Después de una vía crucis con más de veinte votaciones, el
Parlamento de Italia eligió al nuevo presidente de la
república, el pasado mes de diciembre. El resultado de la
elección presidencial, de la que salió vencedor el
social-demócrata Giuseppe Saragat, hizo poner las barbas en
remojo a los partidos políticos tradicionales (con excepción
del comunismo) y demostró que, frente a una democracia
cristiana dividida por divergencias internas, los comunistas
se transforman en el factor decisivo en cualquier resolución
política importante. Por primera vez desde la creación de
la república, los demócratas cristianos no fueron capaces de
elegir para la presidencia a un candidato de su propio
partido y debieron resignarse a apoyar (con la excepción de
algunos rebeldes) a un candidato de izquierda moderada como
Saragat, quien ocupaba el cargo de ministro de relaciones
exteriores en el gobierno de coalición de centro-izquierda
de Aldo Moro. Aunque el jefe del poder ejecutivo italiano
cumple un papel mucho menos importante que, por ejemplo, el
presidente de la república entre nosotros, el simple hecho
de que fueran necesarios los votos comunistas para
desempantanar la votación presidencial demuestra el profundo
cambio sufrido por las estructuras políticas italianas en
los últimos años.
La seducción. — Nadie puede negar
que desde que se inició la política de 'apertura a sinistra'
propuesta por el ex primer ministro Ámintore Fanfani, los
comunistas han resultado gananciosos. En las primeras
elecciones que siguieron a la formación de la coalición de
centro-izquierda, los rojos consiguieron un millón de votos
más de los previstos. Para justificarse, los flamantes
"coalicionistas" declararon que no habían tenido tiempo
suficiente para demostrar la necesidad de sus nuevos planes.
Pero desde entonces han pasado dos años, tiempo más que
suficiente, y la situación no parece haber mejorado. En las
elecciones municipales de 1964 se suponía que todos los
factores estaban en contra de los comunistas: Palmiro
Togliatti, viejo líder del partido, había muerto; Kruschev,
muy popular en Italia, ya no figuraba en el Kremlin, y por
primera vez desde la muerte del papa Juan XXIII, la Iglesia
Católica a través de sus obispos lanzaba un ataque abierto
contra el vapuleado Partido Comunista italiano.
Esgrimiendo reformas moderadas dirigidas a la clase media,
los comunistas realizaron una campaña electoral activa pero
serena y consiguieron repetir su triunfo de 1963 en
detrimento de demócratas cristianos y socialistas. Luigi
Longo, actual jefe del partido, se ha sentido lo
suficientemente fuerte como para proponer a todas las
fuerzas de izquierda la creación de una nueva organización:
el Movimiento Obrero Italiano. Para demostrar las "buenas
intenciones" que respaldaban su actitud ofrecía incluso
cambiar de nombre al Partido Comunista italiano, y cuando un
viejo militante alzó la voz para protestar se le contestó
tranquilamente que "era una forma más de abrir el camino
hacia el Socialismo". Quizás a través de la descripción
de una "ciudad roja" de Italia y de sus autoridades es
posible entender por qué resulta tan difícil a las fuerzas
tradicionales romper el poderío de los comunistas.
Un
feudo comunista.— Bolonia una ciudad de medio millón de
habitantes, viene reeligiendo desde hace cuatro períodos a
un alcalde comunista, Giuseppe Dozza. Desde que este
bolchevique poco ortodoxo llegó al poder, el municipio ha
gozado de un perfecto equilibrio presupuestario. Se han
reducido los impuestos y se han concedido facilidades a los
pequeños empresarios en su lucha contra los trusts y las
cadenas de supermercados. Por cierto que si Carlos Marx se
levantara de su tumba y viese a uno de sus seguidores
atentar de modo tan descarado contra el principio de
concentración capitalista, no se sentiría demasiado
satisfecho. Pero a Dozza parecen importarle más los votos
de los boloñeses que las opiniones de Marx y de sus
intérpretes autorizados. Su táctica electoral para los
comicios de 1964 estaba perfectamente delineada en un
panfleto publicado por el partido que se titulaba "Qué hemos
hecho". La palabra 'comunista' aparece una sola vez en 63
páginas y en los afiches electorales, las dos torres
medievales que caracterizan a la ciudad reemplazan al
tradicional símbolo del martillo y la hoz. El amable y
corpulento alcalde Dozza ha tenido bastante éxito al
abandonar la tradicional idea de la lucha de clases y
captar, de este modo, a numerosos burgueses "progresistas".
Cada Casa del Pueblo comunista se ha convertido en una
especie de sede social donde se ofrecen desde clases de
estenografía e idiomas hasta campeonatos de bridge y de
pesca.
La defensa de San Giorgio. — Para aumentar la
paradoja, cuando el cardenal de Bolonia, Giácomo Lercaro,
ordenó la demolición de la vieja y ruinosa iglesia de San
Giorgio, fue Dozza quien insistió en la realización de
reparaciones que permitiesen conservar al templo como lugar
histórico. En 1956, el actual alcalde obtuvo una de sus
mayores victorias al oponerse a un avanzado plan de
asistencia social propuesto por su oponente demócrata
cristiano, por considerar que era financieramente
irrealizable. Cuando se preguntó a uno de los
colaboradores de Dozza cómo era posible que un gobierno
comunista apoyara medidas tan reñidas con la ortodoxia
marxista, el hombre contestó encogiéndose de hombros: "Marx
nos enseñó que debíamos luchar por la transformación de la
sociedad dentro de las realidades de una situación dada. Eso
es lo que estamos haciendo en Bolonia. No será del modo en
que lo hacen los rusos, pero debemos ser realistas".
Quedaría por ver qué entienden los comunistas italianos por
"realismo" frente a puntos tan vitales para la península y
para todo el continente europeo como la NATO y el Mercado
Común.
Nubes para el futuro. — La creciente
influencia del comunismo en Italia resulta sintomática si se
tienen en cuenta las características sociales e históricas
de aquel país entrada ya la segunda mitad de nuestro siglo.
No se trata de una nación en ruinas, con una economía
dislocada y una población hambrienta. Por el contrario, la
península tiene una estructura altamente industrializada y
el nivel de prosperidad medio de sus habitantes es bueno
comparado con el resto de los países de la cuenca
mediterránea. Además, la influencia de la Iglesia Católica
sigue siendo fundamental. Y a pesar de todos estos factores
el Partido Comunista italiano sigue siendo el más poderoso
fuera de la órbita soviética, aunque también es el que goza
de mayor autonomía ideológica, lo que le permite adoptar
posiciones y actitudes que todavía hoy serían impensables
detrás de la cada vez más oxidada Cortina de Hierro. A
menos que la democracia cristiana consiga reorganizar sus
cuadros para un vigoroso contraataque político, no sería
difícil que dentro de poco Italia se vea gobernada por un
frente popular muy poco grato por cierto a los intereses
occidentales. Revista Panorama 03/1965
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