Fuera de su país, nunca tuvo la misma difusión ni el mismo eco que
sus contemporáneos más célebres. En 30 años de actividad apenas
alcanzó a dirigir siete obras, pocas de las cuales llegaron hasta
Buenos Aires, pero no a sus circuitos normales de exhibición sino a
cineclubes. Dentro de unas semanas, sin embargo, logrará que una
película suya se estrene comercialmente. Suya, es una manera de
decir, porque murió en 1956 y la película se rodó en 1960. Pero La
epopeya de los años de fuego pertenece a Alexandr Dovchenko, él la
pensó y trabajó en ella, aunque la haya dirigido su mujer, Yulia
Sólntseva. Los manuales de cine gastan sus elogios en dos
pioneros de la industria soviética: Dziga Vertov y León Kulechov. Y
en dos máximos creadores: S. M. Eisenstein y Vsevolod Pudovkin. Una
menor cantidad de ditirambos se dedican a Dovchenko, aunque el
tiempo sigue probando que, después de Eisenstein —que era algo más
que un creador— el aporte más rico y perdurable es el de Dovchenko,
uno de los pocos poetas de la pantalla. Para instaurar su obra no
abusó del laboratorio, como sus colegas, ni construyó teorías ni
laberintos estéticos. Era un talento intuitivo, un emotivo que sabía
comunicarse sin ambages y que había alcanzado a vislumbrar y manejar
el poderío del cine, un poderío menos atado a las máximas de la
propaganda que al contacto humano y la belleza artística. Su opinión
de 1933 es aún sugestiva: "Posiblemente estamos, todavía, en una
etapa prehistórica del cine, porque su gran historia comenzará
cuando el cine deje su estructura de representación convencional y
crezca hacia una tremenda y extraordinaria categoría perceptiva que
lo abarque todo." Cuando esto decía, Dovchenko ya se había
ubicado a la cabeza de los realizadores de su generación.
Aprendizaje y consagración Nacido en Sosnitsa, Ucrania, en 1894,
hijo de labradores, soldado de la Primera Guerra, trabajó como
maestro de escuela hasta 1921, en que lo destinaron al servicio
consular (Polonia, Alemania); en 1923 regresó a Rusia e inició una
exitosa labor como pintor y dibujante humorístico en diarios y
revistas. "En junio de 1926, luego de una noche en vela examinando
mis logros hasta entonces, dejé mi departamento de Karkov y mis
útiles de pintura detrás, tomé el bastón y la maleta —donde había un
ejemplar de "Colas Breugnon" de Rolland— y me fui a Odesa, para
ingresar en un estudio de cine. Así, en la costa del Mar Negro, como
un hombre desnudo, empecé de nuevo mi vida. Tenía 32 años y pensaba
que el cine era el único arte fresco y nuevo, con enormes
oportunidades y posibilidades de creación." Su aprendizaje fue
rápido: tres películas en cuya realización y libretos colaboró
directa o indirectamente: Vasya, el reformista (1926), Los frutos
del amor (1926) y La valija diplomática (1927). Pero el verdadero
comienzo de Dovchenko se produjo en 1927 cuando, en cien días, filmó
Zvenigora, una antología de leyendas ucranianas que los directivos
del estudio de Odesa miraron con asombro: "No se entiende nada",
dijeron. Hubo dos personas que no opinaron lo mismo: les
mostraron la película para pedirles consejo y se levantaron
entusiasmados de sus butacas, al terminar. "Al encenderse las luces
sentimos que vivíamos uno de los instantes trascendentales del cine,
que teníamos ante nosotros a un hombre que renovaba ese arte",
escribió Eisenstein, una de aquellas dos personas; la otra, era
Pudovkin. Dovchenko opinó de Zvenigora: "Fue un catálogo de mis
posibilidades". Fue, no obstante, algo más: una extraña mezcla de
fidelidad folklórica y espíritu moderno, una especie de fábula
surrealista donde estallaban las cuatro constantes típicas de todas
sus películas: exaltación telúrica, un uso lírico de las imágenes,
humor y, sobre todo, la valorización de sus personajes. De las
leyendas, Dovchenko pasó a la historia reciente: Arsenal (1929)
relataba tres episodios en la Ucrania ocupada por los alemanes: una
catástrofe ferroviaria, una huelga, una insurrección aplastada. La
epicidad de Arsenal, un tono cultivado por Eisenstein (Poterakin,
Octubre) y Pudovkin (El fin de San Petersburgo), alcanzaba una nueva
dimensión: la de la emotividad, una calidez nunca lograda por el
cine soviético. Si Arsenal era una canción épica, Zemlia (La
tierra, 1930) fue un himno a su Ucrania natal; detrás de un tema
común de la época, la colectivización del suelo, Dovchenko
desplegaba un canto sencillo: su cámara rescataba la labranza, los
cielos nubosos, los trigales, con una inusitada potencia
descriptiva. Zemlia fue la cima del arte de Dovchenko, una pieza no
conformista, individual: tal vez por eso debió luchar contra la
censura y los ataques, desencadenados por un escritor allegado al
Kremlin, Demyan Byedny, que acusó en Izvestia al director de haber
hecho una película "antirevolucionaria y derrotista". Zemlia,
lógicamente, fue amputada.
Los años de fuego Menos
valiosas resultaron sus obras posteriores: Iván (1932), sobre la
construcción de una represa; Aerograd (1935), dedicada a la lucha
de los guardias fronterizos en Siberia, y Shchors (1939), tema
sugerido por Stalin y que fue motivo de agrias discusiones entre él
y Dovchenko: tres años pasaron en cotidianas visitas al Kremlin para
someter cada escena a los funcionarios y recibir su aprobación. Tres
años en que Dovchenko llegó a ser blanco de las iras de Beria.
Shchors fue un héroe de la Primera Guerra, un enfermero que ganó el
grado de general y expulsó a las fuerzas de invasión. El film sólo
atrajo por sus hallazgos visuales. En los años de la segunda
contienda, Dovchenko dirigió o supervisó tres documentales:
Liberación (1940), La lucha por Ucrania (1943) y Victoria en Ucrania
(1945). En 1948 presentó el que iba a ser su último trabajo:
Michurin, biografía de un científico cuyas teorías revolucionan la
agrobiología. La aridez del argumento fue apuntalada por Dovchenko
con su habitual atención a los datos puramente subjetivos de los
personajes y su desdén por la retórica ideológica. Pero, además, fue
apuntalada por una asombrosa utilización del color que convirtió a
Michurin en uno de los mayores experimentos en esa rama de la
fotografía y su rendimiento plástico. Desde entonces, Dovchenko
se retiró de los sets y preparó libretos de futuras películas: Taras
Bulba, Abriendo la Antártida, En las profundidades del cosmos, El
Desna encantado —a orillas de este río está la aldea donde nació— y
una trilogía sobre Ucrania: 1) la colectivización, 2) la lucha en la
Segunda Guerra, y 3) la época presente. Dovchenko tenía escrita
su trilogía y decidió comenzar a filmarla por la última parte, que
tituló El poema del mar. Un ataque cardíaco, la noche del 26 de
noviembre de 1956, se lo impidió para siempre. La dirigió en 1958 su
mujer, Yulia Sólntseva, ex actriz que protagonizó en 1924 uno de los
grandes éxitos populares del cine soviético: Aelita, de Protazanov,
se casó con Dovchenko en 1929 y colaboró con él en todas sus
restantes películas. En 1960, Yulia Sólntseva realizó la segunda
parte de la trilogía: La epopeya de los años de fuego y la estrenó
en Moscú, el 23 de febrero de 1961. Tres meses después recibía, en
el festival de Cannes, el premio a la mejor dirección. Ese trofeo
fue, esencialmente, un reconocimiento a Dovchenko, el espaldarazo
occidental a un indiscutido maestro del cine. Primera Plana
25.06.1963
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