Para convertirse en los primeros periodistas del mundo
que pisan Kili -la más distante, abandonada y miserable de
las islas Marshall-, Guido Gerosa y el fotógrafo Gianfranco
Moroldo no vacilaron en desafiar los tifones del Pacifico en
un barco capitaneado por un indígena de 21 años y carente de
brújula, instrumental náutico y cartas marinas. La temeridad
de los enviados del semanario Italiano L'Europeo se
justifica, si se tiene en cuenta que en la remota isla están
confinados los nativos que en 1946 fueron evacuados del
atolón de Bikini, donde se haría detonar la primera bomba
atómica experimental, diez meses después de las estalladas
sobre Hiroshima y Nagasaki. El reportaje de Gerosa, que
SIETE DIAS publica en forma exclusiva, es el primer
testimonio de una pequeña sociedad primitiva, inocente y
feliz, víctima de la era nuclear. Poco después de este viaje
el gobierno norteamericano decidió autorizar el regreso a
Bikini de sus antiguos pobladores, pero la paradisiaca isla
es ahora un erial prácticamente inhabitable, y los nativos
siguen reclamando la ayuda oficial mientras sufren, en Kili,
las más terribles penurias.
Todo el pueblo de
Kili se ha reunido en la orilla, los prófugos del átomo son
unos trescientos, entre hombres, mujeres y niños. Nos
reciben con extraordinario entusiasmo: pasaron cuatro meses
sin avistar un barco, y hace rato que sus provisiones se
terminaron. Apretamos las manos de todos, uno por uno,
mientras resuena el saludo de bienvenida: Iawé. El jefe de
la tribu, Lori, se adelanta y nos coloca guirnaldas de
flores en el cuello; luego nos dirigimos hacia la más grande
de las treinta y cuatro chozas de la isla. Todos se sientan
alrededor nuestro, en el suelo, y bebemos leche de coco. Por
fin, preguntamos a Lori: "Tú, que eres el jefe, cuéntanos
cómo decidieron abandonar Bikini cuando les dijeron que en
su atolón explotaría la bomba atómica". Lori nos mira a
los ojos y responde tristemente: "Nadie nos mencionó la
bomba atómica. Cierto día llegó la marina de los Estados
Unidos y nos dijo que necesitaba nuestra isla por unos meses
y que después podríamos volver. Nosotros se la cedimos. Nos
gusta ser amables, y además les teníamos miedo a los
norteamericanos porque recordábamos cómo habían matado a los
seis japoneses de la guarnición de Bikini, durante la
guerra. El 6 de marzo de 1946 vino una lancha de desembarco
estadounidense: nos cargaron a todos —entonces éramos 166
habitantes divididos en una veintena de familias— y nos
ordenaron que eligiésemos entre Uiae, Lae y Rönrik, Nosotros
preferimos ir a Rönrik porque era el atolón menos habitado y
más cercano a Bikini. Nos desembarcaron allí, dejándonos
raciones K del ejército, en cantidad suficiente para un mes
y medio. Dos meses después vinieron a inspeccionarnos:
estábamos medio muertos de hambre porque una epidemia había
envenenado todos los peces de la isla. Juda, nuestro rey,
dijo al comandante Miller: Si la marina no nos ayuda,
moriremos. Miller le respondió que todas las Islas Marshall
y sus habitantes estaban bajo la protección de los Estados
Unidos, y que era como estar protegidos por una gran madre
que no nos abandonaría nunca. Desde entonces, enviaron un
barco con alimentos cada tres meses. —¿Cómo llegaron a
Kili? —Permanecimos dos años en Rönrik, hasta que cierta
vez, de golpe y sin explicaciones, nos trasladaron a
Ujeland. Allí no estábamos mal, pero los estadounidenses
decidieron instalar en Ujeland a los desplazados de Eniwetok
y a nosotros nos llevaron a Wotho. Como no congeniábamos con
la tribu nativa de esa isla, la Marina nos envió a
Kwajalein. Allí estuvimos seis meses, hasta que los
estadounidenses decidieron usar a Kwajalein para construir
una base; entonces nos desplazaron hasta Kili, en el extremo
sur de la Micronesia. En seguida nos dimos cuenta de que
aquí no hay comida; encontramos solamente cocos, papayas,
bananas, los frutos del árbol del pan y de otro árbol
llamado pandano. En cuanto a la pesca, es difícil y escasa.
Llegamos el 12 de noviembre de 1948, y desde entonces no
hemos dejado de suplicar que nos reintegren a Bikini."
—Si Kili es tan inhóspita, ¿por qué aceptaron instalarse
aquí? —El gobierno nos prometió encontrar una isla mejor
para nosotros. Nos pidió que tuviésemos paciencia mientras
terminaba con sus experiencias en Bikini. Durante diez años
no nos dieron ni un centavo de compensación: recién en 1956
nos explicaron que, cuando fuimos desalojados de Bikini,
habían depositado trescientos mil dólares a nuestro nombre
en caja de ahorros, y que esa suma había acumulado
intereses. Desde 1956 nos dan doce dólares por semestre a
cada uno de nosotros. Hemos escrito al gobierno para
explicarle que ese dinero no nos sirve; en Kili no hay nada
para comprar, y pasamos continuamente hambre. El gobierno
contestó que tengamos paciencia, que somos hijos de
Norteamérica, una gran madre que no nos abandonará.
EL PARAISO PERDIDO A mi pedido, Lori compara las penurias
vividas en Kili con la dichosa existencia que les aseguraba
el sonriente atolón de Bikini, cuatro kilómetros cuadrados
de territorio esparcido entre treinta y seis islas e
islotes, con una laguna de cuatrocientos kilómetros
cuadrados, abundantísima en pesca. "Era un Edén de flores;
las tierras, fértiles, y las aguas, pródigas en nuestros
peces preferidos, el masur, el korkor, el ettu, nos
aseguraban abundante sustento —cuenta Lori—. En Kili la
tierra es negra, pero avara; no hay laguna; las olas de la
rompiente son como montañas e impiden que los peces se
acerquen a la playa. Debemos salir a buscarlos, y nos atacan
los tiburones y las barracudas. Bikini era la más grande de
las 36 islas; vivíamos en ella y disponíamos de las otras
para cultivar la tierra y criar animales. Kili es una sola
isla perdida en el océano Pacífico, con una extensión de
medio kilómetro cuadrado; nuestros hijos viven junto a los
cerdos y a las gallinas, y contraen infecciones Esta isla es
un conjunto inmundo de animales, insectos, residuos,
pantanos". Mientras cae una pesada oscuridad dentro de la
choza, afuera sigue lloviendo y silba un viento huracanado.
Se nota la fatiga en el rostro de mis interlocutores que
asienten con grave tristeza al oír las quejas de Lori, su
jefe. "No tenemos comida ni agua corriente; bebemos agua
llovida, que es lo único que abunda. Bikini era la isla más
seca y de clima más agradable en todo el archipiélago; Kili
es húmeda, y los huracanes la azotan sin tregua. Hay un solo
retrete rudimentario para trescientas personas; las chozas
fueron construidas por la marina estadounidense en 1948, y
nunca se las reparó; la humedad hace caer trozos enteros de
madera podrida. De diciembre a abril estamos separados del
mundo, porque ninguna chalupa puede atravesar la furia de la
rompiente. Hemos pasado hasta un año sin ver un barco. Si
alguien se enferma gravemente, no tenemos cómo evacuarlo de
aquí y llevarlo a Majuro: una apendicitis basta para causar
la muerte." Advertimos que un tifón se avecina. Echo una
ojeada inquieta a la nave que nos trajo y que está anclada
lejos de la costa. ¿Y si los embates del huracán la
destrozaran? ¿Y si permaneciéramos bloqueados en la isla
maldita? Como si adivinara mi pensamiento, Lori murmura:
"Desde que llegamos a Kili tenemos un único deseo: volver a
Bikini. La espera duró veintidós años. El gobierno dice que
necesita usar nuestra isla. ¿Tanto tiempo? Este cielo no
tiene pájaros. Nuestros peces preferidos están en Bikini.
Sólo nos quedan los mosquito". Pregunto a Lori si el rey de
Bikini no hubiera podido obtener de la marina estadounidense
un mejor reconocimiento de sus derechos. "Nunca tuvimos rey,
sólo un magistrado —explica Lori—. Fue la marina la que
convirtió en rey a un policía de Bikini, llamado Judo,
porque necesitaba que él firmase la cesión de la isla a los
Estados Unidos en nombre de todos nosotros. Después le
mandaron un general de cuatro estrellas para decirle que
Bikini ya pertenecía a la marina: así fue como tuvimos
nuestro primer rey. Para más solemnidad, lo colocaron en el
centro de una platea de almirantes y lo hicieron asistir al
estallido de la bomba." Ahora la lluvia y el viento
arrecian, pero nosotros estamos pendientes del relato de
Lori, y hasta olvidamos la preocupación por nuestra propia
suerte, frente al drama de esa pequeña sociedad primitiva e
inocente. Lori explica: "El 1º de julio de 1946 se habían
reunido en Bikini 250 naves; 70 iban a ser hundidas con la
bomba atómica. Un oficial norteamericano había propuesto
traer toda la flota japonesa y hacerla volar en pedazos".
Llegaron 42.000 observadores militares para ver levantarse
el hongo mortal sobre Bikini. Después de la explosión,
nuestro rey Juda dio la espalda a los almirantes y se puso a
llorar. Durante unos días no quiso ver a nadie; luego
escribió a un alto funcionario norteamericano para decirle
que nos habían engañado y que queríamos recuperar nuestro
atolón". —¿Qué les contestó el funcionario? —Que ya
era demasiado tarde: hasta las piedras de Bikini estaban
contaminadas con la radiactividad. Nos quejamos a la marina,
y nos replicaron con el ejemplo de Rongelap; cuando explotó
la bomba en Bikini, una nube radiactiva fue llevada
inesperadamente por el viento hasta el atolón vecino de
Rongelap, contaminando a los habitantes. Todavía hoy, a
veintidós años de distancia, es preciso trasportarlos a los
Estados Unidos para curarlos; los niños de entonces no
crecieron más, porque tienen la tiroides destruida. ¿Quieren
sufrir lo mismo que ellos?, nos preguntaron. Si vuelven a
Bikini, se les caerá el pelo, las caras se les convertirán
en una sola llaga, los peces y las tortugas radiactivas los
envenenarán, dijo la marina. Como desde 1946 a 1958 hubo
veintidós explosiones atómicas en Bikini nos convencimos de
que habíamos perdido para siempre nuestro bello atolón de
coral. Sin embargo, ahora nos dicen que la vida ha vuelto a
Bikini. Los cangrejos gigantes se arrastran por la playa,
los pájaros revolotean sobre las orillas de nuestra laguna,
los papagayos pescan junto a los esqueletos de los barcos
destruidos por las bombas. Hace dos años, el alto
funcionario norteamericano escribió a Juda diciéndole que la
Comisión para la Energía Atómica afirmaba que pronto Bikini
sería habitable. Parece que ahora la Comisión ya no opone
reparos. Entonces, ¿por qué no regresamos a Bikini?
—¿Dónde está Juda? Quiero verlo. Lori me mira: "Dentro de
unos instantes lo verá". Y me invita a salir de la choza,
donde se han congregado los 307 prófugos del átomo que
sueñan con retornar a Bikini, aunque sólo un centenar de
ellos haya conocido la isla feliz y prohibida.
EL
PUEBLO DEL REY JUDA Exploramos el medio kilómetro
cuadrado de Kili: en el centro de las chozas se levanta una
iglesia; la campana es un grueso caño sobre el cual se
golpea para anunciar los matrimonios y los funerales. Según
la costumbre tradicional, el muchacho rapta a la novia y
convive unos días con ella; si la unión es satisfactoria, se
celebra el matrimonio. "Como las muchachas son esquivas y
hermosas, los jóvenes recurren a las artes mágicas de los
brujos para conquistarlas", explican los voluntarios del
Cuerpo de Paz en Kili, Todd y Hope Jenkins, marido y mujer,
y Ralph Waltz —los tres muy jóvenes—, antes de presentarse
al brujo de la isla, Jatel, el cazador de demonios. Pero la
temible presencia de Jatel no impide que" los isleños
cuenten con un pastor protestante, dos maestros y un
enfermero nativo, además de dos policías cuya función básica
es cuidar el descanso dominical: en Kili no hay prisión, no
se conoce el robo ni las riñas, no hay crímenes porque no
hay criminales. Visitamos las chozas: me dicen que
incline la cabeza en señal de respeto si encuentro a un
anciano en alguna de ellas. La comunidad ha mantenido en el
exilio una dignidad excepcional. Descubro que las chozas
grandes son usadas para dormir y conversar, y las pequeñas
para cocinar y comer. La vida se desenvuelve con un sentido
absolutamente comunitario: se intercambian prendas, objetos
domésticos y hasta las habitaciones; los niños de varias
familias son confiados a una madre que los cuida mientras
las otras trabajan. El consejo de catorce ancianos que
discute los problemas de la isla y elige al jefe de la
tribu, se reúne los martes y los viernes, días en que se
realizan las tareas de la comunidad. Los otros días, cada
uno desarrolla la actividad que prefiere; el domingo es
jornada de descanso tan absoluto que ni siquiera se cocina.
Todos los pescadores de Kili tienen quemaduras terribles en
la cara; el sol abrumador del Pacífico enceguece, como
ocurrió con Johnson, el más viejo del lugar (ochenta años,
aunque él declara cincuenta y nueve). Es difícil pescar en
Kili, pues apenas franqueada la escollera, los tiburones
rodean las canoas y disputan las presas a las redes que
lanzan los isleños. Al volver de la pesca, que las
circunstancias adversas prolongan muchas horas, los hombres
deben permanecer dos o tres días sepultados en la penumbra
de las casas, con un trapo mojado sobre los ojos, gritando
de dolor. Me asombra la enorme cantidad de niños que
saltan entre cerdos, perros, gallinas, gatos y cabras; no en
vano la mitad de la población tiene menos de 15 años. Todos
estos chicos tienen las piernas llagadas por las picaduras
de los mosquitos que forman verdaderas nubes sobre los
pantanos de Kili; muchos tienen un vientre enormemente
hinchado que contrasta con la delgadez del cuerpo: son
víctimas de los parásitos intestinales. También la
tuberculosis amenaza sus jóvenes vidas. No tienen juguetes,
pero se los inventan: cuando ven pasar un tiburón en las
aguas que rodean a Kili, lo saludan, le arrojan besos y
regalan una fruta al que lo vio primero. Subimos a una
pequeña colina; mis acompañantes se inclinan con unción, y
uno de ellos me dice: "Este es el punto más alto de Kili y
de todas las islas Marshall. Deténgase: se encuentra ante la
tumba de Juda". Es un sepulcro con dibujos blancos y
azulados, muy luminoso, que lleva esta inscripción: "Rey
Juda Lotak, 8 de junio de 1895. Kili, 4 de mayo de 1968".
Aquí descansa el hombre que durante veinte años intentó que
su pueblo retornara a su tierra, como los antiguos
patriarcas. Lori me explica: "Descansa, con el rostro
dirigido hacia Bikini. Durante veinte años fue el símbolo de
nuestra voluntad de regresar. Finalmente, un terrible cáncer
facial le devoró los rasgos. Se avergonzaba tanto de su mal
que se había hecho poner en la choza una cortina, y sólo
hablaba a través de ella. Ya nadie podía verlo. Era una
sombra, una gran sombra, que nos guiaba". El rey Juda murió
de noche, mientras dormía. A la mañana, todo el pueblo
acudió a rendirle homenaje: por primera vez, después de
años, vieron su rostro desfigurado por el cáncer. Las
mujeres buscaron rocas filosas en la escollera para excavar
la fosa; el cajón se fabricó con la madera de la choza de
Juda construida por la marina. Después arrojaron a la fosa
el colchón, la valija que Juda tenía siempre preparada para
ir a Bikini, y las rocas puntiagudas que simbolizan las
olas, esas olas que surgen del mar y cubren los muertos de
Kili: los muertos, los vivos y los recuerdos. Así es el
mundo de los sobrevivientes del átomo. Este es el pueblo de
Bikini, cuyo trágico destino está fijado en la conciencia
moderna, como el de un atolón de coral que dio su nombre a
un traje de baño y a toda una era. Al acercarse la hora de
la despedida, recuerdo lo que me dijo John Perry, un joven
voluntario del Cuerpo de Paz radicado en Majuro: "La misma
odisea de los habitantes de Bikini se repitió en Ujelang,
donde se encuentran los refugiados de Eniwetok. Hemos
tratado a los nativos del Pacífico como hace cien años a los
indios del Lejano Oeste; los hemos arrojado de sus hogares
ancestrales y ahora los hacemos deambular de isla en isla:
los pobladores de la Micronesia son nuestros pieles rojas
del siglo XX". También resuenan en mis oídos las palabras de
Joe Murphy, director del Guam Daily News: "El gobierno de
las Islas Marshall no es una página gloriosa de la historia
estadounidense. En 1945 les quitamos el archipiélago a los
japoneses y las Naciones Unidas lo colocaron bajo nuestra
administración fiduciaria: en veinte años no logramos
asegurar a los veinte mil isleños ni el menor bienestar".
Sin embargo, los refugiados de Kili no quieren que usemos
palabras de indignación o de reproche, ni que abramos
polémicas sobre ellos. Nos recomiendan: "Cuando hayan vuelto
al mundo occidental, limítense a contar lo que vieron aquí.
Será suficiente". Luego se agrupan en la playa para
despedirnos; agitan guirnaldas de flores y nos gritan buen
viaje y hasta pronto, como si nos hubiésemos dado cita para
festejar el año que viene en Bikini, isla ansiada pero
prohibida. Revista Siete Días Ilustrados 02.12.1968
Ir Arriba
|
|
Isleños que sueñan con volver a Bikini |
|
|