24 horas en la vida de Pablo VI Volver al índice
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Acceder a los vedados recintos del Vaticano es algo poco menos que imposible. Sin embargo, el periodista irlandés Desmond O'Grady logró trazar, en este informe que SIETE DIAS publica con carácter exclusivo, los más íntimos detalles que componen un día en la vida del Papa. Obviamente, no se trata de una jornada especial sino de la acumulación de circunstancias y problemas que el Sumo Pontífice debe encarar en forma cotidiana. De cualquier manera, el mosaico obtenido sobrepasa los límites de la mera ficción e indaga profundamente en los laberintos que jalonan la más reservada intimidad del Vicario de Cristo

Ese día, no hace mucho, los gritos de "¡Viva el Papa!", en vez de tranquilizarlo, aumentaron su inquietud. Pablo VI, con ojos sorprendidos, miró hacia la convulsionada muchedumbre que lo aclamaba, intempestivamente: parecía —con el perfil aquilino sumido en la penumbra— un extraño pájaro nocturno, deslumbrado por las luces del día. Pocos momentos antes, el Santo Padre había saludado a varias parejas de recién casados —durante la habitual audiencia semanal de los miércoles—, con un augurio inusual, casi misterioso: "Que nada empañe vuestra felicidad y que nunca la menor duda de disolución tizne la sagrada unión que habéis formalizado". Sus palabras eran una velada referencia a la ley de divorcio; sin embargo, la violenta reacción del público presente las habían convertido, casi, en un grito de batalla.
Pablo VI, por un instante apenas, se preguntó —interiormente— si ese vocinglero entusiasmo no sería, acaso, un desafío o una tentación. Comprendía, sin duda, que si él lo quisiera, podría movilizar a miles de adeptos en favor de una cruzada contra el divorcio en Italia. Con todo, el anciano Vicario de Cristo dudaba en dar el paso decisivo. De ese modo, los gritos de "¡Viva el Papa!" se perdieron en la inmensidad de la basílica, rebotando de eco en eco, inofensivamente, hasta morir exangües, tragados por la sombra de los mármoles y las imágenes de oro.
Como si advirtieran el drama interior del hombre, o las dudas del
más alto dignatario de la Iglesia Católica, los camarógrafos de la televisión romana enfocaron sus teleobjetivos sobre el rostro del Papa: el primer plano, implacable, por momentos despiadado, mostró durante largos minutos los rasgos tensos y los labios apretados del Sumo Pontífice. Aún sorprendido por los gritos de apoyo —sentado en su trono rojo y áureo— se inclinó hacia adelante, como si quisiera interrogar el silencio que poco a poco fue ganando la nave de la iglesia. Su expresión, entonces, tomó el aire adusto, severo, de los hombres habituados a sopesar con cuidado todas las alternativas de una circunstancia inesperada: la frente ancha se le cubrió de arrugas, haciendo desaparecer las cejas bien delineadas, del color de las alas de gorrión.
Pero las exclamaciones no eran lo único que lo preocupaba: ese día, por primera vez en su vida, había llegado tarde a la audiencia semanal colectiva en la basílica de San Pedro. Eso, por sobre todas las cosas, lo molestaba inmensamente: quince minutos de retardo eran un pecado que no podía permitirse. Su llegada fue precedida por el cántico de un afiatado coro de niños, que aumentó la expectativa de los diez mil peregrinos y turistas que aguardaban su entrada. Cuando cesó el himno, la pesada puerta de la iglesia se cerró con ruido, yugulando la entrada del Sol; las luces se encendieron y Giovanni Battista Montini —Pablo VI, obispo de Roma, Vicario de Cristo, sucesor del príncipe de los apóstoles, pontífice de la iglesia universal de 600 millones de fieles, patriarca de Occidente, primado de Italia, arzobispo metropolitano de la provincia romana, soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano— avanzó por el transepto, alzado en la silla gestatoria, y descendió frente al altar mayor, ubicado sobre la tumba de San Pedro y cubierto por el balda-
quino de Bellini, un imaginario esperpento de 29 metros de alto, profusamente decorado.
Con su hábito talar blanco, de corte perfecto, y el solideo ligeramente inclinado —que dejaba descubierta parte de su coronilla— Pablo VI era la imagen misma de la sobria, discreta elegancia eclesiástica. Con los brazos en alto, mientras se repetían los vivas y los aplausos de los fieles, el Pontífice se acercó a los cuatro ángulos del altar para saludar a los parroquianos: su paso era ágil como el de un boxeador y los ademanes desenvueltos. Pensó, acaso, si todos esos largos años de estudio y de preparación diplomática, a los que se sometiera desde niño, no tendrían como objetivo ese fugaz instante de los días miércoles, cuando el Papa debe recibir —por tradición— a los peregrinos reunidos en San Pedro. O tal vez haya recordado —¿por qué no?— ese día de 1967, cuando las luces del quirófano donde le operaban de próstata le hicieron memorar —entre el sueño del cloroformo— las 95 luces del candelabro que arde, eternamente, al lado del altar mayor y que ahora alumbraba su rostro cansado, tenso de las fatigas y preocupaciones derivadas de su ministerio.
Una de ellas lo había retrasado quince minutos esa mañana, cosa que lo molestaba, pues de todas sus obligaciones la que más le agradaba era la reunión semanal con los peregrinos. Sin embargo, la tardanza se justificaba: poco antes de partir de su despacho había recibido un telegrama en el cual el gobierno de Nigeria protestaba por la actitud de los misioneros católicos en la ex provincia secesionista de Biafra. Los sacerdotes habían denunciado a la prensa un supuesto crimen de genocidio cometido contra el pueblo ibo por el gobierno central de ese país africano. La inevitable complicación diplomática en la que se vería envuelto el Vaticano por ese hecho no impidió, con todo, que Pablo VI leyera con voz firme el discurso que él mismo —según su costumbre— había redactado en la víspera.
Al defender la necesidad de integrar las leyes civiles con las enseñanzas morales del cristianismo, el Sumo Pontífice intentaba contrabalancear la entrevista que tres profesores jesuitas de Universidad Pontificia Gregoriana concedieran, la semana anterior, al periódico Il Mesaggero. En ella, los tres catedráticos afirmaban que el Vaticano debía desistir de su violenta oposición a la ley del divorcio en Italia.
Pablo se dio cuenta que su discurso podría resultar incomprensible a muchos de los presentes, incluso para los que entendían el italiano: quizá por eso pidió paciencia y tolerancia a su auditorio. Su homilía, pronunciada de pie, sobre el podio del altar, duró exactamente 25 minutos; fue clara y erudita, pero no ofreció muchos indicios que permitieran detectar la personalidad del orador. La voz, empero, resultaba más reveladora que el texto mismo: ronca por el énfasis, podía romperse en mitad de una frase y alcanzar elevados tonos agudos.
Pablo pareció más a gusto cuando comenzó a saludar a los presentes, haciendo uso fluido de varias lenguas. El arzobispo Jean Martin, maestro de ceremonias, canoso y de rostro aguileño, sentado a su derecha, le rogó que abreviara la despedida, pues esa misma mañana debía atender varios asuntos urgentes: el Santo Padre desoyó su consejo y prosiguió alternando con los diversos grupos. Conversó en un inglés extremadamente culto con un puñado de sacerdotes recién ordenados; con varios militares norteamericanos; con los representantes de una asociación de jóvenes agricultores escoceses; con peregrinos irlandeses; con estudiantes de las universidades de Stamford y de Pennsylvania. Mientras platicaba en francés con varios peregrinos vietnamitas, de vuelta de un viaje
a Fátima, Pablo recordó la acusación pronunciada por un funcionario del secretariado de Estado, según el cual esos peregrinajes —cada día más frecuentes— permitían a los ricos inversionistas de Vietnam del Sur trasferir, de contrabando, su dinero a Suiza.
Durante largos minutos conversó en alemán, español e italiano con varios grupos: sintió —en un determinado momento— que una corriente de simpatía se generaba entre él y sus interlocutores. Era como si la roca del Evangelio —sobre la que Cristo construyó su Iglesia— estuviera, después de los siglos trascurridos, más fuerte y sólida que nunca. En eso estaba meditando Pablo VI cuando los gritos de "¡Viva el Papa!" le advirtieron sobre los peligros de no sucumbir a las tentaciones del poder: ¡Hubiera sido tan fácil, sin embargo, iniciar allí mismo una cruzada contra el divorcio! Fue sólo un breve ramalazo, pero Pablo extrajo de él una ecuménica enseñanza: el Papa debía siempre basar sus juicios no en sus impulsos de hombre, sino en la meditación y la oración.
Tras los saludos colectivos, le fueron presentadas diversas personas. Visto de cerca, el rostro del Papa sólo parecía una especie de marco para unos vivísimos ojos gris azulado, de mirar inquisitorio y fijo. Acarició afectuosamente a tres pequeños, hijos de un oficial de marina; escuchó pacientemente a una tímida monjita, con un tic nervioso en la mejilla, que le contó —en voz baja— una larga historia; estrechó la mano de una anciana para confortarla y atendió a varias personas más. Por último, tomó en brazos a un niño paralítico antes de que fuera trasportado —entre los fogonazos de los fotógrafos y los reflectores de la TV—, a bordo de la silla gestatoria, por la nave central hasta su ascensor privado, cuyas puertas se abren al lado de La Piedad de Miguel Angel; una ola de aplausos le fue abriendo camino a lo largo de los 186 metros que separan la estatua de Urbano VIII (obra de Bernini) de la pila bautismal, que cierra la nave izquierda.
Una vez que los guardias suizos corrieron las cortinas de damasco rojo que separan el recinto del ascensor del resto de la basílica, y
los portadores dejaron en el suelo la silla papal, Pablo VI aflojó sus músculos y se pasó una mano por el rostro. Bajó de la poltrona con cuidado, auxiliado por un ujier: parecía mucho más viejo que ese anciano vigoroso que segundos antes había encandilado, con su sola presencia, a miles de exaltados devotos. Pablo, a su vez, experimentaba un sentimiento reconfortante al enfrentar a ese mar de gente todos los miércoles por la mañana; se sentía apoyado por esos rostros anónimos, que muchas veces sólo denotaban curiosidad o desaprobación pero que —sin embargo, y él lo sabía— estaban tensos y deseosos de oír sus palabras. Después de una semana de casi aislamiento, la audiencia colectiva le permitía tomar contacto con la gente; el final, no obstante, era siempre una profunda desilusión.
El arzobispo Martin estaba ya habituado a los cambios de ánimo de Pablo después de esas audiencias. Sabía, por otra parte, que esa mañana el profesor Mario Fontana, médico personal de Su Santidad, había tenido que darle una inyección para que el Papa pudiera soportar la tensión de la ceremonia que acababa de finalizar. Pero no era extraño que un hombre de 73 años, que se había levantado como todos los días a las 7 de la mañana para asistir a misa —celebrada por su secretario, monseñor Pasquale Macchi—, estuviera cansado a mitad de la jornada. Además, ese molesto incidente con el gobierno de Nigeria lo había enervado y antes del almuerzo tendría que tomar alguna medida con respecto a ello.
"¿Hay alguna cosa importante que atender, monseñor?", interrogó Pablo VI al padre Martin, mientras salían del ascensor al vestíbulo del segundo piso del palacio apostólico. Al fondo del corredor, un agente de seguridad de la guardia vaticana mataba su ocio contando por centésima vez las baldosas de mármol, primero en un sentido y después en el otro. "El padre Arrupe espera ser recibido por Su Santidad, después del secretario de Estado", contestó el arzobispo. Los ojos de Pablo refulgieron con un brillo especial, pero el Pontífice se contuvo de rezongar que eso no era, por cierto, un motivo suficiente para abreviar la audiencia en San Pedro, como el maestro de ceremonias le había sugerido al terminar su discurso de esa mañana.
El padre Pedro Arrupe, vasco, superior general de la orden religiosa más vasta de la Iglesia, la de los jesuitas, integrada por más de 300 mil miembros, siempre había sido muy bien considerado por Pablo, debido al celo con que cumplía sus tareas y por la sinceridad de sus actos. Es verdad que era un poco difícil cortar sus verborrágicos comentarios cuando narraba sus experiencias misioneras en el Japón, pero también era cierto que resultaba, sin duda, un magnífico heredero de San Ignacio de Loyola, creador de la orden. No obstante, su reciente proceder en el caso de los tres profesores jesuitas que habían atacado la política del Vaticano, haciendo declaraciones a un periódico -—que para peor estaba considerado como masónico—, despertaban algunas dudas. En el mejor de los casos su posición resultaba un tanto ambigua: si bien condenó la crítica al Papa, había afirmado que la cuestión, en verdad, era discutible. Para Pablo, este proceder no era el modo correcto de cumplir el voto especial de la orden que indica completa sumisión a la voluntad papal. El alma del padre Arrupe no habría sufrido demasiado si el Pontífice lo hubiese hecho esperar un poco.
Pablo se despidió del arzobispo Martin en la puerta de entrada de sus departamentos privados, donde lo esperaba monseñor Pasquale Macchi, su primer secretario. Allí, en los trece cuartos de su dominio personal —todos unidos entre sí—, los cortinados de color rojo sangre contrastaban con los muebles macizos, recubiertos con una pátina de oro. En la antecámara se destacaba una estatua de San Rafael, perteneciente al patrimonio de la catedral de Milán; en la habitación contigua, la figura de San Ambrosio, tallada en madera estofada, en el siglo V por un artista desconocido, siempre proporcionaba a Pablo una ola de recogida emoción. El Papa contempló con entusiasmo el abigarrado conjunto de obras del gótico italiano y del bajo Renacimiento, salidas de las manos de Mino da Fiesole, Amoldo di Cambio, Taddeo Gaddi y el Perugino. Cuadros y esculturas de los artistas milaneses contemporáneos (Manfrini, Filocamo y Consadori) no desentonaban en el regio y severo conjunto. Pablo VI se sintió confortado, casi cómodo, en medio de esa decoración excesiva, alumbrada por el diseñador Dándolo Bellini, contratado por el Santo Padre, en 1963, para remodelar sus habitaciones.
Bellini había modificado, incluso, la sala de audiencias del primer piso y las oficinas de la secretaría de Estado, dando pábulo a los rumores mal intencionados que no dejaban de referirse al supuesto clan milanés que rodeaba a Pablo VI: una insidiosa alusión al origen de los objetos de arte trasladados a los aposentos papales, todos, o casi todos, pergeñados por destacados milaneses. El estudio del Sumo Pontífice, desde cuya ventana Pablo VI se dirige —todos los domingos al mezzogiorno— a la multitud reunida en la plaza de San Pedro, estaba presidido por la amplia, familiar, mesa de nogal oscuro. En ese recinto el papa Pablo se sentía —cuando se encontraba solo, trabajando— como si estuviera en su casa paterna. Al entrar, como siempre, echó una mirada de arrobamiento a los volúmenes encuadernados, puestos uno al lado de otro por orden alfabético de autor: Pascal, Dante, Shakespeare, Newman, Simone Weil, Baudelaire, Graham Greene y Mauriac, acompañados por multitud de obras históricas y de teología. A veces, en horas de la tarde, Pablo pensaba si esa pieza, más que un escritorio, no sería una especie de bunker que lo aislaba del mundo y de los hombres que —presentía— hormigueaban por las calles de Roma.
Monseñor Macchi informó al Papa que su consejero teológico, el obispo Carlo Colombo, llegaría desde Milán esa tarde y que solicitaba una audiencia antes de la noche. Pablo VI decidió recibir después del mediodía a Colombo, y de inmediato a su secretario de Estado.
Jean Villot, 64 años, un metro con noventa y tres centímetros de altura, ex arzobispo de Lion —Francia—, era el hombre duro, franco y ejecutivo, que había designado Pablo VI para reemplazar, en 1969, al octogenario cardenal Amleto Cicognani en la secretaría de Estado del Vaticano. Villot se había convertido, de esa manera, en el segundo religioso no italiano que ocupaba dicha secretaría en el lapso de 300 años; el hecho, además, de que no perteneciera al cuerpo diplomático del Vaticano dio lugar a comentarios acibarados. Es que el secretario de Estado posee, en efecto, una formidable suma de poder. De acuerdo con la reforma de 1968, introducida por Pablo VI, todos los departamentos de la Curía¡ la burocracia central de la Iglesia, están bajo la autoridad directa de la secretaría de Estado y su titular preside las reuniones periódicas de los jefes de los distintos sectores de la Curia. Pero no es sólo una especie de primer ministro; sus funciones se asemejan más a la de ministro del Interior y de Relaciones Exteriores de toda al Iglesia.
La influencia potencial de Villot podría haber sido considerable si dos circunstancias no concurrieran para aminorarla. En primer lugar, el Papa no era el clásico monarca constitucional acostumbrado a delegar sus funciones; el Pontífice era un hombre político que sabía hacer política. Además, tenía un perfecto conocimiento de la secretaría de Estado, en la cual trabajara por espacio de 30 años. El segundo obstáculo que limitaba los poderes de Villot, era el subsecretario de Estado, arzobispo Giovanni Benelli, quien durante cinco años trabajó como secretario de Pablo VI cuando éste era todavía monseñor Giovanni Battista Montini, de la secretaría de Estado. En 1968 Pablo había llamado a Benelli, a la sazón nuncio apostólico en Africa Occidental, para que ocupara el cargo de subsecretario. Benelli —a su vez— nombró a sus colaboradores escogiéndolos de entre más de 60 misiones diplomáticas del Vaticano. Algunos observadores habían previsto, en 1969, cuando se produjo el retiro de Cicognani, que sería Benelli quien pasaría a ocupar el destacado sitial. Con todo, quizá por ser relativamente joven (nació en 1921), o tal vez por su carácter más o menos intempestivo, Benelli fue descartado por el Papa en beneficio de Villot. Esas imposiciones de Estado congelaban —a veces— las tenues alegrías de Pablo: ¡Ah, si él pudiera delegar esas odiosas responsabilidades! Ser Vicario de Cristo no era, por cierto, una carga liviana.
Villot informó al Pontífice de todos los detalles y antecedentes relativos a la protesta del gobierno nigeriano acerca de los misioneros irlandeses en esa parte de Africa. Pablo lo escuchó en silencio, engolfado en misteriosos pensamientos. Sin decir exactamente que los misioneros irlandeses enviados a Biafra por el Papa habían actuado condicionados por la eterna lucha sostenida entre Inglaterra e Irlanda, Villot remarcó que el Vaticano no tendría que haber perdido de vista el hecho de que la Iglesia debía seguir actuando en ese país africano incluso después de la guerra civil y de la segunda derrota de la tribu cristiana de los ibos. Recordó al Papa una discusión anterior, cuando Villot hizo notar que no debía enviarse misioneros irlandeses a Biafra. El secretario de Estado argumentó —en aquella oportunidad— que Inglaterra apoyaba al gobierno central de Nigeria, por lo cual era un error mandar un grupo de irlandeses a trabajar en la provincia secesionista de Biafra: podrían dejarse llevar por su hostilidad hacia Gran Bretaña y causar inconvenientes al Vaticano, atacando desmedidamente al gobierno nigeriano.
Pablo, mirando a su colaborador fijamente, propuso enviar a monseñor Jean Rodhain, director de Cáritas —la Cruz Roja católica—, a tratar con el gobierno nigeriano. Villot objetó que si los dirigentes de Nigeria acusaban a las organizaciones de beneficencia (a cargo de los curas irlandeses) de apoyar a los rebeldes de Biafra, podría ser que la elección de Rodhain para tan delicada misión no fuera la más adecuada. No obstante, Pablo insistió con un argumento decisivo: "Monseñor Rodhian puede recordar a los nigerianos que los socorros católicos también llegaron sin cesar a la zona controlada por ellos; además —finalizó— es un embajador perfecto, pues tiene el tacto y la fineza que caracterizan a los diplomáticos franceses". Era un modo de reconocer ante Villot —también francés— que la política del Papa frente a Nigeria había sido equivocada; pero también le sugería al secretario que era preferible pasar por alto ese error. De cualquier modo, el round lo ganó Villot.
Cuando el secretario salió de su despacho, Pablo se acercó a la ventana para mirar la plaza de San Pedro, donde las dos alas de la columnata d© Bernini parecen los brazos del templo. Juan XXIII también acostumbraba a espiar hacia afuera, a través de las mirillas de la persiana cerrada, como mira un preso por detrás de las barras de su celda. Pero Pablo no veía el movimiento de la plaza porque estaba ensimismado en sus propios pensamientos. Trascurrieron varios minutos, hasta que advirtió, a su lado, la presencia del padre Macchi, quien le recordó que Mons. Arrupe aún aguardaba en la antesala.
Con los brazos anudados a la espalda, Pablo fue al encuentro del padre Arrupe. Una vez más el Papa quedó sorprendido de la mirada de su visitante, diáfana y grave —al mismo tiempo— como la que puede verse en los cuadros de los místicos españoles de otra época. El jesuita le formuló una demanda. Algunos miembros españoles de la orden querían una mayor autonomía para fundar seminarios donde, aseguraban, pudiera impartirse la verdadera, rigurosa enseñanza preconizada por San Ignacio de Loyola y abandonada —según ellos— por los superiores de la compañía. Arrupe, temiendo que los sectores conservadores de la congregación quisieran imitar ese ejemplo en otros países —lo cual terminaría por dividir la orden—, se había opuesto y rechazado la demanda. Pretendía, ahora, que el Papa apoyara su decisión.
Antes de que Arrupe pudiera empezar su argumentación, Pablo VI desvió el tema hacia las declaraciones que los tres profesores jesuitas formularan a un diario masón. Desde el momento que esa actitud comportaba un mal ejemplo para los estudiantes, la superioridad de la orden debía tomar las medidas necesarias para que el hecho no se repitiera. Era un golpe que Arrupe no esperaba, quizá porque él mismo disentía con la política del Vaticano hacia el divorcio. La discusión fue larga y el sacerdote español se marchó sin una formal promesa de apoyo papal, que impidiera la fortificación de los disidentes conservadores. Eran, en ese momento, las dos de la tarde: hora de que el Papa comiera su almuerzo.
Cuando se sentó a la mesa, Pablo descubrió que sentía más cansancio que apetito. Sin embargo, no desdeñó el plato de fettuccini al burro, ni la coteleta con ensalada mixta, preparadas por las cuatro monjas que se ocupan de la cocina del Vaticano. También bebió su habitual bichiere de Bardolino, servido por su chofer y camarero privado, Franco Ghezzi. Después se dirigió al dormitorio y se tendió sobre el lecho de hierro. Quizá soñara, como ayer, con el rostro de su madre.
CONTINÚA EN EL PRÓXIMO NÚMERO
Revista Siete Días Ilustrados
21.06.1971

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Pablo VI
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