En el siglo XIII, los primeros proyectiles autopropulsados
irrumpieron en los campos de batalla mongoles portando inocentes
flechas incendiarias. Desde entonces los misiles acompañaron el
empeño del hombre por conquistar el espacio, pero también se
convirtieron en vehículos del arsenal más temible de la historia.
No tiene gusto ni olor y mata en cuestión de segundos,
inhibiendo las enzimas que permiten relajar las contracciones
musculares. Se llama GB y los 418 recipientes de cemento y acero que
contenían los misiles portadores de las 3 mil toneladas del gas más
tóxico que enriquecía el arsenal biológico del ejército
norteamericano, reposan desde la semana pasada en una fosa marítima,
cinco mil metros en las profundidades del Atlántico, a 453 kilómetros
de las costas de Florida. Lejos estaban de suponer los imaginativos
estrategas chinos del siglo XIII que esas inocentes y primitivas
flechas incendiarias impulsadas por cohetes, que sembraban más
confusión que muerte en las huestes mongoles, acabarían
perfeccionándose al extremo de convertirse en los modernos misiles,
arma fundamental en la guerra moderna y elemento decisivo en la
conquista del espacio. Originada en la voz latina 'missilis', que
a su vez deriva del verbo 'mittere' (mandar, enviar), la palabra
misil designaba en principio a todo proyectil que caía lejos,
incluso una flecha. Recién al alcanzar la cohetería un desarrollo
mayor, se convino en llamar misil sólo a los proyectiles que poseen
un sistema de autopropulsión, sea del tipo que fuere, aunque hasta
hace pocos años nadie hablaba de misiles, sino de cohetes. Fue en
Oriente donde esos artefactos voladores experimentaron un mayor
desarrollo como arma; en la India, entre 1780 y 1799, los ingleses
fueron los primeros occidentales sorprendidos cuando Hydar Alí y su
hijo Tippu Sahib, entre 1780 y 1799, diezman los ejércitos de Su
Majestad empleando cohetes que pesaban entre tres y seis kilos.
Pero los colonialistas no desaprovecharon la lección: poco tiempo
después, el coronel William Congreve perfeccionó un engendro con el
que la flota británica bombardeó Boulogne, en octubre de 1806, y
Copenhague al año siguiente. Entre 1812 y 1814, los ingleses
continuaron usando cohetes en la guerra contra los Estados Unidos,
aunque sin inquietar demasiado a los cazadores de Jackson. Un siglo
más tarde, los británicos volverían a asombrar al mundo: cohetes
portados por aviones de caza son disparados contra globos de
observación y aviones adversarios, durante la Primera Guerra
Mundial. Pero hasta entonces, se trataba sólo de una forma
distinta de disparar proyectiles y los experimentos tenían poco que
ver con la historia de los misiles, tal como se entiende ahora.
Recién cuando se intentan aprovechar las cualidades particulares del
cohete se inicia su verdadero desarrollo. Un cohete se mueve según
el principio de la reacción, conocido ya por los viejos alquimistas,
aunque es Isaac Newton (1642-1727) quien formula sus características
cuando dice que "a una acción corresponde siempre una reacción igual
y contraria: es decir, las acciones recíprocas de dos cuerpos son
siempre iguales y ejercidas en dirección opuesta". Esta fórmula de
compleja apariencia significa que un cohete puede impulsarse a sí
mismo, sin ningún apoyo exterior, principio sobre el que se
fundamenta toda la cohete-ría moderna.
EL COHETE A DINAMITA
Fue el alemán Hermann Ganswindt, en el curso de una conferencia
pronunciada en Berlín el 27 de mayo de 1891, quien propuso por
primera vez el uso del cohete para la navegación aérea, presentando
incluso un proyecto de vehículo cósmico. Había imaginado una máquina
que avanzaba en el espacio propulsada por explosiones de dinamita,
es decir, basada en el principio del cohete. Para Ganswindt era
posible volar en el espacio "si se lleva simplemente con uno la masa
de aire bajo forma de materiales explosivos que, al mismo tiempo,
permiten disponer de la máxima potencia". Pese a las imperfecciones
de su proyecto, recibido con escepticismo y burla, la teoría era
correcta y puede decirse que con él se abandona la prehistoria para
entrar en la verdadera historia de la conquista del espacio.
Corresponde a Konstantin Eduardovic Tsiolkovski, un ruso nacido en
1857, especialista en química, física, mecánica, astronomía y
matemáticas, seguir abriendo el campo. Dando por sentado que un
cohete es el único vehículo que puede conducir al hombre a las
estrellas, Tsiolkovski fijó su atención en el combustible.
Descartando los combustibles sólidos conocidos por su falta de
homogeneidad —lo que incidiría sobre su línea de ascensión—, pensó
en los líquidos, calculando las proporciones que deben guardar el
peso de la estructura del cohete y el del combustible, es decir, la
relación de masa. Pero al diseñar un proyecto de astronave tuvo una
intuición genial: el cohete en varias etapas. Aunque no lo concibió
tal como sería finalmente realizado, sentó el principio en que se
basaría toda la cohetería posterior. En 1898, en un largo artículo
titulado 'La exploración del espacio cósmico con aparatos a
reacción', Tsiolkovski recopiló todos sus cálculos y proyectos, pero
tuvo que esperar hasta 1903 para verlo publicado en la revista El
observador científico. Sus desvelos, sin embargo, no tuvieron eco
por muchos años; recién en 1924, ante la difusión de un libro del
alemán Hermann Oberth sobre las perspectivas de la astronáutica,
vuelve a publicarse su trabajo, esta vez bajo el título El cohete en
el espacio cósmico. Una frase estampada en el monumento que se
erigió en su homenaje sintetiza el sentido de sus investigaciones:
"La humanidad no permanecerá eternamente sobre la Tierra".
UNA MUJER EN LA LUNA En 1935, al morir Tsiolkovski, hacía ya
nueve años que Robert Goddard, un científico norteamericano, había
lanzado el primer cohete a combustible líquido (una mezcla de nafta
y oxígeno}, aunque el artefacto no había podido alcanzar el
kilómetro de altura. No obstante, sigue siendo Alemania el país
donde la cohetería registra su mayor desarrollo, gracias al libro de
Oberth, que tanto había impresionado a los rusos. Se llamaba El
cohete en el espacio interplanetario y resumía, en un centenar de
páginas, una teoría de la astronáutica con sus fundamentos
matemáticos. El trabajo desató en Alemania una verdadera fiebre por
la cohetería: automóviles, locomotoras, motocicletas y toda clase de
vehículos estaban provistos de propulsión a cohete, con resultados
frecuentemente desastrosos. Sin embargo, entre tanto desatino, se
destacan tres hechos positivos: la fundación del VfR (Verein für
Raumschiffahrt o Sociedad para la Navegación Interplanetaria), el
rodaje de Una mujer en la Luna, un film de Fritz Lang, y el ingreso
al VfR de un joven de 18 años llamado Wernher Von Braun. La
Sociedad, fundada en 1927, encarrila la investigación, dispersa
hasta ese entonces, sobre bases estrictamente científicas, y la
película proporciona a Oberth, en 1929, una oportunidad única: la
productora pone a su disposición todos los medios necesarios para la
construcción de un cohete que sería lanzado el día del estreno. El
escaso tiempo con que cuenta le impide terminarlo, pero su trabajo
no se pierde. Entre tanto, ha escrito otro libro: Medios para el
viaje interplanetario y desarrollado un motor-cohete que funciona a
nafta y oxígeno líquido. La importancia que se daba a la
cohetería en Alemania no era de ningún modo casual. El tratado de
Versalles prohibía a los vencidos la fabricación de una gran
variedad de armas, sobre todo la artillería pesada, pero en 1919
nadie había pensado en que los cohetes podrían resultar alguna vez
un peligroso sustituto. Es Von Braun, ingresado al VfR en 1930,
quien realiza las tratativas con el ejército, avalado por su
condición de hijo del ministro de Agricultura. En el verano de 1933
la Sociedad llega a un acuerdo con los militares: a cambio de que se
le faciliten los medios para construir un cohete capaz de alcanzar
la Luna, trabajará en el perfeccionamiento de elementos bélicos.
Algunos de los compañeros de Von Braun desertan pero, en cambio, el
dinero deja de ser un problema para los investigadores. El ascenso
de Hitler al poder provoca un notable aumento de los subsidios y,
después de más de diez años de misterio, un jueves 7 de setiembre de
1944, desde una plataforma móvil en Wassenaar, parte una V2 hacia
Londres. Es un gran cohete de 14 metros de largo con un diámetro
máximo de un metro setenta. Al despegar pesa casi trece toneladas,
ocho y media de las cuales constituyen el combustible líquido (ocho
de oxígeno y tres y media de alcohol). En la ojiva: mil kilos de
explosivo. Con un empuje de alrededor de 25 mil kilos, la V 2
alcanza una velocidad máxima de 5 mil kilómetros por hora, trazando
una parábola que, después de haberla elevado a 80 mil metros, la
lleva a una distancia que oscila entre 275 y 300 kilómetros. El
motor-cohete funcionó durante 65 segundos, elevándose hasta unos 30
mil metros, para proseguir después el vuelo por inercia.
Comportándose balísticamente como un proyectil de artillería normal,
alcanzó el blanco a dos mil kilómetros por hora, velocidad más que
suficiente para esperar que la V 2 no fuera escuchada antes de la
explosión. Se había lanzado el primer gran cohete moderno, prototipo
de todos los que le seguirían.
LA ERA DEL MISIL Pero ya
era tarde para Alemania: el desmoronamiento del Tercer Reich
sorprende a Von Braun investigando sobre dos grandes misiles en dos
etapas, cuyo destino final era Nueva York, la mayor ciudad de un
país que ya había conseguido la bomba atómica. Cuando a fines de la
guerra se entrega como prisionero de los norteamericanos —esperando
que ellos garantizaran la prosecución de sus trabajos relativos a la
exploración del espacio—, ignoraba todavía la existencia de esa
bomba que Alemania no había conseguido. Es que en 1942 se había
prohibido toda discusión acerca de la física relativista imaginada
por un judío: Albert Einstein. Será esa bomba, sin embargo, la que
le permitirá alcanzar el sueño de enviar sus misiles a la Luna.
La posesión de la bomba nuclear lleva a los Estados Unidos a
descuidar las investigaciones sobre misiles, hasta que en 1949 un
anuncio del presidente Truman los despierta de su sueño: los rusos
han hecho detonar una bomba atómica. Pero la situación es más grave
aún. Con la ayuda de Helmut Gröttrup, ayudante de Von Braun en
Peenemünde, han acelerado los estudios de cohetería. El científico
alemán arma y lanza para la Unión Soviética una V 2, pero poco
después lo devuelven a Alemania. Nadie sabe quién queda a cargo de
esas investigaciones y sólo al morir, en 1966, se revela el nombre
del genio escondido de la balística soviética: Sergei Koroliev.
Insistentemente, Von Braun trata de llamar la atención sobre la
necesidad de prepararse para conquistar el espacio. Pero la máquina
norteamericana se mueve con excesiva lentitud para sus deseos y,
antes, se decide a preparar un misil balístico intercontinental: el
Atlas. Pero cuando los cálculos demuestran que para lanzar una
cabeza nuclear a 8 mil kilómetros de distancia es necesario un
cohete con un empuje de 400 mil kilos, se opta por esperar que la
tecnología reduzca el peso y el volumen del explosivo para proyectar
un cohete más pequeño. Pero otro es el criterio de los rusos.
Transitando el mismo grado de desarrollo en lo referente a cabeza
nuclear, construyen igualmente los misiles necesarios y anuncian, en
1955, que se aprestan a lanzar un satélite artificial, algo que
nadie cree. La imposibilidad de obtener el misil intercontinental
no impide que, entre tanto, las tres armas norteamericanas emprendan
una verdadera competencia por desarrollarlo. Von Braun realiza para
el ejército el Redstone, una versión aumentada de la V 2, para pasar
después a un misil intermedio, el Júpiter, preparado para un
recorrido de dos mil quinientos kilómetros. La marina enfrenta un
programa complejo: el Polaris, un misil apto para ser lanzado desde
los submarinos nucleares en inmersión. La aviación realiza el Thor,
un intermedio, y trabaja sobre el Atlas, intercontinental que,
ahora, no necesita un empuje mayor a los 170 mil kilos. Hacia fines
de 1956, Von Braun anuncia que está en condiciones de lanzar un
satélite artificial, utilizando un misil compuesto de un Redstone y
otras variedades de cohetes, pero no puede imponer su punto de
vista. El 26 de agosto de 1957, llega para los norteamericanos la
hora de la humillación. La Unión Soviética anuncia haber
experimentado un misil balístico de varias etapas y largo alcance,
capaz de trasportar una ojiva nuclear: el arma absoluta había hecho
su aparición, pero en manos del enemigo. Y en menos de dos meses, el
4 de octubre, el Sputnik circundaba la Tierra, convertido en el
primer satélite artificial de la historia. Sólo en enero de 1958,
Von Braun consigue lanzar un pequeño satélite y se esboza, por
primera vez, un programa realista para el espacio. Pero antes es
necesario hacer frente a la amenaza de la superioridad soviética en
el campo militar y todos los esfuerzos se concentran en el Polaris,
un misil de dos etapas y nueve metros de alto, operable desde un
submarino en inmersión. Esta listo en 1961, y un año más tarde, el
Atlas, un misil balístico intercontinental a combustible líquido
(ICBM), lleva al espacio a los primeros astronautas norteamericanos.
Sigue el Titán, otro intercontinental, más potente aunque también a
combustible liquido. Finalmente, llega la hora del Minuteman, primer
ICBM a combustible sólido. El desarrollo de los misiles
intercontinentales hace perder importancia a los intermedios,
mientras aumenta la gravitación de los misiles tácticos para las
fuerzas terrestres. Por un momento parece que también los
proyectiles antiaéreos terciarían en el combate, pero mostraron poco
porcentaje de acierto frente a modernos cazas. Pero no se detiene
allí la búsqueda de las dos potencias lanzadas a la conquista del
espacio. Si bien el desarrollo de los misiles alimentados a
combustible líquido —como el Saturno norteamericano— parece haberse
estancado, porque no responde a las necesidades militares, no ha
sucedido lo mismo con aquellos de uso bélico. Una muestra de ello es
el MIRV (vehículo de retorno independiente con objetos múltiples),
compuesto por una cabeza nuclear que se divide en varias partes
después de ser disparada, cada una de las cuales se dirige a un
blanco distinto. Mientras en EE. UU. dos nuevos MIRV están en pleno
desarrollo —el Minuteman III y el Poseidón, destinado a sustituir al
Polaris, después de superarlo en autonomía y precisión—, en la Unión
Soviética, las esperanzas están centradas en el SS 9, un MIRV que,
sin embargo, no puede disparar hacia diferentes blancos, sino que
cae disperso sobre un objetivo previamente determinado. Desventaja
que, de alguna manera, compensa el hecho de haber desarrollado antes
que sus rivales, otro tipo de misil balístico intercontinental: el
FOBS (sistema de bombardeo orbital fraccionado), un arma que
entra en órbita terrestre a una distancia que oscila entre cien y
doscientos kilómetros, de manera que sólo puede ser detectado por el
radar a último momento, cuando frena, deja su órbita y cae sobre el
objetivo. Tan vertiginoso desarrollo no podía evitar la creación
de sus propios anticuerpos, constituidos, en este caso, por los
discutidos sistemas antimisiles: Galosh, método defensivo soviético,
según el código convencional de la NATO, y Safeguard, el
norteamericano, objeto de feroces críticas por su alto costo y,
sobre todo, su ineficacia contra un ataque en gran escala. Ataque
que los 1.300 misiles rusos contra los 1.054 norteamericanos
convierte en poco probable. A poco más de 25 años de Hiroshima, la
posibilidad de multiplicar por dos mil quinientos los objetivos, sin
contar con el geométrico incremento de la capacidad destructiva de
cada artefacto, resulta motivo suficiente para hablar de paz. Salvo
que el doctor Insólito decida lo contrario. Revista Siete Día
Ilustrados 31.08.1970
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-A Hermannn Ganswindt se debe el primer proyecto de nave
espacial propulsada a explosiones de dinamita -Marne,
Francia, 1914: el Prior, cohete de origen galo -Von Braun
en 1945 con sus nuevos mecenas americanos -1950,
inauguración de la base Cabo Cañaveral con el lanzamiento del
misil Bumper |
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Una V 2 pronta sobre su plataforma móvil
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