Ocho y medio
Sin pudor, Fellini ha hecho de su última obra un vasto confesionario
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8 1/2. De golpe, la cifra, la cifra prolijamente dibujada con un estilo floreal, se abrió paso y rayó la oscuridad. 8 1/2. Sentado en la décima fila de butacas, él, Federico, comenzó a roerse las uñas y a resoplar como un búfalo. El viejo e impudoroso Federico, para quien "es más fácil mentir que respirar".
Serían las 11 de la noche en Roma, las 11 de la noche del día 15 de febrero. Y él estaba confesándose en público, estaba arrojando a la cara de la gente su propia biografía, su confusión, su asco, su vergüenza. Durante 7 meses había logrado asfixiar en el secreto aquella obra tempestuosa, había expulsado a los fotógrafos y a los críticos de los lugares de filmación, había impedido que sus actores (todos sus actores, salvo Marcello Mastroianni) leyeran el libreto, había logrado que los snobs y las modelos de la vía Veneto jugasen a las adivinanzas con la historia que él estaba narrando y que nadie, nadie conocía. Ahora, todo ese secreto caía repentinamente descascarado, iluminado por la raya de luz que castigaba la pantalla. 8 1/2. Fellini,
Federico, se miraba al espejo y comenzaba a hablar en voz alta.

Las cartas de la baraja
Ocho y medio es eso mismo, el film número 8 1/2 de Fellini (ver PRIMERA PLANA, núm. 2), pero es, además, una suerte de Divina Comedia personal, un fresco inagotable al que hubiera querido inaugurar (lo ha dicho) con estas palabras: "En mitad del camino de la vida..."
Su personaje clave se llama Guido (Marcello Mastroianni) y es realizador famoso, en la cúspide de su carrera. Guido ha cumplido 40 años y está casado con una mujer a la que no ama más. Tiene ahora una amante, una muchacha a la que podría abandonar sin demasiados problemas de conciencia, pero a la que se aferra porque ella sabe entregarle cierta suave respiración maternal.
Cuando la historia comienza, Guido está preparando un film, una obra que debería ser la más importante de su vida: él no le concede importancia porque tampoco se la concede a sí mismo; ha descubierto la inutilidad de ser, de existir, de luchar, y ahora, sumergido en una ciudad termal, con toda una corte de actores alrededor, está indeciso entre el aburrimiento y la muerte.
Su mujer se llama Luisa (Anouk Aimée) y está resignada a que toda pasión se haya aventado de su vida. Para ella, Guido es apenas una caprichosa criatura a quien debe decírsele siempre que sí y ante quien debe simularse credulidad y firmeza.
Carla (Sandra Milo), la amante, es casi su contrafigura. Está casada y hace ya tiempo que traicionar al marido no implica para ella ninguna violencia. Su relación con Guido ha durado varios años, pero nunca ha estado cerca de la verdadera pasión. Desolado, Guido la hace viajar hasta la ciudad termal: Carla ha sido siempre un vivaz refugio para él, una isla de gracia e ingenuidad. Pero Carla no le sirve, Carla lo perturba y lo desmorona.
En el juego también asoma Claudia Cardinale, Claudia encarnándose a sí misma. Ante los ojos de Guido, ella aparece como una muchacha simple y espontánea, cuyo éxito no la ha transformado y cuyo carácter es invariablemente limpio y puro. Yendo y viniendo por la ciudad termal, Claudia se transforma en una suerte de sueño para Guido. En todo el film ella no habla, ella permanece confinada en el mundo fantástico del realizador: a veces, el sueño se quiebra y Claudia irrumpe en la realidad. Entonces, va vestida de oscuro y juega con las manos.

Los pequeños naipes
Otras figuras menores sacuden a Guido, lo asfixian, pero no alcanzan a modificarlo.
Son su cuñada (Rosella Como), una joven de rígida educación burguesa que detesta al realizador por su modo de vivir y por el ambiente en el cual debe moverse; su compañero de infancia (Mario Pisu), un Humbert-Humbert de 50 años que se afana detrás de las rubicundas Lolitas del cine; para Guido, él es un penoso espectáculo, un revulsivo que lo induce a reflexionar sobre su propia ridiculez; son, "en fin, su madre y su padre (Giuditta Rissone y Annibale Ninchi), quienes abruptamente golpean sus recuerdos y sus sueños, su madre y su padre siempre con un aspecto comprensivo y bondadoso: de alguna manera, Guido ve en ellos la paz a la que aspira, la infancia a la que quisiera regresar.

Autobiografía, pero no
Federico se ha obstinado en negar que 8 1/2 sea su propia historia. "Guido Anselmi tiene 40 años como yo, es cierto, y como yo adora la mentira. Pero es un director terminado o casi terminado, y yo estoy lejos de serlo. Además, no quiero ofrecer al público un espectáculo autobiográfico. Toda autobiografía no es más que una prueba inútil y fastidiosa del narcisismo".
Pero Fellini miente; Fellini se enorgullece de mentir. Ahí, en 8 1/2, hay toda una larga escena en la cual aparece Guido como pupilo del colegio Saraghina; Guido castigado por frailes inquisitoriales que lo miran como a un brujo; el pequeño Guido idéntico al pequeño Federico en su colegio romano. ¿Es cierto?
"¿Cierto? —responde Fellini—. Pasé un verano en un convento de Don Bosco, y ese convento se parecía bastante al Saraghina. La vida era del mismo género: mortificación del cuerpo, sentimiento de estar juzgado a cada segundo por el Buen Dios. Crees estar solo, pero Dios te mira... He aquí lo que me repetían a lo largo de toda la jornada. Usted sabe, esas palabras dejan heridas hondas en el alma de un chico, heridas difíciles de aplacar. Está bien, lo admito: no he podido olvidar las iglesias, los chiquillos del coro, los sacerdotes, los sermones, los confesionarios, los entierros... Pero, ¿qué italiano podría olvidar semejante coreografía?"
Federico detesta esa educación; detesta —ha dicho— "ese catolicismo medieval que tiende a que el hombre se humille con el pretexto de restituirle su grandeza divina". Y a pesar de todo, reza. "Ciertamente, rezo, porque la oración es un diálogo con uno mismo, con la parte más secreta de uno mismo, con la más misteriosa..."
Ahora, después de Ocho y medio, Fellini ha declarado que no propondrá más problemas a su público; no intentará imponerle ninguna otra solución a los conflictos de la vida. "Lo que haré es amar —dice—, y no solamente amaré la vida, sino todo lo que hay dentro de la vida. . . Amaré y haré lo que tú quieras, ha escrito San Agustín, y esa frase me ha permitido comprender el mundo de un solo golpe."

Para elegir el juego
Federico está royéndose las uñas en la sala repleta, en el enorme cine romano donde su confesión pública resuena como un estallido. Hace unos
diez meses, Federico engendró su Ocho y medio. Desde entonces, sintió revolvérsele la cabeza y el vientre y el pecho: quería que cada personaje estuviera encarnado por el actor exacto, que en cada personaje él y su mujer y su amante se contemplaran como en una lámina de acero.
Se dice que pensó en Laurence Olivier para el papel de Guido, sobre todo porque Mastroianni (elegido desde el primer momento) no parecía lo necesariamente maduro. Pero Fellini ha desmentido esa historia; la ha desmentido, quizá mintiendo: "Porque Olivier me intimida... Es un actor magnífico, un baronet y me intimida... Yo tenía necesidad de un italiano, de un amigo que aceptara figurar en mi obra como una sombra. Y entonces elegí a Marcello. Lo conocía muy bien: es un hombre chic, discreto, simpático, tierno y presuntuoso..."
Pero después que lo eligió, Fellini quiso transformarlo de cabo a rabo: en Ocho y medio, Mastroianni asoma con los cabellos grises, la frente ensanchada y arrugada, la cara enflaquecida. Viste siempre de negro y debe recurrir a sus anteojos para leer. Bajo los ojos cuelgan dos flácidas bolsas: ese maquillaje pudo obtenerse después de largas y penosas operaciones que ocasionaron a Mastroianni una irritación en la conjuntiva.
Sandra Milo se le reveló después de esperas todavía mayores; cientos de pruebas por toda Italia: cuando la eligió definitivamente, la obligó a engordar 6 kilos, le atestó los cabellos de bucles y ondulaciones. El mundo caricaturesco de Fellini veía en Sandra su paradigma, su síntesis, su antología.
Y ahora, a esperar. Fellini se ha marchado de la sala vacía, la sala estrepitosa en la que Ocho y medio ha resonado como una bomba. Alguna crítica italiana lo incluye entre los mejores films de la historia del cine (ver PRIMERA PLANA, número 22); otra, compara a Guido con el Leopold Bloom, de James Joyce.
Al día siguiente, el 16 de febrero, Fellini hojea los diarios y las revistas romanas con sus dedos roídos; los hojea febrilmente para regodearse con las alabanzas. Y al día siguiente, y al otro...

El Fénix árabe
Alberto Moravia escribe en el Espresso: "El personaje de Fellini es un erotómano, un sádico, un masoquista, un mitómano; tiene miedo de la vida, siente nostalgia del vientre materno, es un bufón, un mistificador y un lioso. Por ese camino se asemeja a Bloom, el héroe del Ulyses joyceano, sobre el que seguramente Fellini ha meditado..."
"Ocho y medio —sigue Moravia— es una obra tan importante para la carrera de Fellini como para nuestro cine. Muestra la singular capacidad de este creador para transformar en imágenes cualquier materia, para renacer, como el Fénix árabe, de sus propias cenizas."
Ahora, el Fénix quiere combatir nuevamente. "Tengo dos nuevos films en la cabeza —ha dicho—, dos films salidos de Ocho y medio como la fruta sale del árbol. El primero tendrá a Giuletta Massina como figura clave. Ella es para mí un personaje evocador de cierto mundo todavía no oscurecido... Lo filmaré en Italia, porque no sé viajar. Para mi obra no han sido necesarios estimulantes exteriores: mi país, sus campos y las gentes que conozco me parecen suficientes..." De todos modos, Fellini piensa que ya no le queda más nada por decir, que Ocho y medio es su testamento y su triunfo: "eso —dice— no significa que he muerto. Significa que voy a resucitar". Verdaderamente, este hombre tiene vocación de Fénix.
PRIMERA PLANA
16 de abril de 1963

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