"No comprendemos cómo, en nombre del Evangelio,
puede prohibirse a los sacerdotes que participen de las condiciones
de vida de millones de hombres oprimidos y se solidaricen con sus
luchas." Frases como ésta llegaron al Vaticano a mediados de 1954,
cuando ya se desmoronaba una de las más apasionantes experiencias
que la Iglesia Católica haya albergado jamás: la de los curas
obreros, que se desarrolló en Francia. Cinco años después, esa
experiencia quedaba definitivamente abolida tras un documento del
Santo Oficio; reinaba entonces Juan XXIII y era lógico que se
esperara de él una revisión posterior; sin embargo, parece que tan
delicada tarea corresponderá a su sucesor. En una reciente
entrevista con prelados, según informa el semanario L'Express, de
París, Paulo VI aseguró que en las próximas semanas reabrirá el
expediente de los curas obreros. En San Pedro se insistió en que la
decisión del Sumo Pontífice respondía, precisamente, a un acendrado
anhelo de Juan XXIII, un anhelo que no tuvo tiempo de cumplir en
vida.
El revés de la trama El anuncio papal vuelve a
actualizar algo más que una serie de datos históricos y de vaivenes
filosóficos; vuelve a actualizar, esencialmente, los defectos y las
virtudes de la "política de encierro" detrás de la cual la Iglesia
Católica comenzó a parapetar su acción en épocas de la Primera
Guerra y de Benedicto XV, de la que habría de salir después de 1958,
y uno de cuyos últimos índices —quizá el más trascendental— ha sido
la visita de Paulo VI a Tierra Santa, en enero pasado. Es
ilustrativo recordar que en diciembre de 1954, el entonces monseñor
Giovanni Montini, de algún modo se inclinaba en favor de los curas
obreros al escribir, en el prólogo a un libro de monseñor Veuillot;
"El sacerdote debe ir al pueblo, no el pueblo al sacerdote. Es
inútil que el sacerdote toque la campana, nadie lo escucha. Pero es
necesario que él escuche las sirenas de las fábricas, esos templos
de la técnica donde vive y palpita el mundo moderno; a él le toca
hacerse misionero, si quiere que el cristianismo sea un fermento
vivo de civilización." Sin embargo, Montini expresaba que todo
cuanto estos principios tenían de plausible chocaba contra un
obstáculo: "¡Qué difícil y peligrosa su aplicación!". La evolución
del movimiento de los curas obreros puede constituir una serena
aseveración de los temores que en ese instante deslizó el actual
Paulo VI. De 1926 data el nacimiento de la primera gestión
institucional organizada, de la Iglesia, por la Evangelización del
proletariado, un hecho que coincidió con la fundación de las
Juventudes Obreras Católicas en Francia y con los ímpetus
renovadores del entonces monseñor Suhard, obispo de Bayeux y
Lisieux. Pero el primer caso concreto se produjo en 1941: el padre
Loew, dominico, se empleó como estibador en Marsella. La guerra
precipitó las cosas: numerosos trabajadores franceses fueron
enviados a Alemania y las autoridades nazis rehusaron el permiso
para que los acompañaran capellanes católicos. A fines del 42,
monseñor Suhard —ya cardenal y arzobispo de París— envió al padre
Bousquet a Alemania como capellán clandestino; otros 20 se agregaron
en poco tiempo: en los dominios del Tercer Reich descubrieron, como
uno de estos sacerdotes reveló, "la amplitud del foso que separa a
la Iglesia del mundo obrero". Pero el toque de atención resonó
poco después, cuando el 5 de marzo de 1943 los abates Godin y Daniel
entregaron al cardenal Suhard el manuscrito de su libro 'Francia,
¿país de misión?'. No vale la pena —sostenían— convertir negros en
África mientras en la ciudad de Montreuil, de 800.000 habitantes,
sólo 5.000 son católicos. El 1º de julio de 1943, Suhard fundó la
Misión de París; dos meses más tarde, autorizó a cuatro sacerdotes a
trabajar en las fábricas. Pío XII aceptó, el ejemplo se expandió: en
1946 había 6 curas obreros en la capital francesa y 18 en 1952;
cincuenta, en todo el país, en 1949; un centenar, en 1953. La
tarea que les cupo puede medirse por una encuesta según la cual sólo
el 5 por ciento de la población obrera de Francia estaba formado por
católicos practicantes; y esa tarea recibió, en 1945, la primera
admonición por parte de la Santa Sede; la muerte del cardenal
Suhard, en mayo del 49, y el decreto papal del mismo año sobre
excomunión de los comunistas mellaron el impulso del movimiento, a
pesar del respaldo de su nuevo defensor, el arzobispo de París,
cardenal Feltin.
El fin de la aventura A esta altura, los
curas obreros se hallaban indisolublemente ligados a los conflictos
e ideas de su feligresía; "la mística de la solidaridad", por ellos
inaugurada, tuvo mala acogida en el Vaticano y entre los empleadores
cristianos. La jerarquía francesa se dividió, el estruendo de la
prensa desorientó a muchos dignatarios y la descomposición cobró
cuerpo. En 1950, los curas obreros participaron de una huelga; en
1952, dos de estos sacerdotes fueron detenidos y golpeados por la
policía por integrar una manifestación contra el general Ridgway,
comandante de las fuerzas de la NATO; en 1953, Giovanni Roncalli
(nota: Juan XXIII) dejó su cargo de Nuncio en París y suplicó a Pío
XII en Roma que no clausurara la experiencia francesa. Sin embargo,
la suerte estaba echada. En enero de 1954, luego de una audiencia de
los cardenales Feltin, Gerlier y Liénart con el Sumo Pontífice se
resolvió que los curas obreros trabajarían a lo sumo tres horas por
día y renunciarían a sus compromisos sindicales. Desde entonces
hasta 1959, todos los esfuerzos del cardenal Feltin y de sus
colaboradores se estrellaron contra la dureza de los dignatarios
vaticanos; en junio de ese año, el Santo Oficio cerró la historia
del movimiento. El secretario de la congregación, cardenal Fizzardo,
envió una larga carta al cardenal Feltin: "El Santo Oficio estima
que el trabajo en fábricas o granjas es incompatible con la vida y
las obligaciones sacerdotales"; "El cura obrero es rápidamente
llevado a participar de la lucha de clases, cosa inadmisible." A
5 años, con otro Papa en Roma y tras el salto gigantesco dado por
Juan XXIII en la orientación de la Iglesia, la revisión del
expediente de los curas obreros constituye, según los observadores,
un acto de justicia y, además, una especie de homenaje a la visión y
la perseverancia de quienes querían poner esa Iglesia al compás de
los tiempos modernos. Hoy tienen, en sus manos, un documento que
hace una década hubiera sido su bandera: la encíclica Mater et
Magistra. Página 35-PRIMERA PLANA 2 de Junio de 1964
Ir Arriba
|
|
"Hay que escuchar la sirena de las fábricas" |
|
|
|