Mario Bernaldo de Quirós asiste -como corresponsal de
guerra- al triunfo de las fuerzas armadas interamericanas
contra el comunismo y a la derrota de los ciegos en el
peligroso drama de la miseria y el hambre en América latina.
Fotos de PABLO ALONSO
El país acaba de salir de una
guerra. Así, como suena. Una guerra tan guerra como la del
Congo o Vietnam. Con sus héroes, sus víctimas, sus errores,
su moraleja. Hasta con su desfile final de la victoria y sus
grandes frases. Sin embargo, la contienda —disputada a
varios miles de kilómetros de aquí— pasó poco menos que
inadvertida para los argentinos, quizá porque en aquellos
mismos días Juan Domingo Perón, desde Río de Janeiro, se
apoderó de la primera plana de los diarios con su propia
guerrilla psicológica.
Guerra en un portafolios
Todas las guerras —según es tradición— comienzan con una
chispa. La que enciende la hoguera. La nuestra tuvo una
variante singular. Comenzó dentro de un fino portafolios de
cuero marroquí, que un correo militar procedente de Lima
puso en manos del teniente coronel Norberto Goyeneche el 13
de noviembre pasado. Cuando el portafolios fue abierto,
se vio que, efectivamente, la guerra era inevitable. En su
interior había un legajo ultra secreto, de más de doscientas
páginas, en el cual el general Germán Pagador Blondet,
comandante en jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas
del Perú, hacía un dramático llamado a sus colegas de armas
de la Argentina. Un sector del pueblo peruano, en su
mayoría proletarios, estudiantes, indios, mineros y
campesinos, se había sublevado y luchaba en varios puntos
del país contra el ejército, en un sangriento esfuerzo por
apoderarse del control de la república. Al parecer, los
revolucionarios habían recibido apoyo desde el exterior.
Impotentes para contener la insurrección, cuyas avanzadas
golpeaban ya las puertas de Lima, las fuerzas armadas del
Perú pedían inmediata ayuda a sus colegas de armas
argentinos. ¿A título de qué venía ese angustioso llamado
de ayuda? Las sublevaciones empujadas por la ambición, la
política o el hambre no son entre nosotros una novedad.
Cerca de novecientas rebeliones, cuartelazos y
contracuartelazos —no pocos de ellos dictados, financiados y
armados desde el exterior— se han sucedido en Latinoamérica
en lo que va del siglo, ante la indiferencia de la comunidad
continental. Hasta se ha llegado a condecorar a sangrientos
dictadores vitalicios de América. Hasta nosotros, los
argentinos, lo hicimos. En realidad, todo cambió desde
que Cuba hizo las cosas de otra manera o, por imperdonables
fallas de información, la obligaron a hacerlas así. Ya no
había países. Solo existían dos mundos. Lo cierto es que
la guerra, una guerra nueva, que ha cambiado el concepto de
soberanía y en que la determinación familiar tiene más peso
que la autodeterminación personal, había llegado en un fino
portafolios de cuero marroquí. Pero, ¿estábamos realmente
obligados a empuñar las armas, a irrumpir en casa ajena, a
matar o quizá a morir a casi cuatro mil kilómetros de
distancia de nuestra tierra? Nuestra firma figura al pie
de los Pactos Militares Interamericanos de Ayuda Recíproca.
Perú, firmante también de dichos documentos, los había
puesto en acción. Y no solo con nosotros. El pedido de ayuda
alcanzaba también a Brasil, Chile, Colombia, Venezuela,
Bolivia, Paraguay, Ecuador y los Estados Unidos de América.
La solidaridad interamericana ya no era algo abstracto.
Había cobrado rostro, sangre, fusil.
Bajo siete
banderas Hubo consultas urgentes. Declinaron su
participación Brasil, Chile y Ecuador. Tenían serios
problemas en casa. O todavía no se habían cerrado viejas
heridas provocadas por problemas de límites con el país que
ahora les pedía ayuda. Siete repúblicas, entre ellas la
Argentina, dijeron si. ¿Cómo se coordinaría aquella
espectacular ayuda? Prevaleció el criterio del Pentágono. No
habría ejércitos solistas. Todos actuarían juntos como en
una gran orquesta. Las fuerzas armadas del Perú,
reorganizadas, integrarían el grueso de las tropas. El
comando sería ejercido por el propio general peruano Germán
Pagador Blondet. Integrarían su estado mayor el teniente
coronel argentino Norberto Goyeneche, el general de brigada
paraguayo Marcial Alborno, el coronel venezolano Constantino
Weir Murzi, el coronel boliviano Efraín Huachalla Ibáñez v
el coronel norteamericano Henry W. Urrutia. 10.400
hombres, incluyendo los servicios auxiliares de retaguardia,
iban a librar batalla bajo siete banderas. Las de Argentina,
Colombia, Venezuela, Paraguay, Perú, Bolivia y Estados
Unidos. Desde los días de San Martín y Bolívar no se había
visto una fuerza igual. El paso que iba a dar América los
días D + 1 y D+2 (6 y 7 de diciembre de 1964) recibió el
nombre de Operación Ayacucho. A ciento cuarenta años de
la otra acción de Ayacucho, la de 1824, 212 soldados
argentinos partían hacia el Perú; y no lejos de la
legendaria quebrada donde los últimos 80 granaderos de San
Martín —junto a peruanos, colombianos y venezolanos—
sellaron la libertad del continente, iban a reiniciar la
antigua batalla. Pero, ¿contra quién? Fuimos al Perú a
averiguarlo. Y fue sorprendente. Porque en vez de una
guerra, nos encontramos con dos.
El coronel Candela y
Satanás Arena, ceniza, piedra. Ni un pájaro, ni una
brizna verde, ni una gota de lluvia, nunca. Es un largo
desierto por el que cruza, como huyendo, la cinta gris de la
ruta Panamericana. Lo escolta, al este, el paisaje lunar de
los cerros, donde no vive ni el viento. Al oeste, las olas
del océano Pacífico, que son lo único vivo, juegan en las
rompientes de la costa con caracolas y estrellas de mar.
Desde sus anfiteatros de piedra, los balnearios se asoman a
bahías azules. Algunos, como Santa María del Mar, con sus
increíbles palacios de verano, son exclusivos. Las barreras
que cierran el acceso a sus calles, solo se levantan para
treinta familias de todo el Perú. Allí sí se da el milagro
del césped y la flor. Los pobres, los desnudos, los que solo
tienen para comprar un cigarrillo los domingos y no siempre,
los que se ven precisados a consumir menos agua que
cualquier rosal de los que cultivan los poderosos en sus
parques sobreviven en pueblos como Urin o Pachacamac donde
Jesús, desde los altares de antiguas iglesias españolas,
hace lo imposible por mitigar un rencor de siglos. Porque la
sangre de los quichuas tiene memoria. Recuerda que en tiempo
de los Incas no había hambre ni miseria en el Perú. En
este escenario, cuyo extremo norte dista solo unos treinta
kilómetros de Lima, y que por el sur llega al río Mala,
teniendo como centro la fragosa quebrada de Chilca, iba a
desencadenarse la aplastante ofensiva contra el coronel
Candela y su Plan Lucifer. 5.250 peruanos, 1.350
norteamericanos, 240 venezolanos, 212 argentinos del
regimiento 3 de Infantería Motorizado General Belgrano, 210
paraguayos, 190 bolivianos y 180 colombianos, formaban en la
infantería, la artillería, la caballería, las divisiones de
tanques, las escuadrillas de bombarderos, cazas,
helicópteros, comandos de paracaidistas y de desembarco,
vehículos anfibios, naves de guerra de todos los tipos,
inclusive un submarino, equipos de comunicaciones, servicios
de inteligencia y de abastecimientos. Solo faltaba el poder
atómico y el bacteriológico para que los recursos de la
operación fueran totales. El misterioso coronel Candela,
cerebro de la insurrección que había movilizado a América en
su contra, movía en tanto su ejército fantasma en los
desnudos cerros cercanos, de acuerdo a su bien llamado plan
Lucifer. El joven caudillo había superado la etapa inicial
de las guerrillas y sus efectivos, aguerridos, bien
disciplinados y pertrechados, actuaban ya como fuerza
regular. Su arma más formidable era, a no dudarlo, la
ayuda que en hombres, abastecimientos e informaciones, le
prestaban en aldeas y ciudades, en minas y labradíos, los
humildes ansiosos de redención que en el Perú suman casi el
ochenta por ciento de la población. Pero el arma que más
dio que hablar, estuvo en el bando democrático. La llevaron
los norteamericanos y si bien su eficacia era ya conocida,
puede decirse que en buena parte gracias a ella pudo
realizarse la Operación Ayacucho. Ya que nadie habló de
ella, lo haremos nosotros.
El bolsillo del tío Sam
Napoleón dijo cierta vez que las guerras —además de con todo
lo demás— se ganan con un arma infalible: el dinero. Quizá
entonces solo fuera una frase. La guerra de nuestra
independencia fue ganada con la mayor y a veces angustiosa
pobreza. Pero la guerra moderna es otra cosa. Es cara,
muy cara, aunque dure cuarenta y ocho horas, como esta del
Perú. Si se estima que solo en consumo de combustible,
hacer despegar de la pista a un bombardero cuesta unos
42.000 pesos, calcúlese lo que significa el traslado de
tropas de siete países a miles de kilómetros, poner en vuelo
escuadrillas de aviones, mover divisiones de tanques,
vehículos blindados y anfibios, equipos de comunicaciones y
sanitarios, hacer navegar naves de guerra de todos los
tipos, abastecerlas de municiones, y —entre cien cosas más—
alimentar a cerca de 10.000 hombres en campaña, considerando
que se deben distribuir tres raciones al día y que cada una
de ellas cuesta alrededor de un dólar. Un cálculo
estimativo haría ascender a una suma que puede oscilar entre
los 35 y los 40 millones de dólares el costo total de la
operación. ¿ De dónde salieron? Es indudable que el arma
de que hablaba Napoleón, la extrajo en buena parte de su
bolsillo el tío Sam. Las fuerzas armadas latinoamericanas
están tan pobres como sus propios países. Fueron los
norteamericanos, con sus recursos, quienes en Conchan, a 29
kilómetros de Lima, levantaren toda una ciudad en miniatura
de lona y madera, destinada a servir de campamento base,
sede del comando combinado y conjunto, nudo de
comunicaciones y alojamiento para la oficialidad,
observadores y tropa auxiliar. Trazaron calles,
instalaron servicios sanitarios, usinas eléctricas, equipo
bombeador y filtrador de agua, red telefónica, hospital,
iglesia, cine, playas de estacionamiento, casino, bar,
heladería, bazar, comisaría, comedores, salas para el estado
mayor, frigorífico, baños con agua caliente, despensas,
cocinas, carpas para alojamiento con piso de madera, luz
eléctrica, teléfono y camas con mullido colchón de aire.
Podía encontrarse allí hasta un banco que cambiaba dólares
por soles, pero no aceptaba pesos argentinos. Y un
helipuerto con sus correspondientes helicópteros. También un
departamento rodante, exclusivo para notables, compuesto de
living, dos dormitorios, baño, cocina, calefacción y
refrigeración. Y para que no faltara nada, ocultos en alguna
parte del campamento, tres ataúdes, por las dudas. Tío
Sam estaba contento, se sentía como en su casa junto a sus
parientes pobres del sur. A los peruanos les regaló el
campamento que acababa de levantar en Conchan. Fue a Bogotá
a buscar las fuerzas colombianas que de otra manera no
tenían cómo llegar, a Caracas por los venezolanos que
también estaban de a pie, y a Asunción por los paraguayos.
Se hizo mala sangre con los bolivianos que a último momento
desistieron de su compromiso aduciendo que estaban
resentidos porque el gobierno de Lima no había reconocido al
de La Paz. Solo los argentinos no le daban trabajo. Eran
los únicos que en cinco aviones de nuestra aeronáutica
militar habían llegado por sus propios medios, sin depender
de nadie. Cuando en perfecta formación, con la bandera
argentina pintada en las alas, las cinco máquinas
procedentes de Buenos Aires aterrizaban, un oficial de algún
país de Sudamérica nos dijo: —Si yo fuera argentino, en
este momento me sentiría orgulloso.
El vals peruano
—China y la Unión Soviética, sin ninguna posibilidad de
reconciliación, han iniciado, cada cual por su cuenta, la
carrera para apoderarse del control político de más de un
país de América latina... —¿ Es por eso que se realiza la
Operación Ayacucho? Nuestro interlocutor, un oficial
norteamericano, oriundo de Puerto Rico, y que en
consecuencia habla español, recoge un caracol marino de la
playa se lo aplica al oído y dice, sonriendo, después de
escuchar atentamente: —No contesta... ¡ Qué lástima!
Estamos en la costa del Pacífico, a cincuenta metros escasos
del campamento de Conchan, una de cuyas carpas nos sirve de
alojamiento. Anochece lentamente y el mar, como con sueño,
apenas se mueve. Un soldado de la policía militar peruana,
fusil al hombro, se acerca: —Lo siento, hay orden de no
arrimarse a la playa. Tienen que retirarse. Nos
encaminamos hacia el casino de oficiales del campamento.
Nuestro interlocutor dice, rascándose la nuca: —Parece
que hay "baile" en Lima... Vals peruano, como dicen aquí.
Un jeep militar que acaba de regresar de Lima, trae los
diarios de la tarde. Son ediciones especiales. "Extra", un
tabloid de gran tirada, trae un enorme título impreso con
tinta roja en su primera plana: "Lima sembrada de bombas". Y
más abajo: "Una estalla en "el Instituto
Peruano-norteamericano". Y un tercero: "Protestas populares
por la Operación Ayacucho". Ha estallado la otra guerra.
Y no precisamente en la quebrada de Chilca ni en Garganta
Caracoles, sino en una enorme ciudad de dos millones de
habitantes en la cual más de la mitad tiene hambre. Debe
ser asunto serio, porque el brillante desfile militar que,
como broche de oro, se planeaba realizar en una de las
grandes avenidas de Lima, en medio del calor popular, ha
sido suspendido. Mejor dicho, ha cambiado de escenario.
Se realizará en la ruta Panamericana, junto al campamento
base. Con el desierto como espectador.
Lo que el
fuego no se llevó El 6 de diciembre, en el campamento
base, se ordenó destruir los contados ejemplares de aquel
legajo secreto que contenía la clave de la Operación
Ayacucho. El fuego convirtió así en cenizas un documento al
cual solo habían tenido acceso algunos altos jefes militares
norte y sudamericanos. Sin embargo, no se pudo impedir —no
importa cómo— que cuando las llamas consumían la pila de
papel que nos había llevado a la guerra, tuviéramos en
nuestro bolsillo una versión textual, completa del
documento. De su extraño contenido vamos a hablar ahora.
Son más de dos centenares de páginas, de las cuales las más
llamativas corresponden a los documentos que llevan los
números 202 y 203. En ellos se informa acerca de la acción
del comunismo en el orden mundial y latinoamericano en el
momento en que el Perú —donde supuestamente se ha producido
un levantamiento de las izquierdas— pide ayuda, como ya lo
hemos explicado, a los países firmantes de los Pactos
Militares de Ayuda Recíproca. Su contenido, por lo
inusitado, abre un interrogante, fruto acaso de la
perspicacia del periodista. ¿ Realmente se trata de una
fantasía a lo Wells? O —ahondando en las perspectivas
futuras— ¿se forjó la imagen de un mañana, basado en
cálculos de posibilidades reales? Hay que pensar que es
un documento elaborado por un estado mayor, acaso con la
colaboración de los servicios de inteligencia, de expertos
dedicados a desentrañar el próximo paso del mundo de las
izquierdas. Veamos qué dice este mensaje sobreviviente
del fuego: 1— La ruptura entre la Unión Soviética y China
es definitiva e irrevocable. El empuje de China tiene
posibilidades de copar el movimiento mundial. 2— China
invade, empleando la lucha subversiva, el Asia del Sur y
Sur-oriental. Los países invadidos resisten con la ayuda de
países del bloque occidental. 3— China está acumulando
reservas de armas nucleares. En realidad las produce desde
mediados de 1963. 4— La Unión Soviética se mantiene al
margen. Otro tanto hace el bloque occidental de países
europeos. 5— Simultáneamente en el Medio y Cercano
Oriente y en diversos países de África, movimientos
comunistas alcanzan el poder por vía legal o mediante
acciones revolucionarias o subversivas. 6— China
comunista conduce todos los movimientos comunistas de
Latinoamérica. Bajo su inspiración y ayuda se suceden
movimientos subversivos, golpes, derrocamientos de
gobiernos. Estos movimientos pasan luego a la acción
abierta. Comienzan los enfrentamientos entre las fuerzas de
izquierda y los firmantes de los Tratados Interamericanos
de Asistencia Recíproca. 7— Gran parte de la América
Central, las Antillas, Ecuador, Brasil, Chile y Perú, entran
en estado de guerra. Luchan las fuerzas democráticas
apoyadas por los firmantes de los Tratados Interamericanos
de Asistencia Recíproca, contra los elementos de la
subversión que son auxiliados desde el exterior. 8— En la
Argentina y países no mencionados antes, las fuerzas armadas
controlan la situación con medios propios. Algunos pequeños
estallidos han sido prontamente sofocados. 9—En Perú, las
izquierdas controlan extensas áreas de territorio. La ayuda
que les presta China es de personal técnico, material y
recursos económicos.
El show de la pólvora Frente
a esta sombría perspectiva, imaginaria, en los duros
desiertos del Perú libraron batalla las fuerzas coaligadas
interamericanas. Y lo hicieron como si todo este drama fuera
realidad. Como en el teatro. Con "enemigo" y todo. El
coronel Candela, vaga reminiscencia del Fidel Castro de los
días de Sierra Maestra, fue "interpretado" por el comandante
peruano Arrescurenaga, especialista en técnicas de lucha
comunista. El Plan Lucifer fue el calco casi exacto de
planes reales que alguna vez se cumplieron en algún lugar de
América. En cuanto al "ejército popular" del coronel
Candela, fue personificado por tres mil soldados y oficiales
del propio ejército del Perú. La Operación Ayacucho
consistió en un vasto movimiento de cerco a fuerzas enemigas
aferradas a las zonas Chilca, Asia y Huarichiri. Las fuerzas
aliadas, que actuaron en forma combinada en uno de los más
difíciles terrenos que puedan encontrarse sobre el globo,
contaron con el apoyo de una fuerza aérea táctica, otra
aérea y una considerable fuerza naval que, como todas las
otras, actuó en forma combinada.
Confort para el
público El conjunto de operaciones que constituían el
ejercicio, debieron realizarse simultáneamente —como
corresponde a una guerra— pero para que los observadores y
público pudieran seguirlas cómodamente, con tiempo para
desplazarse de un escenario a otro, fueron desdobladas a lo
largo de cuarenta y ocho horas. Fue un "show"
espectacular. Hubo realismo (fueron once los heridos),
emoción, drama, coraje, suspenso y hasta el aplauso de los
espectadores encaramados en los cerros cercanos. El epílogo
fue la rendición incondicional y captura del coronel Candela
y sus huestes. Nuestros 212 muchachos del Regimiento 3 de
Infantería Motorizado General Belgrano y su oficialidad,
recibieron el más alto galardón de esta guerra para la paz.
El comando combinado; y conjunto de las fuerzas aliadas, en
una mención especial y única, les confirió por su desempeño
el título de "los mejores soldados de la Operación
Ayacucho". Luego del desfile de la victoria, a la que
pudieron asistir solo los que tenían automóvil, los "héroes"
argentinos tuvieron tres días de asueto en Lima. Cada uno
llevaba en el bolsillo 1.500 pesos. No era mucho si se
considera que un modesto bife sale, al cambio, unos 400
pesos nuestros. Los reclutas yanquis tenían una mayor
cantidad de dinero para gastar: 100 dólares (15.000 pesos).
Pero en Lima, que sigue siendo la romántica incorregible de
siempre, el desnutrido peso argentino todavía es capaz de
derrotar al dólar. Y si no, que se lo pregunten a las
hermosas limeñas. O a nuestros conscriptos, que sueñan con
otra guerra en el Perú. , La batalla de Chilca había sido
ganada. Pero con ella, la Junta Inter-americana de Defensa
buscó algo más que la coordinación, la disciplina y la
solidaridad entre los hombres de armas de seis distintas
banderas. Buscó crear las condiciones psicológicas propicias
a un nuevo concepto de soberanía: no ya el que señalan los
límites físicos, sino el que marca un sistema de vida. La
operación debía contribuir a que los pueblos de la comunidad
americana fueran asimilando sin repudio la idea de que en el
futuro pueda darse la posibilidad de que, en defensa de ese
sistema de vida, tropas extranjeras lleguen a trabarse en
lucha contra un sector del propio pueblo enrolado en
filosofías políticas extracontinentales. El del Perú
tampoco fue un episodio aislado. A fines de este año, se
reeditará. ¿Dónde? Las miradas se vuelven hacia la
Argentina, país rector en el cono sur del continente. Es
más, se piensa que Golfo Nuevo, en nuestra Patagonia, sería
el escenario propicio para ensayar una gran ofensiva por
tierra, mar y aire contra la amenaza del fantasma
ideológico, político y militar de Oriente. Pero la
Argentina está pobre. A fuerza de pagarés, a veces con
cheques en descubierto, logra ir adelante en la dura paz en
que vive. Y la guerra, ya se sabe, es cara aunque dure
cuarenta y ocho horas. Sin embargo, podría haber ciertas
soluciones. Pero, ¿las aceptaremos?
La otra guerra
Dijimos que por aquellos días hubo una segunda guerra en el
Perú. La que tuvo como eje la ciudad de Lima y el puerto de
El Callao. Tampoco faltamos a ella. ¿Realmente la
desencadenó la Operación Ayacucho? Fundamentalmente, no.
Pero la "orgía de dólares que le costó al país" (declaración
estudiantil), reabrió, hizo sangrar una vieja herida. La del
acongojante problema de la miseria y el hambre. Las bombas
fueron obra de sindicalistas exaltados contra los "gringos"
(norteamericanos), es cierto. Pero nosotros vimos a Lima,
sobre todo la "otra Lima", la que no vive, sino más bien
sobrevive, sumida en la desesperanza o el rencor, más allá
del romántico Rimac cantado por Santos Chocano. Vimos los
cerros desnudos, donde —como en Gólgotas modernos— viven
crucificados a una tremenda injusticia social cientos de
miles de niños, mujeres y hombres. Sin agua, sin techo, en
guaridas o entre paredes de esteras. Con hoteles de 20
pisos y exquisitos cabarets chinos, con monumentales
avenidas y automóviles último modelo, Lima tiene un cinturón
de hambre —que a la larga puede resultar de dinamita— que
los generales de la Operación Ayacucho debieran conocer, ya
que los gobiernos lo ignoran. ¿O es que solo los comunistas
no padecen de miopía? El hambre es, positivamente, un
arma secreta que está a disposición del primero que pasa, en
Perú, en media Argentina, en gran parte de América. En
los días de la Operación Ayacucho, los diarios de Lima
publicaron la evidencia de este drama. Un diario la tituló,
a ancho de página, "Estamos segundos en el ranking mundial
del hambre". Es cierto. Según un estudio del Instituto
Nacional de la Alimentación, solo la India aventaja al Perú
en déficit de nutrición. El 50 por ciento de la población
del país no sabe lo que es el dinero. Teje su propia ropa,
fabrica su propio calzado, siembra su propio maíz, su propia
papa, masca su propia coca. Son los que viven más dignamente
en su pobreza. Quizá porque todavía no los alcanzó de lleno
la civilización, ni se enteraron de que ya hace unos cuantos
siglos que cayó el último Inca. Porque, al parecer, solo
hasta ese día el país fue justo, honrado con Dios.
¿Luchó en vano? El monumento de José de San Martín,
libertador del Perú, está en el centro de Lima, en la plaza
que lleva su nombre. Cuando algún limeño tiene algo que
decir acerca de su país, va a ese lugar, y al pie del blanco
basamento donde campea el bronce del héroe, siempre
encuentra a alguien que quiera escucharlo. Momentos después
se forma un numeroso corrillo a su alrededor. A cualquier
hora del día que se pase por allí, se encuentran dos, tres,
diez corrillos como ese. Fue allí, en los agitados días de
diciembre, donde oímos decir a un improvisado orador que
señalaba el monumento del Libertador: —Si este hombre
viviera, comprendería que luchó en vano por nosotros...
Por todo esto no hubo desfile de tropas en las calles de
Lima después de la Operación Ayacucho. Había terminado una
guerra. Pero quedaba la otra.
Mario B. de Quirós
Revista Panorama marzo 1965
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1. La nave peruana de desembarco Atico, tras aniquilar con
su artillería la resistencia enemiga en la playa de Naplo,
se acerca a la costa para desembarcar al aguerrido
destacamento peruano Tiburón. 2. Helicópteros del Perú y
Estados Unidos, cumplen tarea de observación y traslado de
heridos. El rol cumplido por la fuerza aérea táctica
combinada fue fundamental en el éxito alcanzado en la
acción. 3. Entre el humo y las llamas provocadas por los
proyectiles incendiarios en las defensas levantadas por los
rebeldes, la nave de desembarco abre sus compuertas para
lanzar las fuerzas a tierra. 4. Los minas cierran el paso
a los tanques que por los arenales de Lurin acuden en
auxilio de las fuerzas de infantería aliada que luchan con
grupos subversivos en la desértica quebrada de Chilca.
1. Los milicianos de la insurrección comunista,
personificados por soldados del ejército peruano, tuvieron
un cierto parecido con los de Fidel Castro. Solamente les
faltaba la barba. 2. El coronel Candela, creador del Plan
Lucifer, cuyo "ejército popular" resultó cercado y vencido
por las tropas unidas de Argentina, Perú, Colombia,
Venezuela, Paraguay y Estados Unidos. 3. El general
peruano Germán Pagador, jefe del comando y estado mayor
combinado y conjunto de Operación Ayacucho. A su acción se
debió, en buena parte, la admirable organización del
ejercicio.
Desde el cerro más alto, coronada por una cruz que rememora
el drama del Gólgota, la población de Salinas asiste al
bombardeo de la marina y la aviación contra las posiciones
de los comunistas.
A punta de bayoneta, las avanzadas de la infantería roja
—color con el que se caracterizó a las tropas democráticas
americanas— arremeten en el desierto contra los baluartes
del coronel Candela
Muchachos argentinos combaten a 4.000 kilómetros de
distancia Por su disciplina, eficiencia técnica y espíritu
de lucha, el Alto Comando Conjunto les otorgó el título de
"la mejor tropa". |
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1. Fue decisiva la acción desplegada por los tanques del
destacamento blindado Sucre en la vasta operación de
encierro realizada contra los "invasores extracontinentales"
en las cercanías de Lima. 2. Desde la cumbre del cerro
Paloma, una avanzada de la infantería argentina, que actuó
en la zona más abrupta del teatro de operaciones, se dispone
a dar el asalto final contra los rebeldes. 3. Tras un
intenso bombardeo y ametrallamiento del campo adversario,
fuerzas aerotransportadas descienden para el asalto final. En
total, actuaron más de ochocientos paracaidistas en la
operación.
Un terrible documento. Instantes después de que el estallido
de una granada le amputan cinco dedos al comando peruano
Eudocio Rojas, nuestro fotógrafo obtuvo este patético
testimonio de una lucha que si bien fue de adiestramiento,
recordó, por momentos, el doloroso drama que trae la guerra.
Otra vez como en los días de Junín y Ayacucho, el fragor de
los cañones despierta los remotos cerros del país de los
Incas. La artillería aliada "ablanda" con su fuego las
posiciones enemigas.
¿África? No: Estamos en América. En lo más duro del desierto
peruano que costea el océano Pacífico. Columnas mecanizadas
del "ejército de la libertad" se desplazan hacia los focos
de la lucha. |
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