Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Cine
Luis Buñuel
Revista Siete Días Ilustrados
05.10.1970

Helde Cámara

En un reportaje exclusivo concedido a la periodista Oriana Fallacci, el arzobispo rojo más famoso del mundo se define contra todos los modelos socialistas existentes y predica la violencia pacifica para lograr un orden social más justo

Su iglesia es una pobre capilla de la ciudad de Recife, en el norte del Brasil, donde lo único bello es el mar y donde siempre hace calor porque el Ecuador está cerca: este año no llovió nunca y la sequía mató plantas, niños y esperanzas. Es una iglesia blanca y limpia; de sucio no existe allí otra cosa que una inscripción color sangre que dice: Muerte al obispo rojo. La dejaron ahí sus perseguidores, no hace mucho tiempo, cuando le dispararon una ráfaga de ametralladora y le tiraron granadas de mano. Su casa está adosada a la iglesia y no parece la morada de un arzobispo; al menos lo que se supone que suele ser un arzobispo, envuelto en suaves vestiduras, cubierto de joyas y servido por obsequiosos camareros. Una de las últimas personas que visitaron esa iglesia y esa casa fue la periodista italiana Oriana Fallaci. Lo que sigue es su informe, cuyos derechos exclusivos fueron adquiridos por SIETE DIAS a L'Europeo, de Italia.

Toco el timbre, un gallo canta y entre otros rumores insólitos una voz responde: "Enseguida voy, enseguida voy". Entonces la puerta se abre y en el vano aparece un hombre con sotana negra, sobre la cual pende una cruz de madera sostenida por una cadena de hierro. El hombrecillo es pálido, calvo, y tiene un rostro arrugado, con un aire de sacerdote de parroquia provinciana. Pero no es un sacerdote provinciano ni tampoco un hombrecillo. Es uno de los hombres más importantes que se pueden encontrar en Brasil y en toda
América latina, y quizás el más inteligente y corajudo. Es dom Helder Cámara, el arzobispo que desafía al gobierno, denuncia las injusticias que otros callan y que tiene las agallas suficientes como para predicar el socialismo y negar, al mismo tiempo, la necesidad de la violencia. Deberían darle, este año, el premio Nobel de la paz: su nombre ya ha sido propuesto por el Congreso de Jóvenes Obreros y Empleados Cristianos Alemanes.
Los diarios brasileños no piensan lo mismo. Debido a que en París denunció las torturas infligidas a los presos políticos, esos diarios lo llaman "traidor", "difamador", "demagogo". El gobierno lo considera un peligro público y vigila atentamente cada uno de sus gestos y cada una de sus entrevistas. El pueblo lo adora. La gente se vuelca a él como a un padre que jamás rechaza, que recibe a cualquier hora del día y de la noche. Si no está en su casa de Recife quiere decir que fue a visitar a un preso o a uno de esos desheredados que pululan en los tugurios donde la gente muere —de hambre — antes de llegar a los 40 años. Si no está en Recife, quiere decir qua se ha ido de gira, a gritar su mensaje en Berlín, en Kyoto, en Detroit o en el Vaticano; los brazos elevados al cielo y los dedos tensos, como garras en busca de Dios.
Porque no ahorra sus ataques a nadie, ni a católicos ni a marxistas, ni a imperios capitalistas ni a imperios comunistas. Pero tampoco deja de lado a los fascistas, que fustiga a sangre, con la ira de un Cristo decidido a echar a los fariseos del templo. Tiene 61 años. Nació en Fortaleza, en el nordeste del Brasil. Su padre era un comerciante aficionado al periodismo y su madre maestra. No conoció jamás la riqueza: cinco de sus hermanos murieron siendo niños, en el trascurso de pocos meses, a causa de la disentería y la falta de cuidados. La vocación sacerdotal brotó en él a los ocho años. Y su historia es la de un sacerdote, de un sacerdote que —sin saberlo y sin quererlo— asume contornos de líder. Lo demuestra esta entrevista que tuvo lugar en su casa: dos cuartos desnudos y una especie de hamaca para dormir cuatro horas de cada veinticuatro. Dice que le bastan.
Hablaba en francés, lengua que conoce bien. Yo lo escuchaba fascinada pensando: ¿y ahora qué pasará? Hay gente a la que no le gusta dom Helder y a la que la libertad de prensa les gusta menos todavía. Pero no seremos nosotros los que traicionaremos nuestra profesión, ni seremos nosotros los que nos dejaremos intimidar. He aquí la entrevista:
—Corre la voz, dom Helder, de que el Papa lo llama "mi arzobispo rojo".
—El Papa sabe muy bien lo que hago y lo que digo. Cuando denuncio
las, torturas en Brasil, el Papa lo sabe. Cuando combato por los pobres y los presos, el Papa lo sabe. Cuando viajo al exterior a pedir justicia, el Papa lo sabe. Mis opiniones las conoce desde hace mucho, porque hace mucho que nos conocemos: desde 1950, cuando él era secretario de Estado. No le escondo nada y nunca le escondí nada. Y si el Papa pensara que hago mal en hacer lo que hago y me dijera que dejara de hacerlo, yo lo dejaría. Porque soy un siervo de la Iglesia y conozco el valor del sacrificio. Pero el Papa no me dice que abandone mi tarea y si me llama su "arzobispo rojo", lo dice afectivamente. Además, las torturas han sido también denunciadas por la comisión pontificia; el mismo Papa las condenó y su condena cuenta mucho más que la de un pobre sacerdote que no mete miedo a nadie en el Vaticano.
—Un pobre sacerdote que llenó el Palacio de los Deportes de París hablando de torturas.
—Bueno, yo estaba en París y se me pidió que contara la verdad. El deber de un religioso es informar, especialmente a propósito de un país como Brasil, donde la prensa está controlada. Comencé recordando que les hablaría a los franceses de un crimen que les es familiar, del cual se hicieron culpables durante la guerra de Argelia. Agregué que tales infamias se suceden también por debilidad de nosotros, los cristianos, que estamos demasiado habituados a inclinarnos delante del poder y de las instituciones, o a callar. Expliqué que no contaría nada nuevo. Describí los métodos de tortura y narré los episodios que yo mismo había podido comprobar. Por ejemplo, recordé el caso del estudiante Luis de Lesdeiros, a quien le hicieron tantas cosas horribles que intentó suicidarse. Dos torturas normales aquí son arrancar las uñas y golpear los testículos.
—Algún obispo no creyó lo que usted decía, dom Helder, y se puso del bando de aquellos que niegan la existencia de torturas. ¿Qué piensa usted de esa actitud?
—Yo estuve siempre de acuerdo con el pluralismo en la Iglesia, pero delante de aquellos que representan la parte podrida de la Iglesia me vienen ganas de decirles lo que decía
a ciertos tipos el papa Juan: "Caro padre —les decía—, ¿sabe que usted está verdaderamente podrido? El soplo de Dios no ha llegado hasta usted, ¿lo sabe?". Por Dios, dudar de las torturas al comienzo era lícito: no había pruebas. Pero dudar hoy es grotesco; hay tantas pruebas que hasta el informe de la Asociación Mundial de Juristas está lleno de ellas: con nombres, apellidos y fechas. Espero que el escándalo que explotó en la prensa extranjera y la intervención de la Iglesia mundial sirvan para mejorar las cosas.
—Usted ha sido atormentado por las amenazas.
—Amenazas de muerte, ráfagas de ametralladoras, bombas, telefonazos anónimos y calumnias dirigidas al Vaticano. En Brasil existe un movimiento de extrema derecha llamado Familia y Propiedad. La gente de este movimiento se acercaba a los feligreses que iban a la iglesia y le preguntaban: "¿Estás contra el comunismo o a favor?". La gente respondía que contra el comunismo, naturalmente, y de esta manera recogían firmas y luego se las enviaban al Papa para pedirle que sacara "a ese comunista de dom Helder". El Papa nunca les llevó el apunte y yo tampoco. Pero luego salió un movimiento clandestino, una especie de Ku Klux Klan brasileño llamado Comando de Caza contra los Comunistas o CCC. Este CCC me ha hecho el honor varias, veces; dos veces aquí, en casa, donde arruinaron las paredes a tiros de ametralladora y ensuciaron la pared de la iglesia; una vez en el palacio arzobispal, una vez en un instituto católico y otra vez en otra iglesia a la que acostumbro a concurrir. Pero nunca me agarraron. En cambio, a un estudiante que conozco lo ametrallaron en la columna y ahora esta paralizado para toda la vida. Un colaborador mío, de 27 años, fue ahorcado de un árbol y acribillado a balazos. Estas cosas, en Recife, ya no causan estupor.
—¿No causan estupor?
—No, igual que las amenazas telefónicas. Yo ya me habitué. Me llaman de noche, a intervalos de media hora o una hora, y me dicen: "Sos un agitador, un comunista, prepárate a morir, ahora vamos y te haremos ver el infierno". ¡Qué tontos! No les respondo siquiera. Sonrío y cuelgo el tubo. Durante el Campeonato Mundial de Fútbol me dejaron tranquilo un poco: en esos días no pensaban en otra cosa que en el fútbol. Pero luego recomenzaron. No han comprendido que matarme no les servirá de nada: sacerdotes como yo hay miles.
—¿Usted es socialista?
—Es verdad que lo soy. Dios creó el hombre a su imagen y semejanza, para que fuese su co-creador y no un esclavo. ¿Cómo se puede aceptar, entonces, que la mayoría de los hombres sean usados y vivan como esclavos? Yo no veo ninguna solución en el capitalismo. Pero no la veo tampoco en los ejemplos socialistas que se ofrecen en la actualidad, porque se basan en dictaduras. Sí, la experiencia marxista es asombrosa. Admito que la URSS ha tenido gran éxito cambiando sus estructuras, admito que China roja ha quemado etapas de un modo extraordinario. Pero cuando leo lo que sucede en
la URSS, en China roja, las purgas las delaciones, los arrestos, el miedo, les encuentro un paralelo muy grande con las dictaduras de derecha y el fascismo. Cuando observo la frialdad con que la Unión Soviética se comporta en relación a los países subdesarrollados —el caso de América latina es un ejemplo— descubro que es una frialdad idéntica a la de Estados Unidos. Algún ejemplo de mi socialismo puedo tratar de verlo, quizás, en algunos países que están fuera de la órbita rusa o china: Tanzania, quizás Checoslovaquia antes que la destruyeran. Pero ni tampoco. Mi socialismo es un socialismo especial, que respeta a la persona humana y se vuelca al Evangelio. Mi socialismo es justicia.
—¿Qué es la justicia?
—Justicia no significa imponer a todos la misma cantidad de bienes. Esto sería atroz. Sería como si todos tuvieran el mismo rostro, el mismo cuerpo, la misma voz. Creo en el derecho de tener rostros y cuerpos diferentes. Por justicia, entonces, yo entiendo una mejor distribución de los bienes, ya sea en la escala nacional como en la internacional. Existen dos colonialismos: uno interno y otro externo. Sobre este último baste decir que el 80 por ciento de los recursos del planeta están en manos del 20 por ciento de los países; en los últimos quince años, los EE. UU. han ganado en América latina más de once mil millones de dólares: son cifras de la Universidad de Detroit. Para demostrar el colonialismo interno basta ocuparse del Brasil. En mi país existen zonas tales que definirlas como subdesarrolladas sería generoso: allí los hombres viven como en los tiempos de las cavernas y son felices de poder comer lo que encuentran en la basura. ¿Y a esta gente qué le puedo decir? ¿Que deben sufrir para ir al Paraíso? La eternidad comienza aquí, sobre la Tierra. no en el Paraíso.
—¿Usted leyó a Marx?
—Naturalmente. Y no estoy de acuerdo con sus conclusiones, pero estoy de acuerdo con su análisis de la sociedad capitalista. Esto, por supuesto, no autoriza a nadie a colgarme la etiqueta de marxista honorario. El hecho es que Marx debe ser interpretado a la luz de una realidad que ha cambiado, que cambia. Su análisis es de hace más de un siglo. Hoy, por ejemplo, Marx no diría que la religión es una fuerza alienada y alienante. Muchos comunistas saben esto, lo saben tipos como el francés Garaudy y no interesa si los tipos como Garaudy son expulsados del Partido Comunista: ellos existen y piensan. Los hombres de izquierda son a menudo los más inteligentes y generosos, pero viven en un equívoco. No quieren meterse en la cabeza que hay cinco gigantes en el mundo: los dos gigantes capitalistas, los dos gigantes comunistas y un quinto gigante que tiene los pies de arcilla. Este último es el mundo sub-desarrollado. Sólo los imbéciles pueden creer que los dos imperios capitalistas —que son los EE. UU. y el Mercado Común Europeo— están divididos por cuestiones ideológicas de los dos grandes comunistas, que son la URSS y China roja: simplemente se han repartido el mundo y sueñan con una segunda conferencia de Yalta para seguir repartiéndoselo. Entonces, para el quinto gigante, para nosotros, ¿dónde está la esperanza? No está ni del lado de los capitalistas ni del lado de los comunistas, ya sean rusos o chinos.
—¿Cómo fue posible que usted, en su juventud, abrazara el fascismo?
—En cada uno de nosotros duerme un fascista. Tenía entonces 22 años y soñaba; con cambiar el mundo. Como veía al mundo dividido entre fascismo y comunismo, yo, como opositor a este último, elegí el fascismo. La entidad a la que pertenecí se llamaba Acción Integralista de Brasil; su divisa era Dios, Patria y Familia, una divisa que me caía muy bien. ¿Cómo juzgo ahora aquella etapa? Fue producto de mi simplismo juvenil, de mi falta de información. Trabajé con ellos hasta casi los 26 años, ¿sabe?, y finalmente comencé a sospechar que ése no era el camino justo cuando fui a Río de Janeiro y me puse en contacto con el cardenal Lemme. Además, cuando un hombre trabaja con el sufrimiento termina siempre por quedar preñado por el sufrimiento. Muchos son reaccionarios simplemente porque no conocen la miseria, las humillaciones. ¿Cuándo quedé preñado? Puedo decir solamente que mi gravidez existía ya cuando fui designado obispo, en 1952; en 1955, ya era una gravidez avanzada. Parí las nuevas ideas un día de 1960, en la iglesia de La Candelaria: subí al púlpito y comencé a hablar de la caridad entendida como justicia, no como beneficencia.
—¿Es legítimo emplear la violencia para lograr la justicia?
—La violencia número uno, la madre de todas las violencias, nace de las injusticias. Se llama injusticia. Así, los jóvenes que quieren interpretar a los oprimidos reaccionan contra la violencia número uno con la violencia número dos. Y ésta, a su vez, provoca la violencia número tres, la violencia fascista. Yo no acepto ninguna de esas tres violencias, pero a la violencia número dos puedo comprenderla. Detesto al que
se queda pasivamente, al que se calla, y amo sólo al que se bate, al que se atreve.
—¿En América latina, entonces, es imposible la revuelta armada?
—Legítima e imposible. Legítima porque es provocada, e imposible porque será arrasada. Hay fuerzas militares especiales, entrenadas por el Pentágono, que están preparadas para derrotar cualquier intento.
—¿Qué piensa del Che?
—Guevara era el genio de la guerrilla. Lo demostró en Cuba. Pero desde el punto de vista político era mucho menos genial y lo demostró en Bolivia. Allí no pudo ser ayudado por los oprimidos: quien no tiene una razón para vivir, no la tiene para morir. Quedó solo y lo devoraron. No creo que Cuba pueda repetirse y creo que América latina no tiene necesidad de "muchos Vietnam", como decía Guevara. Cuando pienso en Vietnam pienso en un pueblo heroico que lucha contra una superpotencia. Pero también creo que a la China roja no le importa nada el Vietnam.
—¿Y de Camilo Torres?
—Era un sacerdote sincero, que perdió todas las ilusiones de que la Iglesia quisiera llevar a la práctica lo que dicen sus bellísimos textos.
Pensó que el Partido Comunista era el único que podía hacer algo. Entonces los comunistas lo mandaron directamente al combate, para que lo mataran: ellos pensaban que con la muerte de Camilo, Colombia se incendiaría. Pero no pasó nada: cuando finalmente lo mataron, nadie se mosqueó.
—¿La guerrilla urbana, en consecuencia, es un método equivocado?
—Obviamente, por lo que ya dije. Mi posición al respecto no está basada en motivos religiosos, sino en motivos tácticos. No está basada en ningún idealismo, sino en un sentido realista, exquisitamente político. Un realismo que se aplica a todo el mundo. Si en EE. UU. los jóvenes salieran a la calle a tentar una revolución, serían aniquilados y el Pentágono terminaría por acaparar el poder total.
—¿Qué hay que hacer, entonces?
—Yo no tengo soluciones. Tengo opiniones, sugerencias que se resumen en dos palabras: la violencia pacífica. Esto es, no la violencia de las armas, sino la violencia de Gandhi y de Luther King: la violencia de Cristo. La llamo violencia porque no se contenta con pequeñas reformas, sino que exige una revolución completa de las estructuras actuales, sobre bases socialistas y sin derramamiento de sangre. No basta luchar por los pobres o morir por ellos; hace falta darle a los pobres conciencia de sus derechos. Hacerse comer por los leones no sirve para mucho si las masas permanecen sentadas mirando el espectáculo. Yo seré un utopista y un ingenuo, pero digo que es posible concientizar a las masas y hasta quizás abrir un diálogo con los opresores. No existe ningún hombre que sea completamente malo. ¿Y si tuviéramos la posibilidad de una conversación con los militares más inteligentes? ¿Si tuviéramos el poder de inducirlos a una revisión de su filosofía política? Habiendo sido un integralista, un fascista, yo sé cómo razonan ellos: tal vez consigamos convencerlos.
—¿Usted lo ha intentado?
—Lo intentaré. Lo intento ya ahora diciéndoselo a usted. Deben comprender que el mundo avanza. A veces me pregunto cómo es posible que personas serias y virtuosas hayan aceptado tantas injusticias. La verdad es que la Iglesia todavía pertenece al engranaje del poder. Tiene dinero y emplea su dinero en empresas comerciales y se asocia con aquellos que detentan las riquezas. ¡Que entregue el dinero y basta de predicar la religión en términos de paciencia, obediencia, prudencia, sufrimiento, beneficencia! La dignidad del hombre no se logra regalándole sandwiches. ¡Somos nosotros, los sacerdotes, los responsables del fatalismo por el cual los pobres siempre se resignaron a ser pobres y los países subdesarrollados a ser subdesarrollados!
—¡Al diablo! dom Helder, ¿el Papa sabe que usted dice estas cosas?
—Lo sabe, lo sabe. Y no lo desaprueba. Es que él no puede hablar ni parecido a lo que yo digo: tiene cierta gente a su alrededor. . .
—¿Entonces usted cree que la Iglesia no puede jugar ningún rol en la búsqueda de la justicia?
—¡Oh, no! Saquémonos de la cabeza que la Iglesia, después de haber hecho tantas barbaridades, se pueda permitir un rol de este tipo. Tenemos el deber de prestar ese servicio, sí, pero sin orgullo. Las religiones juntas. La paz puede ser al- con la humanidad, pero la deuda más grande la tienen los cristianos.(textual figura en la revista) ¿Cómo se explica que ese puñado de países que tienen en sus manos el 80 por ciento de los recursos terrestres sean países cristianos y a menudo católicos? Entonces concluyo: si una esperanza existe, se encuentra en el esfuerzo de todas las religiones juntas. La paz puede ser alcanzada sólo gracias a aquellos que el Papa Juan llama los hombres de buena voluntad.
—Esos están privados de poder y son una minoría.
—Son las minorías que cuentan, las que siempre han cambiado al mundo, rebelándose, y luego despertando a las masas. Algún sacerdote aquí, algún obispo acá, algún periodista allí. No estoy tratando de lisonjearla, pero debo decirle que soy uno de los pocos que aman a los periodistas. ¿Quiénes, si no los periodistas, informan a millones y millones de personas? No quite esta observación de la entrevista. En una época, los periodistas venían a Brasil para hablar de nuestras mariposas, de nuestros loros, de nuestro Carnaval. Ahora, en cambio, vienen aquí y preguntan sobre nuestra miseria. No todos, de acuerdo, y no siempre con éxito. Pero Dios es bueno y de vez en cuando permite que se publiquen vuestros artículos. Así, con la bendición de Dios, las noticias pasan, y una vez publicadas rebasan con la velocidad de un rayo, pues el público no es tonto, aunque sea silencioso, y hay siempre un día en el que piensa sobre lo que ha leído. Yo sólo espero que lea y piense sobre esta verdad extrema: no es necesario decir que los ricos son ricos porque trabajaron más o son más inteligentes. No es necesario decir que los pobres son pobres por que son estúpidos y vagos. Cuando falta la esperanza y lo único que se hereda es la miseria, de nada sirve trabajar más o ser inteligente.
—Si usted no fuera sacerdote ...
—Puede ahorrarse la pregunta: no me arriesgo ni siquiera a imaginar ser otra cosa que sacerdote. Para mí, ser sacerdote es como el agua para los peces y el aire o el sol para los pájaros. Yo, en Cristo creo de verdad. Cristo para mí no es una idea abstracta, es un amigo personal. Ser sacerdote jamás me desilusionó ni me planteó dudas. El celibato, la castidad, la ausencia de familia, todo eso, jamás ha sido una pesadilla para mí. Si algunas alegrías me faltaron, he tenido y tengo otras más sublimes. ¡Si usted supiera lo que siento cuando rezo la misa, cómo me reencuentro! La misa es para mí el verdadero calvario y la resurrección, y una loca alegría. Yo nací para ser sacerdote, comencé a sentirlo a la edad de ocho años y no porque mis padres me lo pusieran en la cabeza. Mi padre era masón y mi madre entraba en la iglesia una vez por año. Llevo un convento dentro de mí. Quizás tenga muy poco de místico, pero siempre hay un momento en el, cual me aíslo a la manera de un monje; todas las noches, a las dos, me despierto, me levanto, me visto y junto los pedazos que esparcí durante el día: un brazo aquí, una pierna allí, la cabeza quién sabe dónde. Me remiendo solo, solo me pongo a pensar, o a escribir, o a rezar, o me preparo para la misa. Pero me gusta el sol, el agua, la gente, la vida. Es bella la vida y a menudo me pregunto por qué para sostener la vida se debe matar otra vida, ya sea un huevo o un tomate. Sé que masticando un tomate, por ejemplo, lo convierto en dom Helder y así lo idealizo, lo convierto en inmortal. Pero queda el hecho: destruyo el tomate. ¿Por qué? Es un misterio que no alcanzo a penetrar, y que arrincono diciendo: paciencia, un hombre es más importante que un tomate.
—Y cuando no piensa en el tomate, dom Helder, ¿no se le ocurre ser un poco ¡menos monje, y enojarse con los hombres, y soñar con agarrarlos, por lo menos, a trompadas?
—Si se me ocurriera, sería un sacerdote con el fusil a la espalda. Jamás he dicho que usar las armas contra los opresores sea inmoral o anticristiano, pero no es ésa mi elección, no es mi camino. Sí, comprendo, usted no puede amalgamar lo que yo acabo de decir con lo que dije antes: de una parte el convento y de la otra la política. Pero lo que usted llama política, para mí es religión. Cristo no hacía el juego a los opresores. Yo al cielo quiero mandar hombres, no perritos. Mucho menos perritos con el estómago vacío y los testículos destrozados.
—Gracias, dom Helder. Creo que ha dicho todo. ¿Pero qué va a suceder le ahora?
—¡Bah! Yo no me escondo, ni me defiendo y para liquidarme no hace falta mucho coraje. Si Dios quiere que me maten, lo acepto como una gracia: mi muerte, quizás, podría servir. He perdido casi todos los cabellos, los pocos que tengo son blancos y no me quedan muchos años de vida. Las amenazas no me dan miedo. Es muy difícil que con ellas me hagan cerrar el pico. El único juez que acepto es Dios.

 

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