"Soy un viejo dinosaurio que por primera vez se
arriesga a tomar sol", declaró Fritz Lang, la semana pasada, a la
periodista Michele Manceaux. entrecerrando su único ojo, el
izquierdo, mientras se acomodaba con el índice el parche negro y
brilloso que cubre el otro. Y sin embargo, a los 73 años (nació en
Viena el 5 de diciembre de 1890), parece demasiado enclenque para
ser un dinosaurio y demasiado jovial para creer en su vejez.
Desde que puso fin a su última obra, 'Los mil ojos del doctor
Mabuse' (1960), está quieto en su casa alemana: sólo ha salido de
ella para actuar a las órdenes de Jean-Luc Godard en 'Le mépris' (El
desprecio, 1963), simulando que era un realizador de films en trance
de contar la historia de Ulises; como Don Quijote, volvió a los
caminos a mediados de esta primavera europea, llamado por el
Festival de Cannes para presidir el jurado: allí lo abrumaron los
críticos, que sólo conocían de él su obra y sus manos,
invariablemente fotografiadas —como hace Hitchcock con su cuerpo de
108 kilos— en todos los films que realizó desde 'El señor del amor'
(Der Herr del Liebe, 1919). En sus infinitas conversaciones, Lang
desplegó una especie de testamento sobre lo que deben ser el cine,
los creadores y el público. "Un realizador, para ser tal, tiene que
conocer forzosamente la vida", dice la primera parte de su
improvisado decálogo francés; pero conocer la vida no significa,
para Lang, más que "una atenta lectura de los diarios, una minuciosa
observación de todo lo que está alrededor". A él mismo, a los 73
años, todavía no hay nada en la Tierra que deje de conmoverlo: "La
luz, una hoja que cae de un árbol, la transparencia de un martini.
Para un creador, nada es inútil. Hasta un film sin interés resulta
interesante." Hay ratos en que Lang abre todo lo que puede su
pequeño ojo transparente —un ojo que parece estar hecho de agua— y
se acuerda entusiasmado de los viejos tiempos en que llegó a
Hollywood, huyendo de un Goebbels que le ofrecía equívocamente la
dirección de la cinematografía en el III Reich, aun a pesar de su
origen judío, y descargó sobre el azorado público de USA un tumulto
de films con personajes pesadillescos. Fury (Furia, 1936) fue el
primero; Beyond a Reasonable Doubt (Más allá de la duda, 1956), el
último. De entonces data su amistad con Charles Boyer, a quien
reencontró en el jurado de Cannes y con quien este alemán parco,
incapaz de sonreír, se dio su único abrazo francés. "Treinta años no
son nada — le decía Lang—. Como si fuera ayer." Los años parecen
haberlo vuelto más aferrado a sus ideas de la preguerra: cree, por
ejemplo, que el cine no ha cambiado nada desde los tiempos en que
realizó 'M' (1932), su primera obra sonora. "El único cambio es el
sonido, —dice—. Demasiado poco para tanto tiempo." No es un hombre
que hable demasiado, aunque parezca dispuesto a escuchar las
peroratas de todo el mundo. Gianni Canova, un italiano enviado a
Cannes por el Corriere della sera, de Milán, cuenta este diálogo
entre Lang y el realizador francés René Clément, el primer día de la
muestra: "Clément se detiene frente al hotel Martínez en su potente
automóvil americano. Lang acaba de levantarse y sale para desayunar,
en algún lugar de La Croisette (la avenida costanera de la ciudad).
Clément sonríe con toda la boca: —Bonjour, monsieur Lang. Sin
que se le mueva un músculo de la cara, Lang contesta: —Oh,
ponjur, pessié Clément. —Monsieur Lang —insiste el francés,
deteniéndolo—. Me dijeron que usted se levantó anoche de su asiento
antes de que el film terminase (se exhibía una obra japonesa, 'La
mujer de la arena', que acabó por recibir un premio especial).
—No es cierto —contesta el alemán, secamente—. Nunca me levanto
antes del fin. Cuestión de honor entre ladrones. Hace un ademán
de seguir adelante, pero Clément no se percata: —Dígame, Lang,
¿cuáles son sus reglas de juego? ¿Qué lo mueve a hacer un film?
—No hay reglas —contesta el viejo dinosaurio—. Todo lo que es
interesante está permitido. La única cosa que uno no debe permitirse
es la cargosería. Si eso no era una indirecta, Clément había
perdido toda su inteligencia. Pero no la había perdido. Arrancó
furiosamente con su coche y desapareció. Esa fue la única vez que vi
sonreír a Lang." Nadie sabe lo que el viejo alemán está haciendo
ahora, porque él se ha cuidado de callarlo. Sólo una noche, hacia el
final de su viaje francés, cuando él salía de ver Los paraguas de
Cherburgo``, le contó a Charles Boyer que estaba trabajando "en el
próximo de mis errores. Tengo apenas una ideíta, y la he titulado
'La rebelión de los muertos'. Yo soy uno de los rebeldes". La
afirmación parece injusta, porque si hay un ser humano que "tiene el
aire de no morirse nunca es justamente este viejo caballero alemán,
que está calvo, renquea y tiene que ponerse un monóculo en su único
ojo sano cuando quiere leer. Página 38 - PRIMERA PLANA 9 de
Junio de 1964
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