Ella, 33 años; él, 16. El trágico epílogo de un romance
incubado en circunstancias poco comunes desata una polémica
de nunca acabar. Aquí se cuenta la historia de ese breve
amor, y de las culpas inferidas a Gabrielle por haber puesto
en tela de juicio la moral colectiva de toda una sociedad,
de toda una generación. "Aquí no ha pasado nada", parecía
decir la mirada muda del portero, a pesar de que apenas dos
horas antes una ambulancia policial acababa de llevarse de
allí un cadáver. Fue el segundo lunes de septiembre, en
Marsella: el verano francés todavía no había hecho sus
valijas para cruzar el ecuador. No había pasado nada, no:
anotar un suicidio en los archivos, enterrar un cadáver
previa autopsia, cerrar un proceso por muerte del reo, es
apenas una rutina en cualquier ciudad mediana, cuanto más en
Marsella, tradicional puerto de intrigas donde nunca
faltaron hechos de sangre ni negras historias en torno de
ellos. Apenas un suicidio, ni siquiera un buen homicidio
alevoso: tan poca cosa parecería incapaz de conmover a
nadie. Y sin embargo, la muerte de Gabrielle Russier estalló
como un escopetazo en la nuca de la conciencia colectiva
francesa, esa vieja dama indigna. De pronto, todos se
supieron un poco cómplices de la moral burguesa: los
izquierdistas con auto en la puerta, los magistrados
conservadores, los legisladores de centro, los jueces, las
prostitutas y los alumnos del secundario. Una oleada de
opiniones casi desentierra a Gabrielle de su tumba, cuando
aún no se había acomodado en ella. "Estoy indignado. La
parte jugada por la sociedad en la condena y muerte de la
señora Russier me parece un atentado a la libertad humana",
dijo el escritor Marcel Jouhandeau. El director de cine
Claude Chabrol también protestó: "Todo esto es innoble. Es
el magnífico resultado de la hipocresía, y demuestra hasta
qué punto toda una forma de sociedad debe ser revisada".
Jean-Paul Sartre expresó su "condena total". Roger
Peyrefitte declaró: "El caso Russier me ha tocado
profundamente. La sociedad todavía encuentra condenables las
relaciones de cierta especie entre preceptor y alumno".
"Este drama me ha golpeado —confesó André Cayatte, el autor
de 'Somos todos asesinos'—; me tiene de tal modo obsesionado
que he decidido hacer un film sobre el tema. No un film de
fantasía, sino un film realista, casi documental". Pero,
¿quién fue Gabrielle Russier? ¿Qué le pasó? ¿Por qué murió?
Todos se sienten obligados a lamentar su muerte, paro ¿quién
la mató?
GABRIELLE, O LA SOLEDAD En 1968, cuando
tuvo lugar la primera parte del drama, Gabrielle tenía 32
años. Casada y divorciada, con dos hijos mellizos de 9 años,
era reconocida como una de las mejores profesoras de francés
y literatura del liceo Marsella Norte. Para sus colegas era
una muchacha seria e inteligente, y una responsable y
estudiosa experta en su materia. Para los vecinos, una
señora separada que adora sus chicos y los tiene a menudo
consigo (el resto del tiempo están con su padre, un
ingeniero, con quien Gabrielle mantiene una relación
razonablemente amistosa). Para la sociedad es la hija de un
abogado respetable y de una conocida ex maestra, sensible y
amiga de la música, que ahora mueve su parálisis en un
sillón de ruedas. Para sus alumnos, Gabrielle es vachement
sympa (más simpática que la gran siete): se le puede
disculpar su seriedad, su aire modoso y tímido, y hasta su
aspecto no muy agraciado, en nombre de sus ideas de
vanguardia, sus modales nada pomposos con la clase, lo
juvenil de su trato comprensivo con el grupo de
adolescentes. Algunos alumnos se interesan en la materia
—y de paso buscan apoyo en esa mujer adulta que sin embargo
"los entiende"—, y Gabrielle los invita a menudo a su
departamento: el grupo discute de política, de arte, de
cine, escucha música, cuenta sus problemas. Alumnos y
profesora se tutean: los más audaces le ponen un apodo
—Gatito, así, en castellano—; ella se entera y lo acepta
públicamente, divertida y halagada. Esas reuniones son el
consuelo de su soledad afectiva: después de su divorcio, no
se le conocen amores. Entre esos alumnos hay uno
particularmente tímido, a pesar de su barba "a la cubana" y
otros rasgos de fiereza puramente exterior. Ni siquiera se
atreve a tutear a Gabrielle, pero la escucha de una manera
distinta: se llama Christian, y tiene 16 años.
CHRISTIAN, O LA SUMISION Los padres de Christian son
profesores en la cercana ciudad de Aix-en-Provence, y se los
conoce como "gente de avanzada". Ambos militan en el
comunismo, y dentro de él en las fracciones más
izquierdistas. Simpatizan con esa profesora de cuyas ideas
han oído decir que son de vanguardia, francamente
revolucionarias en su concepto, y les parece muy bien que
Christian frecuente el grupo que ahora se reúne con
asiduidad en lo de Gabrielle. Christian les hace caso. En
mayo de 1968 arde París y el movimiento se propaga
rápidamente a las ciudades menores de Francia. Una confusa
mezcolanza de antigaullistas de izquierda —entre quienes
revistan desde anarquistas hasta comunistas, pasando por un
sinnúmero de fracciones maoístas independientes,
socialcastristas y de otros rótulos incomprensibles fuera de
Francia— intenta una nueva Comuna. No son, ni mucho menos,
militantes disciplinados, y a menudo confunden la política
con la filosofía, la moral y los principios individuales;
uno de sus slogans favoritos reza: Cuanto más hago la
revolución, más quiero hacer el amor; cuanto más hago el
amor, más quiero hacer la revolución. Los padres de
Christian apoyan ese movimiento e invitan a Christian a
apoyarlo también. Como un buen chico, él participa en la
toma de su liceo y se encuentra con que Gabrielle, la
profesora tímida, también está allí. El encuentro toma
entonces una nueva dimensión. La sensación de que todas las
barreras han sido abolidas cunde en el ánimo de los
"revolucionarios": creen que una sociedad se puede derrumbar
en un día, que las viejas ataduras mentales se disuelven en
una semana. Son felices, con esa libertad que los quema y
entusiasma. Chris y Gabrielle no son ajenos a la euforia, y
en medio de la batahola hacen "el amor y la revolución", se
enardecen en la lucha política tanto como en una relación
afectiva y sexual.
PASION Y MUERTE La revuelta de
mayo de 1968 en Francia no fue muy cruenta en vidas, pero
quizás sí en ilusiones. Cuando todos creían haber
cambiado de mundo, he aquí que las barricadas se retiran,
las fábricas vuelven a funcionar, las escuelas retornan a
llenarse de adolescentes como antes. Gabrielle y Christian,
perplejos y enamorados, están de pronto solos. Es ella la
que toma la iniciativa: irán a hablar a los avanzados padres
de él, para convencerlos de que les concedan su bendición.
Piensan vivir juntos, quizás casarse. El señor y la señora
—su apellido no trascendió porque su hijo era menor de edad—
pegan un respingo: una cosa es que el nene se tire una
canita al aire, o que se divierta ocupando colegios, y otra
muy distinta que se vaya a vivir con su profesora. ¿Y los
dos hijos de Gabrielle? ¿Y la carrera de Chris? ¿Y las
buenas costumbres? ¿Y la diferencia de edades? La profesora
fue despedida de la casa con malos modales y con la
recomendación de dejar tranquilo a Chris. Después, los
padres del muchacho reclaman la vuelta al hogar de éste,
echan mano de un abogado, de asistentes sociales, de amigos
influyentes: todos van a hablar con Gabrielle, pero en vano.
El muchacho, a pesar de sus arraigadas pequeñeces burguesas,
cobra ánimos por momentos al ver a esa mujer peleando por
amor a él. En un nuevo intento, los padres consiguen que
vuelva a casa: él ya ha cumplido los 17 y convence a
Gabrielle de que lo mejor será verse a menudo sin vivir
juntos, esperar hasta la mayoría de edad. Pero era una
trampa. Chris es mandado a un colegio distinto (lo deja), a
casa de su abuela en los Pirineos (se escapa), prácticamente
encerrado en su casa (huye). Un día de noviembre pasado,
un oficial de justicia, en nombre del juez de menores,
golpea la puerta de Gabrielle, pide la restitución de Chris
a su casa paterna, amenaza a la "secuestradora" con un
arresto. Ella, desafiante, dice que si es arrestada su
amante se suicidará. El oficial no le cree —o conoce mejor
que ella a los adolescentes— y se la lleva, no más.
Efectivamente, el muchacho no hace ni el menor intento de
quitarse la vida, y Gabrielle es detenida mientras se le
inicia juicio por presunta corrupción de menores. Es
notable el grado de contradicción que puede albergar la
sociedad francesa. Los mismos que alegan en favor de la
abolición total de los prejuicios, y por tanto a favor de
Gabrielle, gimen horrorizados su estupor al ver que la
profesora es encerrada junto a prostitutas y ladronas: al
parecer, cuando una joven señora de vanguardia es
encarcelada, debe estar sólo en contacto con sociólogos y
músicos, con algún premio Nobel en desgracia. Se la deja en
libertad, vuelve a encontrarse con Chris, vuelve a ser
encerrada el 14 de abril pasado. Dos meses más tarde se le
permite esperar en su casa el fallo del juez: recién el 11
de julio el magistrado la condenó a doce meses de prisión,
una pena que quedaba automáticamente comprendida con la
amnistía dictada poco antes por el presidente Pompidou.
Entonces sucede lo imprevisto: el procurador general, de
apellido Caleb, pide que la pena sea aumentada a 13 meses,
de modo de poder soslayar la amnistía. Nadie entiende tanto
rigor, y algunos dicen haber visto a Caleb, el mismo día en
que presentó la apelación, almorzando con el rector del
liceo de Marsella Norte. Si fue así, todo parece un complot
para "dar un buen escarmiento" a toda profesora dispuesta a
enamorarse de sus alumnos, un acto de moral pública
destinado a separar de un tajo a dos generaciones. Lo
cierto es que las cosas nunca fueron peor para Gabrielle:
Chris vive con sus padres, ha dejado los estudios, se ha
infligido como penitencia el trabajar en una empresa que
barre las calles, y espera la mayoría de edad con una
insólita paciencia. Pero no para casarse: según explica a
Gabrielle, se enrolará en la Marina. Desesperada, la
profesora se interna en un sanatorio para hacer una cura de
sueño prolongado. Cuando retorna a Marsella comprende que ha
perdido todo, que no sólo debe vivir sin Chris, sino que su
carrera docente ha quedado interrumpida por el escándalo. El
domingo 14 de septiembre Gabrielle sale a comer un bife de
costilla, vuelve a su casa, le pide a la vecina del piso de
abajo que le cuide el gato, se encierra en el departamento.
El lunes a las dos de la tarde la portera pasa frente a la
puerta de Gabrielle y siente olor a gas. Llama a la policía.
Junto al cadáver de la ex profesora de francés no hay
ninguna carta, ninguna nota; solamente algún poster del Che
Guevara en las paredes, las camas de sus hijos, para cuando
vienen a pasar con ella unos días. El miércoles llega Chris,
se para frente a la puerta clausurada por las fajas de papel
que pegó la policía, se va. Los vecinos dicen que tenía "un
aire calmo".
EPILOGO ¿Quién mató a Gabrielle? Ella
misma, y nadie más, podría pensar un psicólogo. Su poco
decidido amante, conjeturan las jovencitas. La sociedad,
puede ser que digan sus compañeros de ideales. Los
izquierdistas padres de Chris, siempre inconsecuentes,
declararon algunos observadores de derecha. "Los jueces y el
sistema judicial y carcelario", se lavaron de manos los
demás. Dentro de pocos meses Chris tendrá 18 años y podrá
embarcarse en un carguero, alejarse de quienes ahora lo
miran tratando de entender. Desde los muelles de Marsella lo
verán partir los caballeros respetables, las señoras que
nunca hicieron nada incorrecto (y se aburrieron en paz, o se
liberaron furtivamente), los padres dispuestos a que sus
hijos avancen hacia el futuro... pero de a poco. Revista
Siete Días Ilustrados 03.11.1969
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