Revista Panorama
agosto 1963 |
Después de diez años de estricto secreto, Kruschev
decidió confiar a sus íntimos la verdad sobre la muerte de
Stalin. El conocido periodista francés Georges Kessel obtuvo
los detalles de ese relato de personas estrechamente
vinculadas al Kremlin.
Una sombra pasó junto a la tumba de Stalin, al pie de la
muralla interior del Kremlin, en la plaza Roja moscovita.
Dejó caer un ramo de aromos sobre la lápida de mármol negro,
y se alejó...
En toda Rusia, esta ofrenda fugitiva y anónima fue el único
gesto que marcó el décimo aniversario de la muerte de
Stalin, que ningún diario ni emisora recordó.
Diez años atrás, tres comunicados oficiales conmovieron al
pueblo soviético:
2 de marzo de 1953: "Anoche, el camarada Stalin ha sufrido
una hemorragia cerebral".
3 de marzo: "Stalin padece trastornos respiratorios que, por
momentos, se tornan amenazadores".
5 de marzo: "En la tarde de hoy, el estado del camarada
Stalin ha empeorado y, a las 21,50, ha tallecido".
Pero las versiones oficiales empañan o tergiversan a veces
la realidad. Y Nikita Kruschev ha dado su versión, después
de haber mantenido durante años ese peso en su conciencia,
según sus propias palabras. Gran narrador, deseoso de
satisfacer a su público, ¿o la necesidad de liberarse de un
secreto cuya divulgación no teme ya?
El 1º de marzo de 1953, a medianoche, sonó la campanilla del
teléfono en casa de Kruschev.
—Aquí, el jefe de guardia del camarada Stalin. Tiene que
presentarse usted inmediatamente en su casa de campo. ¡Es
urgente!
No había ninguna objeción valedera. Ni lo avanzado de la
hora, ni el frío espantoso, ni la nieve que bloqueaba los
caminos... Kruschev telefoneó al garaje del Kremlin y pidió
un auto.
"Mi mujer se había levantado —recuerda—. Me ayudó a vestirme
e insistió en que me pusiera dos chalecos. Me puse el
abrigo, me encasqueté la gorra, comprobé si no olvidaba los
guantes. Nina había traído el botellón de vodka, llenó un
vaso grande y me lo alcanzó. Lo tomé de un golpe. Lo volvió
a llenar.
—Esta noche, en que no salen ni los perros, lo necesitarás.
"La besé sin responderle. Cada vez que Stalin me llamaba,
sabíamos muy bien que era posible, muy posible, que no
volviera nunca."
Los temores personales de Kruschev se convirtieron en
angustia: sobre la ruta helada, otros seis automóviles se
dirigían a la residencia de campo: Molotov, Beria, Malenkov,
Bulganin, Kaganovitch y Voroshilov. Solo la declaración de
guerra podía justificar esa convocatoria de los siete
miembros del Presidium. Y la personalidad de Stalin surgió
ante el recuerdo de otra noche en que, durante la guerra, el
dictador lo había citado en su despacho: "Aun bajo el grueso
paño del uniforme, veía sus músculos en movimiento,
potentes. Los pelos del bigote estaban erizados, brillantes.
Y sus ojos..., sus ojos..., iluminados por centelleos que
enceguecían y fascinaban".
"¿Discutir las órdenes de Stalin? ¿Rehusar obedecerle? Tal
cosa equivalía a firmar la propia condena. Ninguno de sus
allegados, ninguno de sus favoritos se hubiera atrevido. Ni
siquiera Beria, que nos tenía bajo el terror de su red de
policías, espías y delatores."
Tres horas después de haber partido de Moscú, el cortejo de
jerarcas comunistas había recorrido los 84 kilómetros que lo
separaban de la residencia de Stalin, riesgo suicida en
aquella espantosa noche de viento y nieve. En medio de
bosques de abetos y vastos jardines, se eleva la antigua
mansión campestre que en el siglo XVII mandó edificar el
favorito de Catalina la Grande. El camino que conducía desde
la ruta hasta la residencia era sinuoso, estrecho, sembrado
de minas y de trampas, con una única entrada en el muro
altísimo, coronado de alambres de púas electrizados, que
rodeaba el parque. Beria se hizo reconocer por el oficial
que comandaba la guardia. Se encendieron unos proyectores
instalados sobre los canteros, y una docena de hombres de
ojos renegridos y rostros duros como el granito surgió en la
noche, empuñando ametralladoras. Eran caucasianos de la
guardia personal de Stalin, elegidos por él, que no
obedecían más que a él. Palparon de armas a los recién
llegados. Dice Kruschev: "Stalin estaba persuadido de que
cualquiera de nosotros podía esconder un arma. Nuestro
Stalin, el compañero que habíamos conocido valiente hasta la
temeridad, cuyas dotes excepcionales habíamos admirado, que
había protegido al partido contra los cismas y los
aventureros, que había ganado la guerra, respaldado por la
fe del pueblo ruso, se había replegado poco a poco en sí
mismo y no tenía ya confianza en nadie, acosado por la idea
fija del asesinato".
Detrás de la residencia, había hecho construir un ala,
invisible desde el frente, compuesta por tres cuartos
absolutamente idénticos, a lo largo de un corredor. En cada
uno, una cama de hierro, un ropero de madera blanca donde
colgaba un uniforme de mariscal, y una mesa de trabajo sobre
la cual se encontraban un teléfono, un fonógrafo y varias
pilas de discos. Solamente aires populares rusos, y
anotaciones de la propia mano de Stalin: "pasable",
"excelente", "m...". En las paredes, fotos recortadas de
revistas, sujetas con chinches; una lámpara eléctrica en el
centro; una palangana y una jarra de agua. Las puertas
estaban forrada, de acero y provistas de una repisa. El
corredor terminaba en una puerta doblemente blindada, que
solo podía abrirse mediante un dispositivo eléctrico
instalado en cada habitación. Del otro lado, una antecámara
en la que montaban guardia, día y noche, cinco caucasianos
armados hasta los dientes. Allí, unos bancos de madera, una
mesa y un teléfono ligado directamente a cada uno de los
aparatos de las tres habitaciones. A las 9 de la mañana,
Stalin pedía el desayuno; a las 13, el almuerzo; a las 19,
la cena; a las 22, el té. Abría la puerta del corredor con
el dispositivo eléctrico, el jefe de guardia entraba con la
bandeja y la dejaba en cualquiera de las repisas de las
puertas. De esa forma, nadie podía saber en qué habitación
se encontraba Stalin.
El dictador recibía a los visitantes en un despacho de la
planta baja, siempre en presencia del jefe de guardia.
Pero esa noche del 1º de marzo de 1943, no era Stalin quien
esperaba a los miembros del Presidium en el despacho, sino
el caucasiano. Su dramático relato fue breve: como de
costumbre, el camarada Stalin había pedido la cena a las 19.
Pero a las 22, el teléfono había permanecido mudo. Durante
casi dos horas, el jefe de guardia esperó el llamado. En
vano. Nadie respondió cuando intentó comunicarse con los
tres cuartos. No había querido tomar sobre sí la
responsabilidad de violentar el refugio de Stalin, y había
telefoneado a los siete miembros del Presidium.
Molotov fue el primero en decidirse: había que forzar la
puerta. Con picos y barras de hierro, los fornidos
caucasianos empezaron la tarea. Pasaron largos minutos hasta
que saltó el primer gozne. La puerta se entreabrió.
Todos contuvieron la respiración. Parecía que la presencia
de Stalin, la voz de Stalin, surgirían del silencio. Nada.
Era necesario seguir adelante, forzar las puertas de los
cuartos. La primera cedió fácilmente. El caucasiano quedó
rígido, con su barra de hierro en las manos inmóviles. Beria
lo apartó y se introdujo en la habitación.
"Yo estaba detrás de él —cuenta Kruschev—. Sobre el piso,
vestido con su uniforme de mariscal, yacía Stalin, como
fulminado... Sentía detrás de mí a mis compañeros que me
empujaban, que querían ver también. De pronto, la voz de
Beria se oyó, aguda, estridente, triunfante: "¡El tirano
está muerto, muerto, muerto!".
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El mausoleo de Lenin
Junto a la muralla interior del Kremlin, una simple lápida
de mármol negro: la tumba de Stalin |
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Kruschev |
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