó a inquietar a los jefes militares instalados en
Brasilia —dos años después de haber derrocado a Joao
Goulart—. En 1966, la alta jerarquía de las Fuerzas Armadas
sugirió al episcopado "realizar una serie de purgas entre
los sacerdotes, como las que consumó el Ejército luego de la
revolución del 31 de marzo".
La sugerencia no rindió los frutos esperados. En agosto de
1967, unos 300 sacerdotes divulgaron la llamada Carta de
Belo Horizonte, dirigida a los obispos de sus respectivas
diócesis, denunciando el problema social del pueblo
brasileño. Los firmantes protestaron contra "la explotación
comercial de ciertas devociones populares" y criticaron "los
excesivos gastos que la Iglesia dedica a sus construcciones
y a mantener el elevado standard de vida del clero".
A fines de 1967, la CNBB divulgó un documento bajo el título
de Misión de la jerarquía en el mundo actual. En él,
aconsejaba a la juventud "huir de las ilusiones de la
violencia, que puede parecer la solución más sencilla, pero
que no resulta la más constructiva". Según parece, muchos
sacerdotes rebeldes quemaron el folleto.
COMO APAGAR EL INCENDIO
En 1968 la inquietud crece en todo el territorio brasileño.
"Voces cada día más numerosas e insistentes se alzan
actualmente dentro de la Iglesia Católica, particularmente
la brasileña —publicó recientemente el influyente Le Monde—.
Todas ellas previenen a los dirigentes sobre las
consecuencias que acarrearán la manutención de las
injusticias sociales".
El presidente da Costa e Silva no parece intimidarse
demasiado ante esas advertencias. Él ha declarado
recientemente que toda acción antigubernamental provocará
inmediatamente una reacción, cuya fuerza será directamente
proporcional a aquélla.
Ante este panorama la revista especializada The Economist
plantea una duda: "Queda por ver —publicó en su edición
número 26— si, a raíz de estos acontecimientos, el
presidente Costa e Silva pierde la partida en su intento de
seguir una política de relativa moderación; o, incluso, si
no ha perdido ya definitivamente el sillón presidencial (en
1970, el Congreso debía elegir un nuevo presidente)".
Mientras los sacerdotes Le Ven, Crognec, Berthou y el
seminarista Geraldo siguen en manos de la policía brasileña,
los grupos de católicos opositores al régimen continúan su
acción de comandos. Cualquiera que les pida explicaciones
sobre su peligroso compromiso escuchará las mismas frases
que el obispo Fernandes de Araújo hizo leer en todas las
iglesias de Belo Horizonte el domingo posterior a la captura
de los tres sacerdotes. "¿Cómo podemos ignorar la situación
del pueblo si no somos ciegos; cómo podemos no oír su clamor
si no somos sordos; cómo podemos callar sus problemas si no
somos mudos? Bienaventurados los perseguidos por causa de la
justicia, porque de ellos será el reino de los cielos".
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La iglesia Senhor Bom Jesús. Abajo, de izquierda a derecha:
el sacerdote Hervé Grognec, el arzobispo Fernandes de Araújo
y e padre Michel Le Ven acusado de preparar guerrillas. Las
manifestaciones nuclean con frecuencia a jóvenes sacerdotes
Dom Helder Camara, arzobispo de Recife, uno de los primeros
católicos que denunció a los culpables del subdesarrollo
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Camilo Torres, no creyó que la lucha armada y la prédica del
Evangelio fueran incompatibles
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