Más de 2 mil soldados israelíes, apoyados por 100 tanques,
invadieron -el martes 12- el territorio del Líbano. La operación
punitiva, la más vasta desde la Guerra de los Seis Días, tuvo por
objetivo neutralizar a los guerrilleros palestinos, amenazando
quebrar el precario equilibrio de la agitada región
El
martes 12, en las primeras horas de la madrugada, una fuerte columna
blindada israelí con espectacular apoyo aéreo penetraba en
territorio del Líbano: devorador ejercicio de metralla que habría de
llevar a las tropas judías a situarse, por unas horas, a sólo 50
kilómetros de Beirut, una pintoresca ciudad rodeada de verdes
colinas y cedros añosos. A esa hora, acodados en las mesas de mármol
del café Oriente, un demorado grupo de trasnochadores se vio forzado
a interrumpir los primeros, habituales bostezos. Las radios a
transistores se convirtieron, de pronto, en el máximo punto de
atención: es que la incursión punitiva no era un simple costado de
la rutinaria guerra del Medio Oriente, nutrida de escaramuzas y
operaciones de comandos. Configuraba la mayor expedición militar
israelí contra ese país árabe desde la famosa blitzkrieg de los seis
días, en 1967. Voceros de Tel Avív precisaron que la acción
militar había sido emprendida para neutralizar las bases
guerrilleras palestinas que operan desde territorio libanés.
Inmediatamente se hizo sentir la respuesta árabe: tropas del país
invadido, apoyadas por Siria e Irak, desataron un furibundo
contraataque. En Ammán, el rey Hussein de Jordania convocó a su
gabinete para una reunión de emergencia con el objeto de "estudiar
la gravedad de la situación". En las Naciones Unidas, mientras
tanto, el representante del Líbano, Edouard Ghorra, citaba con
premura al Consejo de Seguridad y solicitaba la condena de la
"invasión y el inmediato retiro de las tropas israelíes". La guerra
de bolsillo, entonces, pareció cebarse con instancias más
dramáticas: "La provocación israelí —habría dicho el monarca jordano
a sus ministros— es similar a las operaciones que precedieron al 5
de junio de 1967", comienzo de la arremetida de Dayan. Con todo,
los observadores políticos barajaban un cúmulo de hipótesis, más o
menos transitadas, para explicar los motivos de la invasión judía al
Líbano: el más moderado y débil de los países árabes que enfrentan a
Israel. El cuadro trazado por corresponsales extranjeros y
experimentados augures diplomáticos, intentaba desbrozar un camino
que no siguiera el reiterado itinerario de los comunicados
oficiales: un horóscopo complicado que apelaba al planisferio de los
conflictos internacionales, desde la ocupación norteamericana de
territorio camboyano (ver pág. 18), hasta el Pekín-Moscú, tan
erizadas en los últimos tiempos.
EL CIELO DE LA DISCORDIA
"En el espacio aéreo de Medio Oriente se ha comenzado a hablar en
ruso", detectaba, la semana pasada, el semanario francés L'Express.
Se refería a un reciente y dramático anuncio de Jerusalem que
aseguraba que un nutrido contingente de aviadores moscovitas pilotea
aviones egipcios para defender el cielo de El Cairo. Un hecho que,
presumiblemente, terminaría con la superioridad israelí en la
materia: la experiencia y la reconocida habilidad de los pilotos
soviéticos convertirían —según los medios políticos judíos— a la
aviación de Nasser en un arma formidable. Algo es cierto: los 300
aparatos de combate judíos —entre los que se cuentan Mirages,
Phantoms, Mysteres y Skyhawks— dominan, hasta ahora, los cielos del
Medio Oriente en todos los frentes, y pueden llegar hasta El Cairo
en el momento que lo deseen. Una espinosa circunstancia que obligó
a los soviéticos a transferir a Egipto un número no determinado de
misiles Sam 3, un proyectil tierra-aire, de dos etapas, cuya misión
es abatir los aviones de combate que vuelan a baja altura. El
inesperado presente de Kosyguin a Nasser no dejó de llamar la
atención: The New York Times acaba de señalar que "por primera vez
desde 1945 la URSS interviene con sus pilotos y sus técnicos en un
conflicto que enfrenta a potencias extranjeras". La observación,
firmada por James Reston, era un tiro por elevación contra el
presidente Nixon, quien habría intentado apaciguar al Kremlin
suspendiendo el envío de nuevos aviones Phantom a Israel. Parece
un hecho, además, que una treintena de emplazamientos de misiles Sam
3 se hallan instalados en puntos estratégicos del territorio de la
R.A.U. Estas bases, verdaderos santuarios soviéticos, pueden
soslayar la soberanía egipcia, y estarían controlados exclusivamente
por técnicos y expertos moscovitas. Tales posiciones estarían
servidas por un mínimo de sesenta expertos y un máximo de cien: un
verdadero cuerpo expedicionario al que hay que sumarle los pilotos y
los asesores militares ya instalados en Egipto.
UN HORIZONTE
ENCAPOTADO Esta injerencia rusa en el ejército egipcio,
contraparte —en cierto modo— de la injerencia norteamericana en
Indochina, parece haber provocado una urticaria inesperada: muchos
oficiales cairotas se mostrarían poco dispuestos a convivir con sus
aliados moscovitas, lo cual explicaría, en apariencia, una reciente
medida política de Nasser que disgustó a la izquierda egipcia: el
avance —en el seno de los más influyentes círculos políticos de El
Cairo— de reconocidos personajes anticomunistas. El escozor que
produce la presencia de los técnicos soviéticos en el campo militar
sería más o menos el mismo que suscitan los supervisores moscovitas
en las industrias estatales, sobre todo en la del cemento. No
habiendo podido cumplir los planes de producción —una enorme
cantidad de cemento es necesaria para abastecer la construcción de
las nuevas plataformas de misiles— el Kremlin habría impuesto a la
R.A.U. sus propios interventores, que disfrutarían de amplio y
odioso poder. Un periodista italiano, el corresponsal Dino
Frescobaldi, obtuvo sabrosa confesión de unos de sus colegas
egipcios: "Es difícil que nosotros hablemos en presencia de
extranjeros acerca de este tema; pero cuando estamos solos todas
nuestras conversaciones giran en torno a la presencia soviética en
nuestro país. Muchos tememos que el Kremlin nos lleve a aventuras
políticas y militares que luego tendremos que lamentar". Una opinión
que, al menos en parte, coincide con la sustentada por los
israelíes. Una cosa parece evidente: el gobierno de Jerusalem
atraviesa un período de grandes éxitos militares y políticos y la
presencia de los Sam 3 y de los pilotos soviéticos le encapota el
horizonte. Es que —según observadores diplomáticos occidentales— los
halcones israelíes habrían hecho sus cálculos previendo una
disminución de la ayuda comunista a los árabes y una intensificación
de la asistencia norteamericana a Israel. Tal vez habría que incluir
la incursión judía del martes 12 en territorio libanés dentro de las
reglas de ese juego pantanoso donde la muerte es un hecho cotidiano
y la paz una esperanza casi inexistente.
CUIDADO CON LOS
ELEFANTES Hace unos días, cuando Moshé Dayan denunció la
presencia de los aviadores rusos en el Canal de Suez, diagramó una
imagen feliz, acertada, pero angustiosa: "Estamos situados justo en
el camino transitado por los elefantes", dijo. Era una manera de
alertar a su pueblo, y al gobierno de los Estados Unidos, acerca de
una incómoda contingencia: que el cazador —hasta ahora Israel— se
convierta en el blanco de las balas. Acaso ello constituya el
verdadero motivo que indujo a Dayan a cruzar la frontera libanesa.
El gobierno de Beirut —apenas resignado a tolerar la presencia en su
territorio de los guerrilleros palestinos— sería, según los cálculos
israelíes, la parte más delgada del hilo que une a los países
árabes. Desunir a los enemigos puede ser, también, una manera de
bloquear el camino de los elefantes. Así lo entendió al menos un
periodista israelí cuando —enarbolando una plácida sonrisa
talmúdica— confesó a un corresponsal de la UPI: "Nuestros tanques
están en el Líbano, pero sus cañones apuntan a El Cairo". De
cualquier manera, al margen de los milimétricos cálculos políticos,
un nuevo derroche de vidas humanas ensangrentaba, el martes 12, las
escarpadas colinas que conducen a Beirut. Ese día, a las 6 de la
mañana, un sol semidesvanecido rociaba las laderas del Monte Hebrón
cuando 100 tanques Patton M-48 y 2 mil soldados israelíes
flanqueaban varios campos de guerrilleros palestinos: "El ataque fue
fulminante —tembló un anciano campesino libanés ante el
corresponsal de UPI—. Al principio creímos que se trataba de un
terremoto, pero luego nos dimos cuenta que estábamos otra vez en
medio de la guerra". Es cierto: las llamas de las bombas napalm
incendiaban los campos de trigo y la aviación judía obscurecía el
cielo del Líbano. Durante 14 mortíferas horas, se combatió sin
cuartel en un área de 12 kilómetros de profundidad. En Damasco,
un portavoz sirio anunció que sus fuerzas armadas se habían unido al
ejército libanés para rechazar a "los invasores israelíes". Comenzó,
así, otra guerra, menos cruenta, más especulativa: la batalla de los
comunicados. Uno y otro bando se adjudicaron rotundos triunfos,
saturados de heroísmo. Pero la sangre, cálida, salobre, pródiga,
pintaba -—de veras— las escarpadas alturas del Monte Hermón, donde
el contingente israelí había rodeado a seis aldeas, imponiendo el
toque de queda y fusilando, sumariamente, a varios guerrilleros
palestinos. A las 15 horas de ocupación —"cumplidos todos los
objetivos", según anunció Tel Aviv— las fuerzas del Estado judío
comenzaron un ordenado repliegue, protegidas por una verdadera
oleada de aviones de combate, mortalmente eficaces. Poco antes del
amanecer del día 13 aún se luchaba. Fuentes árabes informaban que en
los alrededores de Hasbaya —sur del Líbano— había tropas que estaban
cercadas por los fedayin palestinos, en bolsones de 10 kilómetros de
extensión. Había llegado la hora del combate cuerpo a cuerpo. En
las seis poblaciones atacadas por la expedición punitiva —un
conglomerado que alberga a más de 6 mil personas—, largas columnas
de humo saturaban el claro cielo de la mañana: indefensa ante la
calidez de la muerte. Los aviones de ambos bandos contribuyeron a
tiznar el escenario bíblico: kilómetros y kilómetros de campos
sembrados de trigo se chamuscaban irremediablemente. "Eso que se
quema —murmuró un aterido aldeano— es el pan de nuestros hijos";
tenía razón. Pero en el aire, la tos convulsa de las ametralladoras
salmodiaba otro rezo: en el villorio de Kfar Haman los aviones y los
cohetes habían carbonizado todo el poblado "sin que se produjeran
víctimas", según se alegró un comunicado de Al Fateh. En las
aldeas de Al Habbariyan y Freides, los guerrilleros palestinos se
parapetaron en las colinas y desde allí hostigaron a las columnas
israelíes. Cinco horas duró el cruento combate, tras el cual los
fedayin debieron retirarse hacia el interior. El mando militar
israelí —a las 12 del miércoles— aseguró que la operación había sido
todo un éxito. El balance, según Tel Aviv, podía resumirse así:
varios depósitos de armas y 10 vehículos de los guerrilleros fueron
destruidos, al igual que un importante número de cohetes y morteros.
También fueron tomados 11 prisioneros, dos de los cuales admitieron
haber participado en ataques contra territorio israelí. Una
contabilidad magra si se tiene en cuenta que el operativo buscó
aniquilar las bases libanesas de los guerrilleros palestinos. El
jueves 14 todo indicaba que las tensiones de la convulsionada región
irían in crescendo. No resultaba difícil preverlo: mientras Richard
Nixon parecía dispuesto a reanudar el envío de los temibles Phantom
a Israel, el Daily Mail, de Londres, aseguraba que la aviación
egipcia dispone de un flamante caza reactor soviético, cuya
tecnología es desconocida aún en Occidente, el Mig 21-J. Así, la
prolongación del diálogo de guerra que las dos superpotencias vienen
entablando desde Asia del Sudeste, parecía aventar definitivamente
las esperanzas de una distensión. Porque más allá de los escarceos
oportunistas de Nasser —apoyarse en los soviéticos para chantajear a
los norteamericanos— la tercera invasión israelí no hizo más que
ratificar que el verdadero peligro no sólo para Dayan, sino para la
mayoría de los gobiernos árabes —incluido el de Nasser— se llama Al
Fateh, la porfiada, escurridiza guerrilla palestina. Revista
Siete Días Ilustrados 18.05.1970
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Después de la batalla, las risas de los soldados israelíes
no parecen un lujo
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