El jueves de la semana pasada, tres millones de
egipcios —acompañados por jefes y personalidades descollantes del
mundo árabe, de Occidente y de Oriente— enterraron a su jefe máximo,
Camal Abdel Nasser. Para muchos, la unidad de Egipto y del Islam,
así como la posibilidad de pronta paz en Medio Oriente, eran
enterrados con el Rais. Refugiados palestinos que, hasta pocas horas
antes, cuando él estaba vivo, proclamaban a voz de cuello "Nasser
traidor", lloraron desconsoladamente su pérdida. Una oleada
general de aprecio por Nasser recorrió el planeta. Nixon estimó
grave su desaparición, y no pocos de los que acostumbraban a tomar a
Nasser como blanco de sus diatribas y críticas manifestaron un pesar
que, sin duda, permeaba el temor: la muerte de un estadista que
siempre se caracterizó por su habilidad política y diplomática para
navegar entre dos aguas y que, últimamente, parecía dar pruebas de
moderación al aceptar el plan Rogers, ¿abrirá el camino, en Egipto,
a un vuelco izquierdista, antipacífico? Solo Nasser —se dice— podía
lograr que los exaltados jefes nacionalistas de Sudán y Libia
apoyaran su aceptación del plan Rogers. ¿Qué habrá de suceder ahora
que su carisma ha cesado, en una constelación árabe tironeada por
diversas direcciones? ¿Qué será de la paz? Los futuros posibles.
Las tres preguntas están vinculadas entre sí, pero la suerte de
Egipto es el eslabón principal de esa cadena. Así lo entendió, sin
duda, el Kremlin: su delegación a las exequias del Rais no solo
estuvo encabezada por el premier Kosiguin; también acarreó
importantes jefes militares soviéticos y produjo declaraciones
tendientes a evitar que el terreno ganado por Moscú, con Nasser, se
achique con su sucesión. Es posible que pasen meses antes que la
herencia de Nasser, en lo político, quede claramente distribuida.
Nasser supo mantener congeladas tanto a las fuerzas derechistas y
abiertamente pro occidentales, como a las que persiguen intimidades
excesivas con la URSS. Pero esas fuerzas siguen existiendo, y
Nasser, no. Solo ahora podrá develarse una incógnita de la que, tal
vez, esos mismos sectores participan: cuál es su peso real, en qué
consiste su inter-equilibrio. Algunos temen que el sucesor
provisionalmente designado, el ex vicepresidente Anwar El Sadat
-52, fiel compañero de Nasser y uno de los 9 Oficiales Libres' que
con él derribaron al rey Faruk en 1952-, no se quede finalmente en
el poder: aunque menos flexible que Nasser, se lo considera
continuador exacto de su línea. Y es posible que no quede al mando
del nuevo Egipto: izquierdas y derechas, entonces, fincan sus
respectivas esperanzas en otros dos hombres. Ali Sabry es uno. Ex
comandante de la fuerza aérea, padeció acercamientos y alejamientos
del poder pendularmente simétricos a los que Nasser tuvo con la
URSS. Fue premier en 1964/65, vicepresidente de la República y
secretario general de la Unión Socialista (partido único en Egipto)
en octubre de 1965 pero resultó bruscamente despojado de sus cargos
cuando Nasser decidió despegarse un poco de la influencia soviética
en 1966, y retornó al puesto de secretario del partido cuando el
Rais, tras su derrota en la Guerra de los Seis Días, volvió a
depender exclusivamente del Kremlin para rehacer su aplastado
ejército. Hace unos meses, cuando Nasser visitó Moscú para acordar
una estrategia conjunta en Medio Oriente, Ali Sabry fue especial y
particularmente cultivado por Kosiguin y Brezhnev. También ahora,
durante las exequias del líder desaparecido. Enfrente se dibuja
la imagen de Zakaria Mohieddin. También él sufrió a consecuencia de
los zigzagueos políticos de Nasser: en 1968, cuando Sabry retornaba
por la puerta grande, él perdía su cargo de vicepresidente de la
República, en el que lo había sustituido. Mohieddin es considerado
un pragmático nada interesado en ideologías, sí en el desarrollo
económico de Egipto y en mayores amistades con Occidente. Abanderado
de los tecnócratas, prefiere un país más liberalizado, menos
fanatizado por la guerra religiosa, antes preocupado por sí mismo
-aún a costa de concesiones a Israel— que por el mundo árabe. Desde
el poder supo reprimir tanto a los derechistas Hermanos Musulmanes
como a los comunistas, y -se dice- lo apoya un sector del ejército
fatigado de tanta presencia militar soviética y más inclinado hacia
Washington. Pero cualquiera sea el hombre —la tendencia- que se
imponga, no podrá dejar de encuadrarse dentro de tres hechos
notorios: los líderes del Kremlin —también los norteamericanos-
están interesados en que el plan Rogers funcione, y así se apresuró
a hacerlo notar Kosiguin en un mensaje al pueblo egipcio que radio
El Cairo trasmitió el jueves los problemas económicos del país,
agravados por tantos años de desgaste bélico con Israel y aumentados
por el crecimiento constante de la población, adquirirán un peso que
el carisma de Nasser volvía más liviano; la falta de ese carisma
hará que el sucesor, antes que intentar el liderazgo del mundo
árabe, busque ampliar su base de apoyo nacional. Nasser podía
exhibir la nacionalización del canal de Suez como símbolo de su
determinación de lucha por "un Egipto grande". Sus compañeros apenas
pueden exhibir títulos módicos: los de acompañantes. Y un hecho
nuevo pesa sobre todo el horizonte del Islam: el creciente prestigio
político de la guerrilla de George Habash —su reciente derrota
militar en Jordania será superable en pocos meses si persisten las
actuales condiciones— ha convencido a más de un estadista árabe de
que Israel es un adversario circunstancial, que el enemigo esencial
son los raptores de aviones del FPLP. Los hombres de Arafat,
finalmente, solo quieren Palestina - piensan esos dirigentes—; los
de Habash pretenden mucho más: terminar con los regímenes feudales
de Jordania y los emiratos — y aun con los sistemas políticos
nacional-populistas de Egipto, Siria, Irak— para implantar el
socialismo marxista. La constelación arábiga. El propio Nasser lo
sabía. Siempre prefirió que la mayoría de refugiados palestinos
siguiera en Jordania —a fin de evitarse problemas él- y fue
debidamente informado —con 3 semanas de anticipación— de que el rey
Hussein iba a dar un golpe decisivo contra los fedayinn el mes
pasado. Como Hussein, Nasser fue sorprendido por la prolongada
resistencia de los guerrillera palestinos. Cuando, el 26 de
setiembre, se concertó el armisticio entre los beligerantes, no tuvo
más remedio que condenar "la masacre de palestinos" que, de algún
modo, convalidó. Tampoco Irak movió un dedo contra Hussein: el
gobierno de Bagdad, siempre rápido para ahorcar a "espías judíos",
prefirió la inmovilidad absoluta de los 12.000 hombres de su
ejército estacionados en Jordania; asistieron impasibles a la
derrota de los mismos guerrilleros que supieron alentar, y a quienes
no se cansaron de prometer una ayuda que nunca concretaron. Solo un
sector del gobierno sirio apoyó con tanques a los fedayinn; los
retiró a los 3 días: la confesada presión de Moscú también inclinó a
Damasco hacia la pasividad. Nada tuvieron, pues, que reprocharse los
pasatistas soberanos del Kuwait y de Arabia Saudita: en voz alta,
proclamaron que retiraban sus subsidios al rey Hussein, pero "a
fines de la semana pasada, en los pasillos de El Cairo, explicaban
que, en realidad, los iban a aumentar. En torno al problema de
Habash hay unanimidad cierta del complejo espectro político del
mundo árabe. Pero es el único tema en el que pueden coincidir los
autosedicentes socialismos de Egipto, Libia, Sudán, Argelia, Irak,
Siria y Yemen del Sur, esa ala izquierda del Islam, .con los
regímenes pro occidentales de Marruecos, Jordania, Arabia Saudita,
Kuwait, El Líbano y Yemen, Nasser podía intentar la imagen de una
unidad del mundo árabe que, en la práctica, nunca existió. El propio
Rais, últimamente, viraba desde su interés por la Mesopotamia árabe
hacia el polo de atracción ofrecido por el África árabe: el sudanés
Jeafar el Numeiry y el libio Muammar el Kadafi le proponían
seguridades -ideológicas y petrolíferas— mayores que el partido
Baas, quebrado en una violenta hostilidad entre su ramal sirio y su
ramal iraqués; que el rey Hussein, harto del tutelaje nasserista;
que el rey Feisal de Arabia o el emir del Kuwait, siempre sustraídos
a él; que cualquier gabinete libanés, más enfrascado en sus deseos
de no verse arrastrado a la guerra contra Israel que movido por las
reclamaciones palestinas. Pero es evidente que ninguno de los
probables sucesores de Nasser estará en condiciones de intentar
siquiera el remiendo de un mundo que, desde el Maghreb hasta el
golfo Pérsico, exhibe una desgarrada diversidad. De todo tipo:
étnica, económica, política y aún religiosa. Lo cual,
objetivamente, confina desde el vamos al nuevo mandatario que ejerza
desde El Cairo a una esfera nacional. Precisamente por eso, piensan
algunos, podrá crecer la tentación para los halcones furiosamente
antiisraelíes del ejército de insistir en la guerra como medio de
adquirir prestigio súbito y sonante. Antes, claro, deberán adueñarse
del poder. Esperanzas. Pero aún en ese caso —improbable— chocarán
con los dilemas básicos que se endurecieron durante los últimos días
de Nasser y, tal vez, le costaron la vida: el problema palestino, en
primer término. Los cañones de Hussein lo aplazaron, pero el lapso
que creó será cegado por las consecuencias de la muerte de Nasser.
El tiempo que tarde en aparecer el sucesor también será de impasse
para las negociaciones de acuerdo en Medio Oriente. Washington y
Moscú querrán asistir y aun influir sobre el proceso interno egipcio
antes de replantear, sobre las bases resultantes, cualquier
conversación de paz. Mientras tanto, las dificultades aumentan.
La tregua concertada entre los guerrilleros y Hussein traslada los
primeros a las zonas fronterizas con Israel, acercándole la amenaza
de incursiones permanentes apenas los fedayinn se repongan de la
catástrofe sufrida. El gobierno israelí ya anunció que tomará
medidas militares en ese caso. Es posible, sin embargo, que el
propio Hussein se le adelante en la demanda. Arafat quedó en minoría
en la comisión controladora del acuerdo -presidida por un marroquí
moderado, un representante jordano y un palestino— y muchos se
preguntan si, aún enfrentando a Habash, soportará sin chistar la
desventaja. Es probable que el monarca hachemita quiera la
impaciencia de Arafat: le dará pretexto para golpear nuevamente a
los fedayinn y terminar con lo empezado. ¿Será éste el final de
ese problema: por exterminio? Solo Arafat insiste en abolir el
Estado de Israel, reclama una Palestina árabe. El Nasser de los
últimos tiempos ya no hablaba de "arrojar los judíos al mar" y
aceptaba la existencia de Israel, como casi todo el mundo árabe. No
habrá otro Nasser, ahora, y la mayoría de los observadores esperan
una situación congelada —ni paz ni guerra en Medio Oriente- durante
un tiempo. Pero cabe una esperanza: que la muerte de Nasser abra,
para ambas partes en conflicto, un período de revisión política que
conduzca, por lo menos, a tantear oficiosamente algún acuerdo. El
jueves de la semana pasada, Moscú proponía -reiterando un globo de
ensayo lanzado ya por la Casa Blanca— la instalación en Medio
Oriente de una fuerza conjunta soviético-norteamericana para
controlar una tregua que está a un mes de fenecer; no parece el
camino adecuado. Abba Eban, el canciller israelí, ofrecía prolongar
el cese del fuego a condición de que El Cairo reiniciara las
negociaciones indirectas en Nueva York; pero si Israel se retiró de
aquellas fue debido a las violaciones egipcias de la tregua,
cometidas con conocimiento y consentimiento del Kremlin, de modo que
la propuesta de Eban evoca la gran dificultad. Es que también de
Estados Unidos y de la URSS depende que, desaparecido Nasser, se
allane el camino de la paz en Medio Oriente.
UN CAUDILLO
Con la muerte de Gamal Abdel Nasser pierden el mundo árabe su
caudillo máximo y Egipto el conductor que lo ubicó en un primer
plano mundial, aunque le deja la secuela de dos guerras perdidas y
la herencia de una política que, al margen de sus logros en el orden
interno, llevó una y otra vez a su patria a la encrucijada y a la
derrota. Principal artífice de la revolución que derribó a la
monarquía, y en cuya jefatura terminó por suplantar al general
Naguib, Nasser emprendió la modernización y el desarrollo de su país
con una obra ingente que lo convirtió en símbolo de los movimientos
de liberación del tercer mundo, y que por sí sola hubiera bastado
para asegurarle los títulos con que pasará a la historia. Pero
Nasser se convirtió también en punta de lanza de la implacable
hostilidad contra Israel, que le proveía una bandera para afirmar su
liderazgo sobre todo el mundo árabe, aunque más de una vez entró en
conflicto con los gobernantes de países hermanos cuando quiso
imponerles —como en el Líbano en 1958 o en la fracasada unificación
con Siria— una tutela que estaba implícita en su filosofía de la
revolución. Hijo de un modesto funcionario de correos, brillante
oficial de un ejército cuyos cuadros jóvenes, provenientes de la
clase media, aparecían preocupados por el destino de Egipto, Nasser
y el grupo de oficiales libres que él encabezaba llegaron a expresar
un estilo, el del ejército en el poder, denominado incluso con su
nombre, nasserismo, y definido como un régimen de partido único y de
rígida dictadura, instrumento para el logro de objetivos nacionales.
En los días de acceso al poder pudo creerse que era el hombre
indicado para lograr la paz con Israel. Cuatro años antes,
prisionero de los israelíes tras una valiente actuación en el sitio
de Falujah durante la guerra de 1948, se hizo amigo de su captor
Igal Alón, hoy vicepremier de Israel, y en largas charlas con él y
otros oficiales, coincidían en enfoques que pudieron asegurar la
convivencia egipcio-israelí. Pero Nasser también pagó tributo al
mito (único factor de unificación de un mundo dividido a pesar de
sus proclamas de unidad) según el cual Israel es la fuente de todos
los males del Medio Oriente. Es el complejo de frustración de un
vasto conglomerado de cien millones de almas, cuyas naciones
lograron la independencia entre las dos guerras y después; poseen
riquezas y potencialidades ilimitadas, todavía por desarrollar, y
donde el petróleo y los intereses estratégicos se combinan con una
estructura feudal de la sociedad con la que chocan las legítimas
pero confusas aspiraciones de los pueblos árabes, canalizadas muchas
veces hacia dictaduras militares, en cuyo apoyo rivalizan hoy Moscú
y Pekín. Sacar a los países árabes de su atraso es una obra
ciclópea, y Nasser la intentó en Egipto, no sin éxito en algunos
terrenos, como el de la industrialización y el aumento de la
producción. Dos nombres sintetizan otros tantos logros: la represa
de Assuan y el complejo siderúrgico de Helwan, que hoy alcanzan
resonancia más positiva que aquello que fue en 1956 su más alto
timbre de orgullo: la nacionalización del canal de Suez. La
represa de Assuan es una realización gigantesca, susceptible de
trasformar la fisonomía física y socioeconómica de Egipto en una
generación. Nasser la hizo construir con ayuda decisiva de la Unión
Soviética, a la que se volvió en demanda de apoyo, precisamente
cuando Foster Dulles le retiró la financiación norteamericana, a
raíz de la confiscación de intereses extranjeros en el canal de
Suez. Este fue un paso crucial que abrió las puertas del Medio
Oriente a la influencia de Moscú, que el rearme provisto por los
rusos remachó cada vez más hasta hacerse excluyente tras la derrota
en la Guerra de los 6 Días. Ahora el canal está clausurado hace
más de 3 años, y la reiteración de su nombre en los titulares de los
diarios evocaba la peor secuela de esta guerra perdida, con el
enemigo a sus orillas, parte del territorio nacional ocupado y una
guerra de desgaste que Nasser proclamó y volvió a perder tras los
duros bombardeos israelíes, que provocaron finalmente la
introducción de misiles soviéticos y una intervención directa y
masiva de expertos militares rusos en Egipto. Tras la pesadilla
de la derrota, Nasser había reaccionado ofreciendo una renuncia que
fue rechazada en manifestaciones multitudinarias. Sin duda previo
este resultado, que probó la inmensa gravitación que ejercía sobre
las masas egipcias que seguían viendo en él al líder irreemplazable.
Solo él pudo haber sobrevivido políticamente al impacto de la
catástrofe. Pero Nasser prometió a su pueblo la revancha, y
aunque la siguiera proclamando, debía comprender que recuperar por
la fuerza los territorios perdidos estaba fuera de su alcance, y que
valía la pena intentarlo por medio políticos. Ello acaso explique
por qué aceptó el Plan Rogers, aunque no aclara las actitudes
posteriores que frustraron la tregua. Lo hizo desafiando la reacción
de los extremistas que se oponen a todo acuerdo pacífico, impugnaron
su aceptación y precipitaron en Jordania una sangrienta guerra
civil. El último acto de su vida fue lograr un acuerdo que
pusiera fin a ese enfrentamiento, y es claro que la tensión de esos
días precipitó su fin. A la luz de ambas cosas —ese éxito y su
muerte— cobra dramática pero tardía actualidad un viejo aserto: "Si
algún caudillo árabe puede atreverse a hacer la paz con Israel, no
es otro que Nasser". Pero la gestión de paz está interrumpida, y
Nasser ha desaparecido de la escena en que se lo veía como el único
capaz de convencer a su pueblo de que ella era deseable.
ANALISIS - Nº.499 - 6 al 12 de octubre de 1970
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