A LA LUNA POR CONTROL REMOTO
EL PASEO DEL PATITO RUSO
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E| paseo lunar del extraño vehículo Lunokhod permite conjeturar cuál será, en definitiva, el rumbo que tomará el plan espacial soviético: reanuncia la conquista de los planetas Marte y Venus

Las bábushkas (abuelitas), esas viejas campesinas de negro pañuelo en la cabeza que aún hoy se pueden ver en cualquier granja de la URSS europea, tienen un refrán favorito: "Come pan, ponle sal, y habla siempre la verdad". Claro que, desde los tiempos de Iván Grozny (El Terrible), los rusos han aprendido muchas cosas útiles de Occidente: no sólo la tecnología y la organización de su economía, sino también la hipocresía y la diplomacia. El martes 17, sin embargo, a la 0,47 hora argentina, las viejas bien pudieron menear su cabeza con satisfacción: la —para ellas incomprensible— Era Espacial acababa de acreditar el descenso en la Luna de un vehículo soviético autónomo, capaz de deambular por la costra selenita con eficiencia y sin apuro. El hecho certificaba la veracidad de los anuncios amablemente hechos por los rusos en ocasión de los viajes norteamericanos al satélite: "Todo esto es muy lindo y muy simpático, pero nosotros estamos en otra cosa", deslizaron. Nadie les creyó. Y resultó cierto.
Es que toda apreciación de los planes espaciales de las dos grandes potencias sólo se revela en su verdadera dimensión cuando se la estudia desde el punto de vista de una velada, cordial pero inextinguible competencia, donde la carrera personal y científica de los cerebros de ambos países se juega en un ajedrez de prestigio, economía y rapidez. Dentro de ese marco, la presencia norteamericana en la Luna significó —como los Estados Unidos se ocuparon de subrayar— un round ganado por Occidente en esa pelea sin knock-out posible. La URSS no podía contentarse con repetir lo ya hecho: debía retrucar con algo distinto (y mejor). Al hacerlo, sin embargo, también delataría sus planes ulteriores, y ya se sabe que gran parte del prestigio astronáutico ruso está fundamentado en el misterio y en la sorpresa, que permitieron el gran golpe del Sputnik en 1957, un derechazo que hizo trastabillar la hasta entonces ciega confianza estadounidense en su liderazgo tecnológico. Desde el martes ya se saben las cartas de cada contrincante: si los hechos siguen produciéndose tal como parecen anunciarse, la jugada de la URSS es dejar la Luna a los americanos, para arrebatarles, en cambio, el resto del sistema solar.

UN AUTITO TRACCION A SOL
El antecedente más cercano de este último intento fue el viaje, realizado en septiembre último, de la astronave automática Luna XVI, que descendió en el satélite, recogió muestras del terreno y regresó a su base terrestre. Por eso, cuando hacia el 11 de noviembre se supo que los científicos moscovitas habían enviado una nueva nave a la Luna, se pensó —y así lo hicieron entender las propias informaciones de TASS— que se trataba de un segundo ensayo, corregido y aumentado. Recién el martes 17, los boletines radiales rusos informaron sobre los verdaderos alcances de la nueva hazaña: dentro de la nave Luna XVII viajaba, además del consabido laboratorio automático, un tractor lunar especial, bautizado Lunokhod (algo así como Lunamóvil); su misión era explorar el terreno.
El descenso de la astronave era el Mar de las Lluvias —una depresión llana ubicada unos 1.600 kilómetros al sudeste del Mar de la Tranquilidad, donde pusieron sus plantas los astronautas norteamericanos Armstrong y Aldrin— se cumplió sin dificultades tras una semana de viaje cósmico. Apenas unos minutos mas tarde —los necesarios para que la base espacial de Baikonur pudiera echar una rápida mirada a Los controles y verificar que todo estaba en orden— las compuertas de la cápsula se abrieron y de su interior emergió uno de los vehículos más extraños y feos que la ciencia ficción haya jamás imaginado. Amigos de las comparaciones, Los periodistas soviéticos lo definieron como "una especie de tetera boca arriba"; en realidad, es más raro que todo eso.
Su chasis es articulado, como el de ciertas excavadoras, y las partes motrices tienen suspensión y propulsión independientes, como los tanques de oruga. Pero no tiene cremalleras, sino ocho ruedas: al parecer los técnicos rusos quisieron precaverse ante extremas irregularidades del terreno. La parte superior, o techo, es amplia y casi plana: seguramente esa forma no tiene otra intención que la de facilitar la recolección de radiación solar por parte de las pilas fotoeléctricas. En efecto, uno de los aspectos más sensacionales del artefacto es que no necesita otra fuente de energía más que la luz del Sol, lo que le da una autonomía casi ilimitada. Si a eso se suma la ausencia de personas a bordo, salta a la vista una de las ventajas del plan soviético frente al operativo estadounidense Apolo: a menos que alguno de los muchos meteoritos que caen constantemente sobre la superficie lo haga pedazos, el Lunokhod puede permitirse un largo periplo, casi sin límite de tiempo y —lo que es más importante— sin límite de distancia. La sucinta información brindada por los medios científicos rusos confirma las suposiciones de algunos hombres de ciencia occidentales acerca del rumbo que estaba tomando el plan espacial de Moscú: a pesar de haber insistido siempre en la irreemplazabilidad del elemento humano, la URSS parece haber relegado el alunizaje de astronautas hasta mejor momento; los riesgos corridos por los viajeros norteamericanos en su segundo intento —cuando el Apolo XIII sufrió, en abril último, un cortocircuito y la perforación de un tanque de oxígeno— parecen haberlos convencido de que los peligros que acechan al hombre aún son muchos. Ese sería uno de los motivos para optar por los sistemas automáticos y de control remoto.
Pero hay otros: nadie duda en Occidente que el verdadero objetivo de la URSS, en materia espacial, es la conquista de Marte y Venus. La larga duración de un viaje a alguno de esos planetas hace imposible, por el momento, el envío de astronautas: los seres humanos son máquinas muy eficientes en la Tierra, pero en el espacio exigen demasiado peso en materia de alimentos, agua y oxígeno. Por eso no se duda de que la eventual conquista de planetas mayores deberá iniciarse con una invasión automatizada. Desde ese punto de vista, los paseítos del Lunamóvil reflejan el punto alcanzado por los científicos soviéticos: guiado a larga distancia a través de un equipo autónomo de radio de varios canales, el aparatejo puede mirar el suelo con dos cámaras de televisión; enviar esa imagen a la Tierra; recibir órdenes de la base Baikonur respecto a tareas tales como recoger muestras del terreno, acelerar, dar vuelta o frenar; sortear por sí solo obstáculos menores —posiblemente mediante un sucinto radar conectado a una computadora compacta— y eventualmente volver a la cápsula para un retorno a casa.
Como no podía ser menos —también los norteamericanos recayeron en esa sensiblería— una parte del peso útil se desperdició en transportar banderas rojas, escudos soviéticos y hasta un bajorrelieve con la efigie de Lenin. Después de depositar esos emblemas, el Luna-móvil se dedicó a otros juegos más importantes: respondiendo a órdenes terrestres, realizó un paseíto hasta llegar a unos 20 metros de la cápsula madre y más tarde —dando muestras de ciertas inclinaciones edípicas— volvió hasta ella, dio una vuelta sobre sus ruedas y se engolosinó emitiendo por televisión la imagen serena de su nodriza. En los días siguientes retornó a sus labores en un lento viaje con rumbo sudeste —el jueves llegó a unos 110 metros de distancia—, recogiendo muestras y midiendo la radiación a su paso.

LOS RUSOS SABEN ALGO
El fin último de todo proyecto espacial es la instalación de bases científicas permanentes más allá de la Tierra; en el caso de los Estados Unidos, es obvio que los mayores esfuerzos están encaminados a poner su primera base en la Luna, previo establecimiento de un sistema de relevos y postas que permita un ágil tráfico de víveres, combustible y personas. Durante algún tiempo se creyó que la URSS también aspiraba a un reinado selenita, y que para eso empezaría por la instalación —menos efectista pero más conducente— de una base en torno de la Tierra, como plataforma para futuros viajes "económicos" a la Luna con tripulación. Algo parece haber fallado en ese plan, o bien la ventaja tomada por los norteamericanos —a costa de algunos riesgos quizás excesivos— debió parecer demasiado grande a los capitostes del proyecto soviético. En cambio, el desarrollo de su electrónica (en particular de la cibernética) permitió a los rusos planear la conquista de otros planetas a partir de exploraciones automáticas o a control remoto.
Sin duda los rusos saben algo que los norteamericanos aún ignoran, o creen saberlo: según sospechas de muchos occidentales, el fervor planetario de Moscú se explicaría si algunas manchas en el polo Sur marciano no fueran de anhídrido carbónico sino de nieve. Hasta Von Braun alentó esa suspicacia: si en Marte hay agua y los rusos ya lo saben, es lógico que se preocupen más por llegar allí que por poner a sus hombres en la desértica Luna. También es posible que tengan buenos motivos para ir a Venus: si alguien sabe qué hay bajo el espeso manto de nubes, son precisamente los científicos soviéticos. Es posible que el Venus VII, una nave rusa despachada en agosto y que llegará a destino el 15 de diciembre, aclare muchas dudas.
Pero entonces, ¿para qué sirve el actual paseo del Lunamóvil? Obviamente, uno de los fines es publicitario: los norteamericanos están ensayando desde 1964 un automóvil lunar y se pensaba que en julio próximo —en ocasión del viaje Apolo XV— sería el primer vehículo que hollaría el satélite; el Luna-móvil destruyó esa primacía. Un segundo objetivo es ensayar minuciosamente el artefacto explorador, que en esencia no se diferencia mucho de los que recorrerán Venus y Marte: es claro que el sistema de control remoto es más fácil de probar a la "corta" distancia que hay entre la base terrestre y la Luna. Tercer posible objetivo: con buen criterio, los rusos decidieron no esperar hasta contar con un autoabastecimiento pleno, y echaron mano a los adelantos de otros países en ciertos terrenos; así, el sistema láser que permite ubicar con precisión el punto de la Luna en que está situado el Lunokhod, por telemetría y triangulación, es parte de un convenio de realizaciones espaciales conjuntas con Francia que permite a los galos exportar muchos millones de francos en material de alta precisión, y a los rusos ganar varios años de investigación. El paseo lunar no sólo pone a prueba los equipos, sino también a todo un sistema diplomático y comercial de apertura hacia Occidente: desde esa perspectiva, la publicidad dada por TASS al hecho de que el equipo láser es de fabricación francesa vale su peso en oro.
Los más suspicaces, sin embargo, añaden una razón más para explicar el esfuerzo soviético: sin desdeñar el impacto emotivo que tiene en el gran público cualquier alunizaje, algunos hicieron notar que la zona del Mar de las Lluvias no es un lugar cualquiera. Las mediciones gravimétricas efectuadas por los americanos —y por los propios rusos, en ocasión de los viajes Luna VII al Luna XIV— demuestran una extraña anomalía en esa región, un insólito aumento de la densidad del terreno. Traducido a lenguaje llano, ese descubrimiento podría significar que el subsuelo contiene metales pesados en abundancia, por alguna razón concentrados en ese punto geográfico (¿selenegráfico?). Claro que podría tratarse de una acumulación de plomo, o de oro —un metal ahora casi desdeñable, estratégicamente hablando—; pero no hace falta demasiada imaginación para pensar que quizás se trate de un yacimiento de uranio, de dimensiones y concentración antes no soñadas.
Revista Siete Días Ilustrados
23.11.1970

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