(HACE 14 AÑOS QUE VARGAS SE PEGO UN TIRO] La
detonación estalló plena, patente, y el Palacio Catete se conmovió.
A las 8.41 de la pegajosa mañana del 24 de agosto de 1954, Getulio
Vargas, el HACEDOR del BRASIL POTENTE, colocó un revólver frente a
su conciencia y una bala furiosa salió humeante. El corazón se
partió en diez pedazos. Primero entró su hijo, Lutero y después,
Darcy, su mujer que gritó horrorizada: "¿Por qué hiciste eso Getulio
...?" Pero Getulio ya lo tenía decidido; esa noche cuando 26
generales de aviación y 32 generales de ejército fueron a plantearle
la necesidad de su dimisión, Vargas fríamente les contestó;
"Señores; de aquí salgo o arrestado o MUERTO". El impulsor de VOLTA
REDONDA, el generador de un Brasil con conciencia social, el
constructor de jóvenes generaciones políticas —Jango Goulart, el
inolvidable Kubitscheck, Janio Quadros, son hombres de su formación—
era otra vez agraviado y difamado. Su pueblo lo quería; los factores
de Poder lo negaban. Se dio su propia paz en el plomo. Hace algunos
días también fue a acompañarlo Darcy, que repentinamente falleció en
Copacabana ... Carlos Dobarro convivió con G. V. y nos da
detalles de las horas vividas.
"EL presidente Justo tenía una
de las bibliotecas más notables que he conocido en mi vida. Y no era
para mostrarla a las visitas ni para vanagloriarse del número de sus
libros. Tengo la seguridad de que los había leído, porque su
ilustración sobre una asombrosa variedad de temas lo convertía en un
erudito de excepción". Quien así nos hablaba no decía "el
presidente Justo", sino "o presidente Yusto". Había terminado el
escrutinio de las elecciones brasileñas de octubre de 1950 y Getulio
Dornelles Vargas volvía a ser presidente del gran país
latinoamericano. Una avalancha de votos "marmiteiros" (el
equivalente de los "descamisados") y de anchos sectores del
electorado restituía a GG (Yeyé) la primera magistratura de la
Nación.
El autor de estas líneas había acompañado a Vargas
en buena parte de la campaña proselitista a través de la prodigiosa
geografía del Brasil, como enviado especial de la Agencia Latina de
Noticias, un organismo de muy reciente creación en ese entonces y
cuyo capital en forma de sociedad anónima, estaba integrado en su
totalidad por inversores brasileños. Convendría añadir que no podía
ser de otro modo por exigirlo expresamente la ley de prensa que
Getulio sancionó en su mandato anterior. "Vamos a festejar la
victoria de mi pueblo con unos buenos churrascos y unas rondas de
mate en tierra "gaucha". Desde Sao Borja, donde he pasado todo este
tiempo, podrá ver su patria argentina, de modo que no le asaltarán
las saudades. Y allí mis compatriotas hablan un portugués tan
castellanizado que cuando llegan a Rio —no digamos más al Norte— no
los entienden", me dijo un día GG. * * * En estos días de
agosto se cumple un nuevo aniversario de aquella mañana en que la
mano firme de Getulio Vargas disparó el proyectil que le atravesó el
corazón. Brotaron las más abstrusas interpretaciones sobre los
motivos de esa actitud e incluso se habló de la desilusión provocada
en el ánimo del estadista por desventuras de índole familiar. Son
vanos intentos de complicar con ribetes de melodrama, un pase
determinado por una indomeñable voluntad final. Varones de la
verticalidad de Vargas —como Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga o
Lisandro de la Torre— no adoptan decisiones tan tremendas por el
desencanto fugaz de un contratiempo en una instancia cualquiera de
sus azarosas vidas. Siempre me he resistido a entregar a la
prensa un resumen de aquellas conversaciones con Vargas en la calma
campesina de Uruguayana. Hubiese preferido replegar la memoria, para
una sola vez, en la tarea más remansada y menos bulliciosa del
libro. La dirección de EXTRA me las ha solicitado y he llegado a la
conclusión de que, a casi veinte años de aquellos coloquios, acaso
puedan servir para esclarecer los pensamientos de GG en relación con
la Argentina. * * * "El presidente Justo siempre decía: No hay
niña sin amor, ni sábado sin sol, ni vieja sin dolor". Y los ojos
acerados de Getulio reían tras los bifocales, sostenidos rectamente
por las patillas de acero. Su cortante laconismo de luchador, cedía
ante el respetuoso elogio al ex presidente argentino que había sido
su amigo. Y él, que había perdido a su hijo mayor —Getulinho— en
dramáticas circunstancias, ponía un subrayado de resignada protesta
cuando eludía a la trágica muerte de Eduardo Justo en el desastre
aéreo de Itacumbú. Vargas y Justo se habían encontrado en las
márgenes del Uruguay para poner los pilares iniciales del colosal
abrazo fraterno que es, desde hace tiempo, el puente internacional
que va de Paso de los Libres a Uruguayana. En el viaje de regreso a
Buenos Aires, una de las máquinas de la comitiva —la que piloteaba
el coronel Abraham Schwelzer— desviada por una inesperada tormenta,
se abatió en suelo uruguayo. * * * Por esos días se disputaba
en esta capital un torneo internacional de básquetbol, al que sus
organizadores atribuyeron categoría de virtual campeonato mundial.
Fue el mismo que costó su puesto a Miguel Ángel Bavio Esquiú, el
cronista que popularizó el seudónimo de Juan Mondiola, al poner en
duda la pretensa representación que invocaba el Denver Chevrolet,
vencido por el conjunto argentino en el ardoroso encuentro final.
Terminada la comida, Vargas y yo salíamos a caminar, fumando
nuestros imponentes charutos. Al mediodía siguiente, sin que yo le
mencionara el tema, me confiaba: —Que satisfechos deben estar
ustedes, los argentinos, con esta serie de triunfos internacionales
en el deporte. Y conste que me alegro tanto como si la victoria
hubiese correspondido a nuestros colores, porque lo que deseo para
mi país, no tengo inconveniente en compartirlo con los hermanos
latinoamericanos. Solo unos meses atrás Brasil había perdido en
el match decisivo el campeonato mundial de fútbol. El maravilloso
estadio de Maracaná, construido con la secreta ambición de que fuese
escenario de la consagración de un elástico tropel de malabaristas,
albergó por irrisión a 160.000 espectadores, atónitos ante el
despliegue del gallardo vencedor uruguayo. Y por contraste, el
deporte argentino exhibía contemporáneamente páginas gloriosas para
asombro de titulares. Juan Manuel Fangio, los campeones olímpicos
Pascual Pérez y Rafael Iglesias, los hermanos Vilas Castex, los
ajedrecistas, solo superados por los maestros soviéticos, una
seguidilla de halagos continentales en fútbol el infalible Díaz
Sáenz Valiente, Pascual Pistarini y otras estrellas del hipismo y
una constelación de títulos de significación mundial. Perón se
había negado sistemáticamente a que la AFA enviase su representación
al campeonato mundial de Río de Janeiro. Fui testigo de las
innumerables gestiones del embajador Luzardo para que la Argentina
no estuviese ausente de la magna confrontación. La respuesta era
siempre la misma: —Vea, Luzardo, es mejor no concurrir. No sea
cosa que por una pelea de muchachos en la cancha, se vayan a
estropear nuestros esfuerzos para estar siempre unidos. No se olvide
que ya una vez Argentina y Uruguay rompieron relaciones diplomáticas
después de un escándalo al terminar un partido de fútbol. Pese a
ese antecedente de signo contrario, Vargas reiteraba a la vera del
río que une y no separa, sus entusiastas elogios al deporte
argentino. Dejo para la preocupación de los buceadores de la
historia o los investigadores de las relaciones entre los dos
países, la circunstancia anecdótica de que Vargas y Perón parecían
no congeniar, aunque encuadrasen sus contactos oficiales dentro de
una estricta cortesía diplomática. Ni siquiera pareció acercarles su
común pasado revolucionario y el endoso popular que los llevó a la
presidencia después de una caída del poder mediante los artificios
de un palaciego golpe de Estado. Acaso la explicación resida en el
recelo de dos personalidades exclusivas y excluyentes en un momento
paralelo de la vida de sus pueblos. * * * Que también la dura
y rencorosa práctica de la política puede vestirse en ocasione s de
guante blanco lo documenta un episodio acontecido a los pocos días
de su derrocamiento en octubre de 1945. Las autoridades
revolucionarias habían ubicado en el sillón presidencial, al doctor
José Linhares, melancólico caballero que era hasta el momento
titular de la Suprema Gorte de Justicia. Desde el avión que lo
devolvía a su "fazenda" de Sao Borja, el mandatario destituido por
la conjura, le envió un telegrama concebido en estos términos:
"Le agradezco la alta distinción de su gesto al hacerse representar
en el acto de mi partida de Rio de Janeiro y le expreso mis sinceros
votos de felicidad en su gobierno". Mientras tanto, el caudillo
desalojado del poder dejaba coincidentemente otro mensaje de fe y
esperanza a sus desolados partidarios: La historia y el tiempo
hablarán por mí, definiendo mis responsabilidades. Los trabajadores
humildes, a quienes nunca negué mi cariño y asistencia, el pueblo en
suma, me comprenderán mejor y me harán justicia". Pocas veces,
las palabras de una despedida han contenido tamaño potencial
profético. * * * Enamorado de la naturaleza y de los espacios
abiertos, el "gaúcho" riograndense que alentó siempre en Getulio,
tocaba con frecuencia esos temas. Por ejemplo: • "Tenemos mucho
que aprender de los aborígenes Ellos atesoran un instinto natural de
poesía que aplican a las maravillas de la civilización. ¿Sabe como
llaman a los faros de un automóvil que cruza por la selva?
Luciérnagas mellizas". Era inevitable que luego de tantas
referencias a la Argentina y a los argentinos, el periodista le
pidiese una razonable explicación acerca de ese inagotable interés
por las cosas de nuestro país. He aquí la respuesta: "No puede
causarle extrañeza que un "gaucho" de la costa del río Uruguay,
acostumbrado desde chico a desayunarse con mate y a comer churrasco,
se sienta atraído por las cosas que existen en la vecina orilla y
los hombres que allí viven, con el deseo de compartir los objetivos
que los preocupan y movilizan. Pero en mi caso particular, existe un
detalle adicional muy significativo. Por esos avatares de la
política, tuve que cruzar el río siendo muy joven y me fui a vivir a
Buenos Aires. Incluso llegué a inscribirme en la Facultad de
Derecho. De donde resulta que yo conocí primero a la capital
argentina y tiempo después a la de mi país. "¿No le parece?" * *
* Volvemos al día nostálgico en que Getulio Vargas pone fin a su
existencia. Una enconada campaña opositora tentaba los caminos del
poder. El implacable Carlos Lacerda destilaba desde las columnas de
"Tribuna da Imprensa" las más feroces diatribas. Cierta noche, en la
aristocrática calle Tonelero, a tres cuadras de la playa de
Copacabana, un alférez de aeronáutica, de conocida posición
antivarguista, fue atacado a balazos. El teniente Gregorio —un negro
gigantesco que encabezaba la custodia personal de Vargas— había
farfullado poco antes en público: "A quien se atreva a atacar a mi
patrón, lo mato". Relacionar la amenaza con el incidente de la
rúa Tonelero fue tan natural como la lógica conclusión de un
teorema. Creció la virulencia de los ataques, llevados ya al terreno
más íntimo y personal, y un infinito desencanto bien pudo ganar el
espíritu del presidente. Spruille Braden, autonominado "domador de
dictadores", pasaba por Rio en viaje a Washington para hacerse cargo
de las funciones de secretario ayudante de asuntos interamericanos
del Departamento de Estado. Tras una publicitada entrevista con el
embajador norteamericano Berle, surgió, contra todas las normas
diplomáticas, una riada de inventivas contra la gestión del jefe del
Estado pronunciadas por el representante de la Unión en una reunión
cualquiera. Se dio entonces con todo rigor el clásico espectáculo
de la debilidad, cuando no la traición, de muchas figuras creadas y
exaltadas por el régimen, contra el propio jefe y contra el régimen.
Fue en esos momentos cuando Joao "Jango" Goulart justificó su
primacía en el afecto de Getulio. Vigilaba como un hijo preocupado
por las desgracias de su padre cada uno de esos movimientos. Se
decía que dormía en la habitación inmediata a la que Vargas ocupaba
en el palacio de Catete. Más aun, que lo hacia atravesado en la
puerta de acceso como anticipándose a un probable salto. Quizá
recordaba que en 1935, Vargas, asistido por su hija Alzira y un
puñado de fieles, había repelido a balazos una acción similar contra
la residencia presidencial. No pudo extrañar entonces que la seca
detonación sobresaltase a "Jango", convencido en el primer momento
que alguien había logrado burlar la guardia y cumplido el criminal
intento. Segundos después todo estaba consumado y Brasil había
perdido a su mandatario constitucional. Revista Extra agosto
de 1968
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