EL ABUSO DE PODER DE UN PRESIDENTE
Por RICHARD N. GOODWIN
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El autor de este ensayo fue el asesor más joven —y también el más lúcido— del Presidente norteamericano John F Kennedy, en cuyo Gobierno ingresó a los 29 años de edad. Ahora Richard N. Goodwin acaba de concluir su libro "La condición americana", en donde analiza la actual coyuntura política de los Estados Unidos, partiendo de su estructura histórica. En este trabajo expresa sus opiniones sobre la reciente crisis moral norteamericana, la falta de confianza en el Presidente, a raíz del abuso de poder que hiciera Richard Nixon. "Una abrumadora mayoría electoral —dice— lo eligió para presidir el Gobierno, pero no lo autorizaba a usurpar el poder para minar la justicia y la libertad Jefferson decía que confiar todo el poder a un solo hombre es convertirlo en déspota".

MISTER Nixon es un hombre dedicado a la persecución de históricos primeros puestos: fue el primer presidente norteamericano que visitó a China y que instaló una cancha de bowling en la Casa Blanca. A pesar de sus múltiples ocupaciones, el mes pasado encontró tiempo para una de sus "proezas", convirtiéndose en el primer presidente que anunció públicamente que no era un "estafador". En toda la historia de los Estados Unidos ningún otro presidente, ni siquiera Abraham Lincoln, ha hecho una declaración pública sobre su falta de culpabilidad. Como se sabe en Boston, cuando un hombre habla de esta forma, es hora de cerrar las puertas.
Pero aunque fuera un estafador, ese hecho sólo no hace necesario su enjuiciamiento. El país podría sobrevivir a un presidente tramposo, podría incluso florecer, aunque sería sentar un mal precedente, permitir a un conocido ladrón, permanecer como presidente. Lyndon Johnson hizo millones de dólares metiendo a sus amigos en negocios relacionados con los servicios públicos, pero fue la guerra de Vietnam y no su estación de televisión de Austin (Texas) su mas grande ofensa contra EE.UU.
Richard Nixon no fue elegido rey por un cuadrienio o dictador
temporario, sino solo Presidente de los Estados Unidos, un oficio cuyos poderes están limitados, no sólo en su magnitud, sino en los propósitos para los cuales deben ser usados. Cuando un hombre es elegido Presidente, no se convierte en presidente. Primero debe hacer público voto de observar esos límites, de "proteger" y "defender" no el territorio y la riqueza nacional, sino la "Constitución de los Estados Unidos". Esa promesa es un contrato con el pueblo, las condiciones bajo las que se desarrolla su trabajo; si las viola, no tiene derecho a ejercer más su oficio.
Ahora tenemos evidencia de la ilegalidad y usurpación que fueron escondidas o apañadas durante cuatro años hasta que un puñado de incompetentes ladrones enfrentó un justo juicio federal. Cuando el escándalo de Watergate surgió, el Presidente estaba a sólo unas semanas de obtener un completo control personal sobre el FBI y la CIA, reemplazando a J. Edgar Hoover y Richard Helms por los lamentables L. Patrick Gray y John Schlesinger, hombres cuyo concepto de "lealtad" requirió que las órdenes de la Casa Blanca fueran obedecidas aunque estuvieron en contra de la ley y la tradición. El aparato entero de la policía secreta y los servicios de inteligencia, hubiera estado entonces en manos de hombres capaces de romper cualquier ley y violar cualquier principio para conseguir sus propios fines.
El presidente Nixon ha usurpado una autoridad que no le pertenece, y usado su poder —legal e ilegal— para minar la justicia, la libertad y el bienestar general. Con estos actos nos ha enfrentado a una histórica elección: podemos enjuiciarlo o aceptar un Poder Ejecutivo que. algún día, en manos más fuertes e ignorantes, pueden quebrar la democracia. La moraleja de Watergate, no probaría entonces que la Constitución está muerta, sino que es impotente para resistir a las ambiciosas maniobras del Presidente para destruirla. Si ese poder existe, esa clase de Presidente vendrá.
Los hombres deben tener poder, pero no pueden ser confiados con el poder. "En cuestiones de poder —escribió Thomas Jefferson— nunca más debemos oír hablar sobre confianza en un hombre. Esa confianza es, en todas partes ,el padre del despotismo". El enjuiciamiento político es la única protección, en toda la estructura constitucional, contra el abuso y corrupción del Poder Ejecutivo, ahora desenmascarado.
El fracaso del Congreso en hacer una completa investigación ante la creciente evidencia sobre la existencia de una improcedente corrupción pública y privada crea la sospecha de que algunos de sus miembros están involucrados con esos mismos intereses privados que han sido los beneficiarios de la ilegalidad ejecutiva.
Uno anhela ahora un Estes Kefauver (Senador de la década del 50, una suerte de Lisandro de la Torre yanki. N. de la R), para emplazar al presidente de Pepsi-Cola, gran amigo y benefactor del presidente Nixon, a explicar cómo recibió un contrato exclusivo con la Unión Soviética; o determinar porqué ninguno de aquellos que conspiraron para defraudar a los campesinos y al público en cientos de millones de dólares en el negocio del trigo soviético, ha sido procesado. El catálogo de fraudes y favores especiales es tan largo que solamente puede ser explicado por una conspiración en gran escala entre el Gobierno y los intereses privados.
Los sexuales y cínicos hombres del Congreso saben esto mejor aún que nosotros. Pero poco ha sido hecho; es como si todos estuvieran representados en el Gobierno, excepto el pueblo.
Sin embargo, el freno principal del Congreso no es la corrupción personal o vulnerabilidad a la intimidación ejecutiva, sino la timidez política. El enjuiciamiento del Presidente sería objeto de gran controversia, y evitar controversias es primordial en las políticas modernas. La gran mayoría de los electores de un congresista podría no desear el enjuiciamiento, pero, si no hay enjuiciamiento es poco probable que los votantes sostuvieran la inacción de todo el Congreso contra sus propios representantes. Pero, a la vez en casi cada estado y distrito congresal hay un fuerte centro de partidarios de Nixon que trabajarían para derrotar a cualquier miembro que dirigiera la lucha por el enjuiciamiento.
Si se probara el enjuiciamiento v fracasara, o aunque triunfara, los leales a Nixon se opondrían a una elección de legisladores; en cambio, no hay seguridad de que su participación en el juicio les reportaría un nuevo y compensativo apoyo.
Esta cautela natural es reforzada por el partidismo: los Republicanos sienten que el enjuiciamiento únicamente aumentaría el daño ya hecho a su partido; los Demócratas, creen que sus posibilidades para lograr la presidencia en 1976 son mayores si una mala administración permanece en el poder. Estas apreciaciones pueden ser falsas, pero es la clase de cálculo que hacen los políticos y llevan a la conclusión que el camino mas seguro es no tentar el juicio político a Nixon para evitar los peligros del liderazgo en tan incierto y trascendental conflicto.
Contra una amplia variedad de instituciones. miedos y precauciones, queda solamente la obligación constitucional del Congreso de defender los principios de la democracia representativa y guardar las libertades del pueblo.
"El juicio al Presidente —explicaba Alexander Hamilton— rara vez dejará de agitar las pasiones de toda la comunidad". Un "asunto" de tal "delicadeza y magnitud" afectar la la reputación política y la existencia de cada hombre comprometido en la conducción de asuntos públicos..." Hamilton preguntó: "¿Qué otro cuerpo (que el Senado) sería capaz de sentir "confianza bastante en su propia situación para preservar sin temor y sin influencia, la necesaria imparcialidad entre un "individuo" acusado, y los representantes del pueblo, sus acusadores"?
La respuesta es "ninguno": ni cortes ni comités ni fiscales especiales, sino sólo el Congreso, puede juzgar si un Presidente ha violado su derecho a oficiar con su propia batuta. Realmente, el juicio político por el Congreso es el único que puede descubrir el alcance total de la mala conducción ejecutiva.

Dios y la manzana de Adán
Si, como bien puede ser, el Congreso es también impotente, entonces un inescrupuloso Presidente está limitado sólo por su propia pericia e imaginación. No obstante, a pesar de todas las restricciones políticas, su natural cautela, partidismo o motivos personales, es difícil para el Congreso no actuar. Porque están confrontados con el mayor caso para enjuiciamiento en nuestra historia. Si se pudiera hacer una votación secreta, —no sobre la sensatez del enjuiciamiento, sino sobre la responsabilidad personal del Presidente en la perversión y corrupción de los poderes ejecutivos — el veredicto de culpabilidad sería casi unánime. Cada miembro del Congreso también sabe que la gran mayoría de la gente en cada sector y estado del país está convencida de la responsabilidad presidencial, aunque muchos pueden no desear un juicio de tal naturaleza. Además, la mayoría de esa oposición al enjuiciamiento no equivale a apoyar al Presidente Esto refleja el miedo y la inseguridad general, que la Administración de Nixon ha intensificado, y que desaparecería una vez que voces fuertes y efectivas explicaran que el juicio traería, no un cataclismo nacional, sino una restauración de los principios, la estabilidad nacional cuya condición es la confianza compartida en las intenciones e integridad del gobierno.
Esta clase de liderazgo todavía no ha surgido. El peso de la evidencia, la visión del público y sus propias convicciones hacen imposible al Congreso rechazar la posibilidad de enjuiciamiento. La estrategia, entonces es la de evasión. Y estos toman muchas formas Entre ellas está la de dirigir la energía v atención a materias secundarias o irrelevantes, la mayoría de ellas sobre la buena voluntad del Presidente en "cooperar" con esta corte o aquel comité, proveyéndoles evidencia secreta sobre sus propios delitos.
Ningún hombre racional puede creer que la Administración va a descubrir voluntariamente evidencias que podrían sacarla de sus funciones y mandar sus miembros a la cárcel. Hasta Dios no recibió una voluntaria revelación de Adán sobre la manzana, aunque, como el Congreso, ya sabía la respuesta.
Es verdad que, en un momento de pánico, reforzado por ignorante arrogancia, Archibald Cox fue elegido fiscal especial. Solamente una Administración confiada en sus propias fantasías pudo haber hecho tal nombramiento y, una vez que fue evidente que el profesor Cox era no sólo hombre de principios, sino competente, fue despedido. Este acto era perjudicial, pero el Presidente no tenía elección, porque dejar a Cox en actividad hubiera sido fatal.
Aquellos que escribieron la Constitución dejaron bien clara la función del enjuiciamiento. James Madison —el mas sutil intelecto entre los creadores— creyó "indispensable que alguna cláusula debía ser hecha para defender a la comunidad contra la incapacidad, negligencia o perfidia del Primer Magistrado". Un término limitado no era "suficiente seguridad desde que, una vez elegido, él podría "pervertir su administración en un esquema de especulación u opresión".
Palabras como "incapacidad", "negligencia", "abuso de poder", "perfidia", no son sacadas de estatutos criminales; son muestras de una intención y propósito que emerge con irrefutable claridad del registro histórico. El enjuiciamiento no fue designado para castigar el crimen, sino como una barrera para el abuso de poder y un recurso decisivo contra el Poder Ejecutivo que, a través de la incompetencia, corrupción o ambición excede los límites de su cargo, podría poner en peligro el bienestar común y los principios del gobierno republicano.
"¿Cuál, yo pregunto —escribió Hamliton— es el verdadero espíritu de la Institución misma? ¿No se ha designado un método de Investigación Nacional a la conducta de los hombres públicos? Los objetos de su jurisdicción son aquellas ofensas que proceden de la mala conducta de los hombres públicos o, en otras palabras, del abuso y violación de la confianza pública. Ellos son de naturaleza madura, que puede, con peculiar propiedad ser denominada Política, al referirse principalmente a injurias hechas a la sociedad misma".
La descripción de Hamilton niega la más frecuente evasión: la demanda de una demostración convincente —evidencia decisiva— de la implicancia personal del Presidente y su responsabilidad previa al enjuiciamiento. El enjuiciamiento no es un ritual de condenación, una confirmación formal de culpa establecida, sino un medio para determinar si un Presidente sospechoso ha abusado o corrompido su cargo. Es una "indagación Nacional". Es, ciertamente, la única manera de barrer el aparato de secreto y control, engaño y privilegio, coerción y coimas, a través del cual el Presidente puede encubrir su conducta. El enjuiciamiento transforma a la Cámara de Diputados en un gran jurado, al Senado en juez, y al Presidente en un reo. Acusado de violar su cargo, él no puede reclamar sus privilegios (se rehúsa su testimonio personal, se retienen sus documentos).
Sería difícil para un Presidente enjuiciado, usar sus poderes y archivos secretos para sobornar o intimidar a la mayoría de los diputados y a un tercio del Senado, especialmente desde que sus asistentes y oficiales —el general Haig y el recaudador de impuestos por ejemplo— pueden ser compelidos a testificar sobre sus instrucciones y sus actos. Hasta el más leal de sus subordinados o cómplices, dudaría de cometer perjuicio ante una asamblea formal de todo el Senado, sabiendo que el poder del Presidente de protegerlo y resguardarlo, podría acabarse muy pronto.
La mayoría de las evidencias que conocemos es el resultado de una revelación casual. Es más que razonable creer que muchos delitos están todavía escondidos. No podemos confiar con mística fe que la verdad surgirá. Esta no tiene una urgencia autónoma hacia la exposición. Debe ser descubierta. Sólo el enjuiciamiento puede revelar el total alcance de la violación a la que han sido sometidos la confianza v las libertades del pueblo.
Revista Redacción
02/1974
[Copyright Rolling Stone y Redacción, 1974; traducción: Mora Carlés]
REDACCION

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