Revista Primera Plana
27.11.1962 |
Casi simultáneamente, en Inglaterra y en Alemania, estallaron
sendos escándalos de prensa, escándalos de tal magnitud que
provocaron renuncias ministeriales. La ocasión es excelente para,
después de recordar ambos casos, ensayar algunas reflexiones sobre
el eterno problema de la libertad de prensa.
Augstein contra Strauss
"Der Spiegel" es el semanario más leído de la República Federal
Alemana: su tiraje normal es de medio millón de ejemplares. Una
empresa tan importante supone una robusta concentración de
capitales. Esos capitales proceden de la gran industria, cuya
expresión política es el F.D.P. (partido demócrata liberal) que
participa con cinco ministros en el actual gobierno de coalición. El
F.D.P. ha desatado una crisis ministerial por solidaridad con el
periódico, acosado por otra fracción del gobierno Adenauer.
Desde hace varios años, Rudolf Augstein, director de "Der Spiegel'
lleva una enérgica campaña contra el ministro de Defensa,
Franz-Joseph Strauss. Lo acusa de aspirar al poder personal, de
organizar sus propios servicios secretos y de haberse enriquecido
con un plan de construcciones militares. El mes pasado, la Cámara
joven (Bundestag) estimó que esos cargos no estaban probados.
Poco después, se publicó una amplia información sobre el grado de
preparación moral y material de una; tropas alemanas que
participaron en las últimas maniobras de la NATO. El periódico se ha
servido, sin duda, de fuentes confidenciales. Razón por la cual el
gobierno —sin advertir previamente a los ministros liberales— inicia
una acción judicial contra Augstein, por el delito de traición. Aun
antes de plantearse la demanda, la policía ocupa el espléndido
inmueble, arresta a varios redactores —incluso, gracias a la
Interpol, uno que pasaba sus vacaciones en Málaga—y somete el
periódico a un régimen de censura previa.
El gobierno no carecía de facultades para proceder en esa forma: la
ley de prensa, en la República Federal Alemana, es tradicionalmente
severa, si bien en la práctica el poder periodístico coexiste con el
poder político sin fricciones apreciables. Sin embargo, la opinión
alemana ha tenido la impresión de que se procedía arbitrariamente.
Hay para ello dos razones. La primera es que ni el canciller
Adenauer ni los ministros liberales fueron informados previamente,
de tal modo que ha llegado a hablarse de un "gobierno paralelo"
(Hans Globke, secretario de la Cancillería, y Strauss, ministro de
Defensa). La
segunda, que otro periódico —el "Deutsche Zeitung", férreamente
conservador— divulgó los mismos secretos militares, sin que el
gobierno actuase contra él. Aparentemente, el señor Strauss se ha
servido de una estratagema para acallar una voz que le molestaba.
Furia del canciller
El señor Adenauer. en el Bundestag, atacó a "Der Spiegel" con una
violencia impropia de sus 86 años. "Es un caso de traición", dijo,
sin esperar a que la Corte Federal corrobore ese aserto.
"Circunstancia agravante, se trata de un hombre (Augstein), que
tiene entre sus manos un enorme poder periodístico, y que debía
guardarse, por lo tanto, de atravesar ciertos límites". En medio de
los gritos do indignación que atronaban el edificio, el canciller
añadió: "Ese periódico practica la traición sistemática como medio
de ganar dinero. Las gentes que se suscriben a Der Spiegel, y los
que anuncian en él, no merecen mi aprecio".
En todo caso, hubo de sacrificar dos subsecretarios. Y, a su regreso
de los Estados Unidos, halló sobre su mesa la renuncia de sus cinco
ministros liberales. La condición que ponían para reintegrarse a sus
funciones —y sin los votos de ese sector el gobierno hubiera caído—
era el retiro de Strauss. Aparentemente, el partido liberal no
quería ir tan lejos, pero su jefe, el señor Erich Mende, intuyó que
la opinión nacional exigía esa actitud drástica. Si los ministros
liberales seguían en sus puestos sin exigir la satisfacción
condigna, pasaban por cómplices de un atropello a la libertad de
prensa.
Adenauer trataba de sortear la situación proponiendo al señor
Strauss una cartera menos importante.
La "cuestión Vassal"
En los mismos días de mediados de noviembre, el primer ministro
Harold Macmillan entraba también en áspero combate con la prensa
británica.
Fue con motivo de la "cuestión Vassal". Se trata de un funcionario
de escasa jerarquía a quien se sorprendió haciendo espionaje en el
Almirantazgo, "por cuenta de una potencia extranjera"
(presumiblemente del Este). Era, en esos servicios, el tercer caso,
en dieciocho meses, por lo cual algunos periodistas reclamaron
también la cabeza del señor Galbraith, subsecretario para los
asuntos de Escocia, quien habría recomendado ese funcionario.
Desde el "Daily Express" (conservador) hasta el "Sunday Pictorial'
(laborista), dijeron que Lord Carrington, primer lord del
Almirantazgo, no reacciona con la energía debida, cuando se consigue
identificar a un espía: que el señor Galbraith estaba "a punto de
fugarse a Rusia, junto con Vassal"; que el propio señor Macmillan
sólo está empeñado en defender la reputación de su gobierno, sin
preocuparse de la seguridad de la Nación.
El primer ministro se lanzó a un impetuoso ataque contra la prensa,
que parecía inspirado en el afán de eludir la responsabilidad
gubernamental. "No podemos tolerar —dijo--que se desarrolle aquí el
espíritu de Titus Oates y de Joe McCarthy". Si el hombre de este
último es universalmente reconocido, el lector debe ser informado de
que Titus Oates era un agitador inglés del siglo XVII, que provocaba
disturbios anticatólicos denunciando presuntas conjuraciones de los
"papistas" para asesinar al rey Carlos II.
"Cabeza de turco"
Quienes resultaban implicados en esta acusación de intolerancia eran
paradójicamente, los laboristas, que siempre se presentan como
defensores de las libertades públicas. El jefe de la oposición,
señor Hugh Gaitskell, preguntó al primer ministro si había perdido a
tal punto el sentido del humor como para confundirle a él con
Torquemada. Lo que quería la opinión pública era, simplemente, que
si las autoridades son incapaces de velar por los secretos de
Estado, dejen su puesto a otras más competentes. En cuanto a las
dudas sobre la lealtad del señor Galbraith, él no las compartía en
modo alguno; y los diarios suspicaces llevarían en el castigo la
penitencia, puesto que el país sabría distinguir entre la crítica
prudente y cierta histeria anticomunista destinada a facilitar
alguna maniobra de política interna.
El hecho es que su diatriba contra la prensa le trajo dificultades
adicionales al primer ministro. Al día siguiente, buena parte de
ella intervino en un ataque general contra las posiciones del
gobierno.
El señor Macmillan no halló otro medio de sustraerse a esas críticas
que aceptar la renuncia del subsecretario de Asuntos Escoceses.
Inmediatamente. varios diarios que hasta entonces sospechaban de
Galbraith hallaron que era de una integridad a toda prueba, y que el
jefe de gobierno lo había escogido como "cabeza de turco". Su mala
consciencia indujo al señor Macmillan a ofrecerle otro cargo en el
gobierno, pero el joven escocés hizo sus maletas y se marchó a su
tierra.
Los abusos de la prensa
Estos dos ruidosos incidentes plantean, pues, con un relieve
especial, el problema de las relaciones entre gobierno y prensa, que
hoy no presenta los mismos caracteres que en el siglo pasado, cuando
era un lugar común decir que la prensa constituye el cuarto poder
del Estado.
Hasta entonces, un diario era una empresa de pequeñas dimensiones
—en cuyos puestos directivos los hijos sucedían a los padres— y que
se atraía la confianza pública con una larga línea de conducta. Así
había adquirido la fuerza necesaria para llevar un hombre al poder o
para precipitarlo en el olvido.
Ahora, sólo la gran empresa está en condiciones de informar rápida
mente y con precisión, y de brindar a sus- lectores un variado
material de lectura. Un diario es casi siempre una sociedad anónima,
pues, y por lo común quienes lo dirigen son periodistas. El lector
no los conoce, ni puede juzgar sobre su independencia. A menudo, los
diarios cambian de manos y entonces se transfiere no sólo la empresa
sino también su clientela. Los lectores son vendidos, simple y
llanamente.
Los señores Adenauer y Macmillan protestan por el hecho de que
ciertas empresas de prensa abusan de su poder: pero el criterio
democrático, en esta materia, es que la libertad de prensa no tiene
otros límites que los del Código Penal, y no faltan Constituciones
que —como la argentina— prohíben legislar sobre esta materia. El
único juez de la prensa es el público. Pero está a la vista que el
público no puede, en manera alguna, regular el ejercicio de la
libertad de prensa. Como toda mayoría desorganizada, está a merced
de un grupo de audaces.
En las democracias, los gobiernos no pueden hacer otra cosa que
"jugar el juego". Fingen creer que los diarios son aquellas pequeñas
empresas de propiedad familiar cuyo único futuro consistía en
mantener su independencia. Esta ficción es necesaria, puesto que
toda ley de prensa es tachada de antemano como un agravio a la
democracia. Si un jefe de gobierno por fin, se irrita, y toma alguna
medida restrictiva, desencadena un vendaval político cuyas
consecuencias son muy difíciles de preveer.
Protección al público
La ciencia política está tratando de resolver este problema con el
mínimo daño para la libertad de prensa.
Autores como Maurice Duverger y Francisque Gay, en Francia, estiman
que es preciso legislar sobre esta materia; no hacerlo, es
contribuir a la destrucción de la libertad de prensa. Su principio
es que, para el legislador, el diario debe ser, en alguna forma una
cosa de sus lectores, agrupados o no en familias espirituales, en
partidos políticos, en grupos legítimos de intereses. De esta
manera, viene a ser expresión de las diversas fuerza nacionales, y
se sustrae a la arbitrariedad personal.
Por sincero que sea su deseo de objetividad, el periodismo no tiene
tiempo para ser una ciencia, ni posee los medios para ello. La
materia prima con que trabaja —la actualidad— es demasiado fluida, y
es imposible que un diario pueda controlar absolutamente sus fuentes
de información: agencias de prensa y corresponsales particulares. La
ciencia tiene para sí la eternidad, el diario debe salir todos los
días. Las noticias que se acumulan sobre la mesa de redacción,
venidas de los cuatro puntos cardinales, por teléfono, telegrama,
teletipo o avión, no deja tiempo a las verificaciones necesarias. En
última instancia, es cierta cualidad, sutil y preciosa, la que
decide: es la intuición o, como suele decirse, el "olfato" del
periodista. Pero, sin una buena ley de prensa, el público no está en
condiciones de discernir si esa cualidad se ejerce honradamente o
no.
El diario es también una empresa: pero lo es subsidiariamente. Debe
ser ante todo, el órgano de comunicación entre un profesional digno
y una masa consumidora, suficientemente protegida.
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Claus Jacobi, editor en jefe de "Der Spiegel", fue recibido
en triunfo al volver del extranjero, después que Adenauer
sancionó a ese semanario |
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El "premier" Macmilian también se enemistó con los
periodistas
Adenauer tiene razones para lamentar su diatriba contra la
prensa
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