EL PROCESO (The Trial, Francia-Alemania-Italia, 1962),
producción París-Europa, Ficit e Hisa, distribuida por Gala; libreto
de Orson Welles, aobre la novela homónima de Franz Kafka; fotografía
de Edmond Richard; escenografía de Jean Mandaroux; montaje de Yvonne
Martin. Elenco: Anthony Perkins (Josef K.), Romy Schneider (Leni),
Jeanne Moreau (Srta. Burstner), Orson Welles (el abogado), Madeleine
Robinson (Sra. Grubach), Akim Taminoff (Bloch), Elsa Martinelli
(Hilda), Arnoldo Foa (el inspector), Suzanne Flon (Srta. Pittl).
Director: Orson Welles.
No es la obra de un genio sino
de dos, la obra de Welles fiel a Kafka y de Welles fiel a sí mismo. Es,
también, la más violenta reflexión sobre el mundo moderno que haya
dado el cine: aquí está el hombre asfixiado por su laberinto de
cifras y máquinas electrónicas que no resuelven ningún enigma, el
hombre sumergido en sus campos de concentración, a la sombra de
estatuas ciegas; el hombre carcomido por la amenaza de los átomos y
por la malignidad de la Justicia. Lo que importaba en El proceso
de Kafka era la estricta normalidad (o, si se quiere, la estricta
falta de insolitez) que envolvía los hechos: una mañana, a las 6.15,
el empleado Josef K. es despertado en su cuarto por la irrupción de
tres policías, quienes lo declaran bajo arresto. Resuelto a saber de
qué se lo inculpa, K. se encara con un tribunal popular, vomita
palabras y justificaciones con un frenesí sospechoso, deambula
incansablemente de su casa a su oficina y de allí al Palacio de
Justicia y a la inacabable mansión de su abogado. No hay
respuestas en ninguna parte. Fastidiado por el peregrinaje, acude
finalmente al estudio de un pintor, que quizá tiene influencias ante
los jueces, para rogarle que interceda por él. Inútil, inútil: K.
acabará ejecutado en un terreno baldío, sin que sus verdugos hayan
pronunciado una sola palabra. Para Kafka, como se ve, el proceso de
K. era un hecho metafísico, una caída en el infierno, una despaciosa
espera de la muerte, pero una espera no terrorífica en sí misma sino
terrorífica en sus sobreentendidos: porque los movimientos de K. son
cotidianos, banales, libres de toda sorpresa. Welles casi no ha
introducido modificaciones en esa historia; al menos, ninguna
modificación contestable. Pero ha alterado toda la manera de
contarla, transformando en fuerzas tangibles y visibles los
elementos fantásticos que estaban sólo en la atmósfera de la novela:
aquí Welles deja de ser fiel a Kafka para seguir siendo fiel a sí
mismo, a la baraúnda barroca de su estilo, a los desplantes
expresionistas de su genio. Conviene examinar este vuelco paso
por paso. El primer impacto está en la concepción escenográfica, en
el decorado único y asfixiante donde Welles ha apretado toda la
historia: sí, es cierto, El proceso ha sido filmado en París y en
Zagreb, pero esa discontinuidad geográfica no importa, porque el
realizador ha yuxtapuesto un ambiente sobre otro para elaborar su
laberinto: la oficina de K. se comunica con el Palacio de Justicia a
través de un pasillo, el Palacio de Justicia con la casa del abogado
por un patio trasero, la casa del abogado con una catedral y la
catedral con la pensión de K. Un infierno al lado del otro, todos
los infiernos convertidos en una sola prisión. A esa deformación
se unen otras: cuando K. cierra la puerta del tribunal, esa puerta
es cuatro veces más alta que él; cuando visita al pintor, una maraña
de tablones con intersticios entre sí permite que un centenar o un
millar de chicos espíe a K. y lo hostigue, obligándolo a escapar por
un túnel interminable, un túnel hecho también de tablones y de
chicos mofándose; cuando finalmente Leni, la amante del abogado,
cierra sobre K. su asedio amoroso, el piso donde ambos se revuelcan
está atestado de expedientes, miles y miles de papeles que cortan la
respiración. Pero el aliento de Welles no sopla sólo sobre la
escenografía: también en los movimientos de cámara y en la
organización de dos o tres centros dramáticos simultáneos dentro del
cuadro puede verse su mano prodigiosa: una sombra, la del abogado
con su cigarro, puede interrumpir el galanteo amoroso de K.; una
panorámica brusca en el tribunal puede poner en evidencia el
desamparo del héroe; un travelling infinito en el túnel que comunica
con el estudio del pintor puede descubrir, de pronto, la inutilidad
de su peregrinaje. Es esa fusión entre el genio barroco de Welles
y el genio ascético de Kafka lo que da a El proceso su formidable
aire de grandeza. Hay una zona del film, una zona clave, donde
esa fusión resulta oscura: es la elección que Welles ha hecho de
Anthony Perkins para el personaje de K. Tanto en la novela como en
el film, K. es una figura dominante, es la figura a través de la
cual uno puede sentir o no sentir la historia. Según Kafka, K. era
un hombre casi gris, casi implorante, seguramente modesto y banal.
Un verdadero inocente. Welles ha transformado al K. de Perkins en un
desafiador, en una figura azuzante cuya rebelión contra la Justicia
es más febril que moral, más intelectual que emotiva. Dentro de
tales límites, el juego violento y preciosista de Perkins establece
una ruptura con la interpretación sólida, casi pasiva, de los demás
actores: una interpretación que es sensible, interior y conmovedora
en los casos de Romy Schneider y Jeanne Moreau, pero de Romy
Schneider sobre todo; una interpretación que destila sobriedad en
los de Akim Tamiroff, Suzanne Flon y el propio Orson Welles. Es
quizá a causa de Perkins que El proceso establece con el espectador
una comunicación más intelectual que pasional; a la primera visión,
el film entra por los ojos y los oídos, agrede o fascina, pero no
conmueve, no excita; sólo a la segunda o a la tercera, lo que Welles
ha querido decir estalla y resplandece: entonces, uno comprende que
la inocencia o no inocencia de K. importa poco, que por encima de
esa inocencia valen los testimonios de crueldad, malignidad y
oscuridad con que Welles pone al descubierto el mundo moderno.
También entonces, uno sabe que El proceso no es una genial obra de
hielo. Porque ese hielo quema. Revista Primera Plana
09.04.1963
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