De Gaulle
Cegado por la propia gloria, acaso está cometiendo su primer error
Volver al índice
del sitio

Cuatro atentados en menos de dos años. Contra él, toda la prensa de su país, sin excepciones. Y los partidos, salvo el que se cubre con su nombre. En los Estados Unidos, en Gran Bretaña, en los países asociados de Europa, un coro de denuestos. Se le acusa de estorbar la unión del continente, de comprometer la alianza occidental, de hacer el juego al comunismo. Todo esto, mientras Kruschev le reprocha su benevolencia para con los "revanchistas" alemanes y con la España "fascista", mientras los comunistas franceses aseguran que él es el principal enemigo, y se unen, para combatirlo, con las fuerzas más conservadoras.
Todos contra uno.
No es la primera vez que esto le sucede a Charles de Gaulle.

Teórico de la guerra
En la academia militar de Saint-Cyr tuvo pocos amigos. Provenía de la pequeña aristocracia terrateniente, con muchos humos y escasos medios. Descendía, por ambas líneas, de familias consagradas a la milicia; pero su padre, frustrado en esa vocación atávica, hubo de resignarse a ser profesor de historia.
Había optado por la infantería, donde se corren más peligros y se alcanzan ascensos más rápidos. Aprovechó la primera guerra para cosechar tres heridas y el grado de capitán. No satisfecho con esto, se le vio junto a Weygand ayudando a los polacos cuando rechazaron a la caballería de Trotsky. Desde entonces no se alejó del estado mayor sino para encerrarse en la biblioteca del ministerio. Era un oficial "intelectual".
Sus libros — "Au fil de l'épée", "La guerre de demain", "Vers l'armée de metier"— no consiguieron horadar la maciza suficiencia de los dirigentes de la política militar francesa — Pétain, Weygand, Gamelin —, cómodamente abrigados tras la línea Magimot. Esta sí fue horadada, en 1940. Lo hicieron los tanques de Guderian, lector devoto de los libros de Gaulle.

Hacia los Campos Elíseos
Esta amarga y paradójica victoria del inventor francés de la "blitzkrieg" le permitió —siendo un coronel de 49 años de edad— ocupar la secretaría de Guerra, en momentos en que Paul Reynaud asumía la dirección de un gobierno que prometió continuar la lucha, cualesquiera fuesen las circunstancias. Dos semanas más tarde, ese
gobierno capitulaba. De Gaulle, entonces, desobedeció.
Desde Londres, proclamó su rebeldía. Aunque el gobierno del mariscal Pétain había sido consagrado según el mecanismo constitucional, y contaba, a no dudarlo, con un asentimiento abrumador de la nación vencida, un coronel desconocido pretendía que Francia era él y que la lucha continuaba. En el corazón de África, un gobernador negro, Félix Eboué, le envió la primera adhesión: el Congo francés se ofrecía para acoger a los "franceses libres".
De Gaulle aceptó la ayuda de Churchill para organizar su pequeño ejército, su aviación y su marina. Pero él no sería títere de nadie.
Los grandes jefes norteamericanos negociaron con el almirante Darlan y el general Giraud: se trataba de obtener, con menos sacrificio de sangre, la conversión de Vichy al frente aliado. El jefe de la Francia Libre denunció con energía esa política, nombró a varios comunistas en su gabinete y gestionó el reconocimiento de su gobierno por la URSS. Obtuvo, por fin, que se permitiera a la división Leclerc entrar la primera en París. Un año más tarde, cuando el general Patton le exigió que se apartara para que tropas norteamericanas aventajasen a las suyas en la captura de Berchtesgaden, de Gaulle ordenó a Leclerc que desobedeciera.
Su gobierno firmó una alianza con la URSS, por veinte años, dejando estupefactos a los gobiernos aliados; e inmediatamente, como Stalin pretendía excluir a Francia de la ocupación de Alemania, fundándose en su insuficiente contribución militar, se volvió, furioso, contra el jefe ruso, que hubo de ceder también.
Fue despiadado con los "colaboracionistas", pero al mismo tiempo exigió a los comunistas — y lo obtuvo — que disciplinasen a la C.G.T., para que la fuerza obrera participase de buen grado en la reconstrucción del país.

El regreso
Aclamado como salvador de Francia, se retiró, de pronto, a su vieja mansión de familia.
Como dijera Péguy, una mística había degenerado en política, y él no era hombre para intervenir en ese juego escabroso. Se marchó, dando un portazo. Ya sabía Francia cuáles eran las condiciones de de Gaulle para que él consintiera en dirigirla.
Por espacio de doce años dejó que una mediocre comparsa —radicales, socialistas, demócratas cristianos, conservadores — midiera sus fuerzas con la áspera realidad. Francia perdió dos guerras coloniales, regateó lamentablemente con otras provincias de su imperio, envileció su moneda, perdió su independencia. El poder civil capituló ante una asonada militar.
Y sólo entonces, en 1958, de Gaulle salió de su retiro. Todos los partidos lo llamaban, porque no había otro medio de evitar la guerra civil. Dictó una nueva Constitución, aprobada por referéndum popular, y luego, por otro referéndum, la enmendó. Por primera vez en la era moderna, Francia abandonó el parlamentarismo; como en los Estados Unidos, todos los poderes los asume un presidente elegido por el pueblo. Nuevos veredictos populares le permitieron instituir la Comunidad Francesa, con quince naciones africanas independientes, y separar del territorio nacional a Argelia, la cual, tras siete años de guerra, no admitía nada menos que la soberanía absoluta. Y, finalmente, restableció la primacía del poder civil. Las barricadas de la sedición, en Argelia, se derrumbaban tan pronto como él aparecía en la pantalla de TV y mandaba: "Franceses, yo os' ordeno..."

El autócrata
Es, desde luego, un autócrata, con la singularidad de que reina en el país de los derechos del hombre. El régimen autoritario que él instituyó en Francia es también democrático, puesto que todas las decisiones del poder son confirmadas por plebiscito. La mayoría que le otorga el pueblo oscila siempre entre el 60 y el 80 por ciento.
Austeros juristas, apegados a las normas tradicionales, reconocen ahora que, en realidad, de Gaulle ha liberado al pueblo de las llamadas "soberanías intermedias".
Esta expresión sirvió en un tiempo para designar a los señores feudales que impusieron a Juan sin Tierra —y luego, en toda Europa, a los demás monarcas — la institución parlamentaria. Dios delegaba en el rey la soberanía, pero el rey no era sino el señor de un castillo y la compartía con los demás señores.
Después de la Revolución Francesa —primer movimiento totalitario—, la fuente de la soberanía fue el pueblo, y el pueblo la depositó en el Estado. Pero no toda. Una parte de ella fue retenida por la clase política, que actualmente ostenta, en todos los países, una soberanía intermedia. El poder es electivo, pero está limitado por Constituciones que obligan al pueblo a pronunciarse necesariamente entre dos o más representantes de intereses particulares, antagónicos del Estado. Es por eso —concluyen dichos tratadistas— que la democracia liberal invalida, de hecho, la democracia nacional y popular.
El pueblo francés aclamó esta doctrina porque la democracia liberal, cumpliendo su ciclo, había destruido al Estado. No es casual que fuera un primer ministro socialista, Guy Mollet, quien capituló ante los facciosos de Argel.
En 1958, el ejército, última reserva del Estado, reaccionó en defensa del Estado. No conspiró contra un gobierno: reclamaba un gobierno para Francia. Y cuando halló una instancia legítima a la cual subordinarse, lo hizo.
Los dos extremos de la política francesa se equivocaron con de Gaulle: los colonos argelinos, al apoyarlo; los comunistas, al combatirlo. Unos y otros creyeron que de Gaulle representaba también intereses particulares. Para él, sólo existe Francia o, para decirlo con sus palabras, "una cierta idea de Francia", que abrevó, de niño, en las lecciones de su padre.

La gloría y sus riesgos
Mejor aún: para él no existe sino Europa, con Francia a la cabeza.
El año pasado, de Gaulle se arrodilló —con Adenauer a su lado— en la catedral de Reims, donde se consagraba a los reyes carolingios. Unos meses más tarde cruzó el Rhin y se hizo aclamar locamente por el pueblo alemán: junto a él, otra vez Adenauer, que no podía disimular su asombro.
Esa curiosa experiencia, tal vez, persuadió a de Gaulle de que Europa se le rendirá, como se le ha rendido Francia. Su lógica sería ésta: si los alemanes olvidan, al verlo, tantos siglos de historia, ésa es la prueba de que ha nacido Europa.
Desde entonces, su torva intransigencia de antaño se ha manifestado contra Gran Bretaña —a la que pretende excluir de Europa— y contra los Estados Unidos, en cuyo gobierno se niega a delegar el poder atómico de disuasión. Ese es su reto: pretende construir a Europa sin las potencias anglosajonas y, si se resisten, contra ellas.
Probablemente, éste es el primer error de su vida. No puede llevar su extorsión hasta el fin, que es el vuelco de alianza!;. Al presidente Kennedy no le inmuta la posibilidad de una colusión franco-soviética, porque sabe que Kruschev prefiere entenderse con él antes que con de Gaulle. Puede haber muchas razones de antagonismo entre las dos mayores potencias, pero están ligadas, quiérase o no, por un interés común más vasto. Tienen necesidad de un acuerdo de desarme, porque acaban de percatarse de que sólo USA y la URSS, con sus inmensos gastos militares, están pagando el costo de la paz; y ese acuerdo de desarme debería concertarse antes de que otros países —Gran Bretaña, Francia, China— puedan utilizar el arma atómica como instrumento de negociación política.
De Gaulle sabe que su arsenal nuclear —cuando esté a punto, en 1970— será incapaz de destruir a sus enemigos. Pero no es ése su propósito. Lo quiere para "forzar la mano" a sus aliados. Si, en el futuro, la diplomacia rusa vetara una exigencia francesa, él podría amenazar con un ataque nuclear; Francia sería borrada del mapa, pero USA se vería obligada, contra su voluntad, a destruir a la URSS.
De ahí que Kruschev, si bien contempla con agrado todo aquello que tienda a la división de Occidente, se guardará muy bien de entrar en el juego de de Gaulle. En última instancia, confía en Kennedy para reducir el peligroso dinamismo de la política francesa, como Kennedy confía en Kruschev para limitar la política aventurera de Mao Tse-tung.
Página 17 . PRIMERA PLANA
26 de febrero de 1963

Ir Arriba

 

de Gaulle y Brigitte Bardot
Asamblea de Europa