Revista Redacción
mayo 1973 |
El asesinato de John Kennedy, la agresión de los Estados
Unidos a la República Dominicana, el genocidio de Vietnam.
la invasión rusa a Checoslovaquia y la Guerra de los Seis
Días, desmintieron en los hechos la esencia misma y aceptada
por todos de la encíclica que pregona "la paz en la tierra
para los hombres".
EL 11 de abril pasado se cumplieron diez años de la
publicación de la "Pacem in Terris". la segunda y
póstuma
gran Encíclica de Juan XXIII. En el momento de promulgarla,
hacía cuatro años y medio que el cardenal Ángel José
Roncalli había accedido al gobierno universal de la Iglesia
Católica. Y ya a esa altura, el humilde campesino de Sotto
il Monte, que con sus 77 años a cuestas fue concebido, al
elegirlo, como un ''Papa de transición", estaba
desencadenando la revolución más profunda de los últimos
siglos en el seno de la Iglesia.
Dos años antes, el 15 de mayo de 1961, Roncalli había
producido su primera gran Encíclica, la "Mater et Magistra",
que proyectó la llamada "cuestión social" a dimensiones
internacionales, asumió v bautizó el proceso de
socialización que marca a fuego el tiempo contemporáneo y
condenó sin vuelta de hoja las formas, más o menos sutiles,
de neo o cripto-colonialismo que durante las últimas décadas
fueron reemplazando la dominación política directa por el
imperialismo y la penetración económica, técnica y cultural.
Cuando apareció la "Pacem in Terris", apenas habían
transcurrido seis meses de la sesión inaugural del Concilio
Vaticano II, la obra maestra de Juan XXIII, que liberó las
energías eclesiales para emprender un proceso de cambio
cuyas consecuencias todavía estamos viviendo. Y sólo
faltaban 53 días para encontrarse con la muerte, que lo
halló con la tarea inconclusa, pero satisfecho, porque el
pontífice sabía mejor que nadie que el camino de renovación
(en realidad de "vuelta a las fuentes primitivas y
evangélicas") en que había metido a la Iglesia, no tenía
retorno.
Por primera vez en la historia de las encíclicas
pontificias, la "Pacem in Terris" no fue dirigida solamente
a los obispos, el clero y los fieles católicos. Su mensaje
estaba destinado también, como en la canción que oyeron los
pastores de Belén, "a todos los hombres de buena voluntad".
La misma fórmula sería repetida, cuatro años después, por
Pablo VI, cuando hizo escuchar al mundo el lenguaje directo
y admonitorio de la "Populorum Progressio".
La "Pacem in Terris" es un pequeño compendio de ciencia
política, a todos los niveles, en el que no falta la
enumeración precisa de los derechos y deberes fundamentales
del hombre, las bases de la convivencia civil, las normas
las relaciones políticas entre ciudadanos y autoridad, el
análisis de la dignidad esencial de la persona humana y del
bien común como valores correlativos de cualquier comunidad
organizada, y la descripción de lo que deberían ser, desde
un punto de vista cristiano, las relaciones internacionales
entre los pueblos y las naciones. El subtítulo de la
Encíclica marca con fuerza su tema básico y el espíritu que
lo inspira: "Sobre la paz entre todos los pueblos, que ha de
fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad".
Un estadígrafo se ocupó de señalar que en sus 172 párrafos
hay 43 citas del nombre de Dios, como garantía de ortodoxia
doctrinaria; 27 menciones y muchas más alusiones a la
"dignidad humana"; 52 innovaciones del derecho universal,
para fundar la universalidad de los principios, y 42
referencias al "bien común", como manera de ubicar por
encima de los intereses sectoriales, e individuales, el bien
y los objetivos comunitarios de los pueblos.
Pero los puntos salientes del documento consisten en tres o
cuatro temas que en alguna medida había insinuado la
encíclica "Mater et Magistra" y luego serían retomados y
desarrollados con energía por el Concilio, la "Populorum
Progressio" y, más cerca en el tiempo, por la "Octogessima
Adveniat":
a) Las relaciones internacionales deben fundarse en la
verdad, la justicia, el amor y la libertad. "Ninguna nación
tiene derecho a oprimir injustamente a otras o a
interponerse de forma indebida en sus asuntos". En buen
romance: ninguna nación tiene derecho a practicar el
imperialismo. En documentos posteriores, este pensamiento
quedaría precisado por la afirmativa: cada pueblo debe poder
ser el dueño de su propio destino y desarrollo.
b) La fina distinción entre el error doctrinario, siempre
condenable, y "el que yerra", el sujeto de ese error,
siempre rescatable para el diálogo y la colaboración. Esta
distinción conduce en la Encíclica, como de la mano, a otra,
de consecuencias más trascendentes aún: una cosa son las
teorías filosóficas falsas sobre la naturaleza, el origen,
el fin del mundo y del hombre, y otra cosa las corrientes de
carácter económico y social, cultural o político, aunque
tales corrientes tengan su origen e impulso en tales teorías
filosóficas. Porque las doctrinas son inmutables y se
cristalizan, mientras los procesos y corrientes que de ellas
derivan dependen de circunstancias y condiciones históricas.
El cristianismo puede (y debe) buscar una zona de diálogo,
entendimiento y comprensión con los protagonistas de estos
últimos, como forma concreta de participar en la
construcción de un mundo más justo. Esta fundamental
distinción, ampliamente desarrollada posteriormente por
Pablo VI, hace posible la inserción de los cristianos en los
procesos políticos particulares, cualquiera sea su signo, y
pone punto final a la marginación tradicional a que los
conducía cierto "doctrinarismo" dogmático que confundía
planos ahora perfectamente diferenciados.
c) La afirmación, entre profética y utópica, sobre la
necesidad de establecer una autoridad mundial con vigencia y
poder en el mundo entero, por acuerdo general de todas las
naciones. La cuestión, compleja y difícil de concretar, se
ha convertido sin embargo casi en un "leit motiv" en el
posterior pensamiento oficial de la Iglesia.
Cuando apareció la "Pacem in Terris", Fidel Castro gobernaba
en Cuba y, después de la crisis de los misiles, en 1962,
Estados Unidos y Rusia, conducidos por John Kennedy y Nikita
Kruschev, procuraban terminar con la guerra fría y echar las
bases de la "coexistencia pacífica", repartiéndose el poder
internacional en perjuicio del Tercer Mundo. Argelia acababa
de triunfar sobre Francia después de una prolongada y
cruenta lucha de liberación y un estadista lúcido, Charles
de Gaulle, aceptaba la derrota con dignidad. El Tercer Mundo
despertaba y crecía con esfuerzo, pacíficamente o con
sangre.
Sin embargo, los años posteriores a la Encíclica parecieron
desmentir violentamente en los hechos todos sus buenos
deseos: el asesinato de Kennedy, el genocidio de Vietnam, la
invasión de la República Dominicana, la guerra de los seis
días entre árabes e isralíes, creadora de un foco bélico
permanente en Medio Oriente, fueron sólo algunos, quizás los
principales hitos de una historia de destrucción sistemática
de la "paz en la tierra". Hacia fines de la década del 60,
pomposamente llamada "del desarrollo", quedaba demostrado
que los imperialismos y los intereses económicos
multinacionales seguían operando enmascarados detrás de
todas las bellas palabras y de algunas buenas intenciones.
Era claro que los pueblos que quisieran tener un lugar bajo
el sol no lo obtendrían gratis: debían ganárselo luchando.
Pero a pesar de esas apariencias, no puede decirse que el
mensaje de Juan XXIII cayó en el vacío, porque precisamente
contribuyó a hacer crecer la conciencia colectiva de
dignidad que ahora se ha generalizado. América Latina, por
ejemplo, ya no se conforma con decir amén a los dictados
imperiales y busca un camino propio y original de
desarrollo. Varios procesos y regímenes revolucionarios y
nacionales (Cuba, Perú, Chile, Ecuador) caminan hacia una
nueva frontera histórica que posiblemente recompondrá la
unidad perdida por obra y gracia de los intereses
hegemónicos. En Argentina, se abre por primera vez en 18
años la posibilidad de un gobierno representativo, legítimo
y popular, que anuncia propósitos revolucionarios. Y hasta
en México, aparecen indicios de que la "revolución
congelada" intentará nuevos rumbos para no morir. En el
mundo, mientras tanto, se instala una paz que, aunque
precaria, permite alentar nuevas esperanzas.
La década del 70 ha iniciado, seguramente, la "hora de los
pueblos", que aspiran a ser dueños y artífices de su propio
destino. Quizás por eso mismo conlleva en sí misma la
garantía para no fracasar, como sucedió con la oficial y
paternalistamente declarada "década del desarrollo".
Para ello habrá que recordar, y practicar, uno de los
principios fundamentales que nos dejó el viejo Juan XXIII:
la paz no es un valor ni una finalidad en sí misma. Es obra
de la verdad, la justicia, el amor y la libertad.
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Juan XXIII
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