ESTADOS UNIDOS
LOS SANTUARIOS DEL MIEDO
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Protesta en USA por guerra de Vietnam
Las violentas manifestaciones estudiantiles en protesta por la política exterior del presidente Nixon que culminaron con la gran concentración del sábado 9, en Washington, no alcanzan para conmover los cimientos de una nación tan sólidamente asentada como los Estados Unidos. Pero sí para elevar a su punto más crítico la tensión social generadora de belicosos santuarios internos que en un futuro impredecible obligarían al gobierno a exterminarlos por la fuerza. Tal la impresión recogida por Ricardo Cámara y Osvaldo Dubini, enviados especiales de SIETE DIAS, telexeada la noche del jueves 14


"Yo sé que ustedes piensan que nosotros somos un atado de bastardos."
Richard Nixon


El palco ha quedado desierto, en un extremo de la famosa Elipse. Nadie recuerda las exhortaciones de Jane Fonda ni las baladas funerarias de Allen Ginsberg. La vedette se ha ido hace mucho, rodeada por una corte que parloteaba en francés; y el poeta, ahora, se encamina hacia la Avenida Quince, desde donde llega el eco de un tumulto. Nada serio: los organizadores del acto, significativamente denominados marshalls (sheriffs), cruzan sus propios cuerpos para detener los botellazos que una minoría protegida con máscaras antigás descerraja sobre el cordón policial. Pero en La Elipse todo está en paz. Es como si acabara de finalizar un populoso picnic, en un enorme parque colectivo. Sólo que más señorial —La Elipse es la plaza que se extiende sobre la parte de atrás de la Casa Blanca, en Washington— y mucho más pulcro: los propios marshalls se encargan de recoger la basura y acomodarla en pequeños montículos.
Es que ese sábado (9 de mayo) se puso en escena un festival-protesta, una demostración típicamente norteamericana, montada para denostar a otra actividad típicamente norteamericana. De ahí su inutilidad: uno de los números más festejados, por ejemplo, fue el que protagonizó Donald Donahue, estudiante de Física en la Universidad de Columbia, quien se paseó entre los 85 mil asistentes ostentando un cartel que tremolaba: "Haga queso, no haga la guerra". Cuando SIETE DIAS inquirió sobre el significado de esa leyenda, Donahue estalló en carcajadas: "Es preferible agujerear quesos, antes que mandar a los Gl's para que los agujereen en Camboya", explicó. Los Gl's son los soldados yanquis: más de un centenar de ellos mueren semanalmente en el sudeste asiático.
Por eso, cuando el palco quedó vacío y la figura de Ginsberg, uno de los últimos en irse, se perdió entre grupos de adolescentes semiborrachos, en el aire flotaba la sensación de que nada había ocurrido. No fue así, sin embargo: esta rebelión amorfa, grotesca casi siempre, puede implicar nada menos que el comienzo de la quiebra del frente interno de los Estados Unidos. Por ahora, manifestaciones como las del sábado, o huelgas universitarias como la que aún continúa, apenas logran provocar magras fisuras. Pero cada vez son más los estudiantes que adoptan posiciones extremas, mientras los sucesos que acaban de estallar en Augusta, Georgia, ofrecen una muestra de lo que puede deparar el inminente verano norteamericano: bajo el insoportable calor del Sur, los negros no se aguantan a sí mismos, pero sobre todo no aguantan a los blancos. No sólo eso: el choque entre generaciones provoca la desintegración de la familia norteamericana, esterilizando su poder de comprensión, su papel de célula moderadora.
El martes último, en plena Quinta Avenida, en Nueva York, un anciano enardecido encaró a un grupo de manifestantes, gritando: "Todos ustedes son bombas, bombas contra los EE. UU. igual que si las arrojaran los mismos comunistas. Ustedes son más peligrosos que los viets". Exageraba: los capitanes del grupo habían arreglado con la policía la realización de la marcha; y un corpulento inspector de civil iba al frente sugiriendo rutas posibles, persuadiendo a los adolescentes que no se desbarrancaran hacia la violencia.

REBELION EN LA GRANJA
El primero en advertir la inocuidad actual del movimiento fue el propio Richard Nixon, quien a las cinco de la mañana del sábado 9 apareció súbitamente en el monumento a Lincoln, donde, un grupo de estudiantes aguardaba la iniciación de la marcha. Fue un gesto doblemente significativo porque: 1) reveló que el gobierno consideraba al acto demasiado importante como para salir a combatirlo frontalmente; 2) porque también lo consideraba suficientemente débil como para saber que la excursión presidencial sería tolerada sin provocar reacciones cruentas.
"Venimos de una Universidad en huelga —relató agitada a SIETE DIAS Joan Pelletier, estudiante de Arquitectura de la Syracuse University, y contertulia de Nixon esa madrugada— y mire usted: nos ponemos a hablar de todos estos problemas, y el presidente, en lugar de respondernos, preguntó cómo iba nuestro equipo de fútbol. Y cuando alguien le dijo que venía de California, se puso a hablar de surf". Otro de los participantes del imprevisto encuentro, Gayle van Durme, alumna de Diseño en Dassville, completó: "Fue un molesto monólogo de 20 minutos. Nixon habló de los países que conoció a lo largo de su vida, de las capitales que había visto, de cuán hermosas eran. Pero cuando alguien le recordó el tema de la guerra, dijo solamente que ya va a terminar, que no nos preocupemos; y no aceptó hacer más comentarios. Una sola vez dijo: Yo sé que ustedes piensan que nosotros somos un atado de bastardos. Pero no se inquieten; todo terminará pronto".
El presidente no se equivocaba: la mayoría de los estudiantes insulta al gobierno, pero son pocos los que están en condiciones de razonar coherentemente sobre la situación. "Yo estoy de acuerdo con la causa — apuntó George Yumich, editor de libros de texto en Nueva York— pero vine aquí para escapar de la rutina. Eso es lo que hice." No tanto, porque Yumich, fornido y pecoso, integra el cuerpo de marshalls del flamante Comité de Movilización Contra da Guerra (MORE), ente organizador del bullicioso rally del sábado 9 en La Elipse de Washington. "Nuestra misión —dice— es evitar problemas. Cuando vemos que un sector de manifestantes muestra inclinaciones belicosas, corremos a apaciguarlos. Nos llevamos muy bien con la policía." Galardonados con una cinta verde en el brazo derecho, Yumich y sus 400 conmilitones supieron mostrar que eran los mejor organizados entre las decenas de grupúsculos que pululaban en Washington ese día. No sólo se dedicaron a proteger la Casa Blanca de las arremetidas extremistas: un eficiente cuerpo médico convocado por ellos atendió prestamente los 514 casos de desmayo. La policía, ansiosa por no irritar a los estudiantes, ni siquiera hizo acto de presencia en el lugar. En su reemplazo, los marshalls del Comité hasta se encargaron de la extensión de credenciales a los periodistas, impidiendo cualquier intento de avance sobre la impenetrable barrera de ómnibus erigida a la vera de la mansión presidencial. Original recurso imaginado por el gobierno para proteger las instituciones oficiales: formar barricadas, método clásico de los revoltosos europeos y latinoamericanos, y utilizar a los rebeldes nativos para guardar al país de la tentación incendiaria.
A esa altura ya no resultaba extraño que casi la mitad de los manifestantes de Washington se desentendiera por completo de los discursos, los slogans, y hasta de los cuatro estudiantes muertos en los disturbios de Kent. Mientras Jane Fonda clamaba desde la tribuna por "el poder para el pueblo" (pero igual que en las películas: sin decir cómo, por qué ni para qué), a 500 metros de allí una jubilosa multitud procedía a bañarse en la Reflecting Pool —una fuente que en días más tranquilos fascina a los turistas— entonando cánticos humorístico-erótico-pacifistas (en ese orden). Más de 4 mil adolescentes se apeñuscaron en esa y otras dos fuentes de los alrededores para provocar una pura espuma, supuestamente rebelde y decididamente colegial. "Es una forma de pelear contra el establishment —teorizó el bañista Arthur Gateway, hijo menor de una familia cuáquera y puritana—, porque en esta fuente está prohibido bañarse. Más, si uno se desnuda".
Tal vez por eso, por los restantes suburbios de la concentración deambulaban desde conjuntos musicales —no necesariamente antibélicos— hasta sectas religiosas neobudistas, adoradores de Krishna y de los himnos hindúes. Estos estrafalarios profesantes, todos menores de 30 años, visten túnicas rosadas que les llegan hasta los tobillos y se rapan toda la cabeza, excepto la nuca: de allí para abajo, dejan florecer una lánguida cola de caballo. Pero el origen del grupo es patético: fue creado por soldados norteamericanos que regresaron de Vietnam. Lejos de su patria, el único refugio que encontraron para huir de la hoguera fue el que ofrecieron las religiones orientales. "Más que bregar por la paz — salmodió Kevin Latham, profesante de 22 años, oriundo de Filadelfia— el hombre debe esforzarse por huir del mundo material y encontrar la verdadera paz en el espíritu". Un hermano mayor de Latham, llamado Ronald, fue destrozado por un morterazo seis meses atrás, el día que cumplió 24 años, cuando atacaba una posición vietcong. No obstante, sus padres negaron todo tipo de adhesión a los movimientos pacifistas. Kevin, en cambio, ávido consumidor de lecturas exóticas y admirador de su hermano, un día se topó con la secta y ello lo consoló para siempre: "Los vi mientras hacían propaganda en la esquina de Chestnut y Broad, pleno centro de Filadelfia. Lo primero que me atrajo fueron sus cánticos". Los discípulos de Krishna — un santón del siglo pasado que oraba a la vera del Ganges— ejecutan viejas letanías hindúes aderezadas con ritos afronorteamericanos.
Grupos como estos son inofensivos, por cierto. Pero hay otros que aún siendo más racionales, se hipnotizan igualmente con fantasías. El Comité Para la Acción Económica Contra la Guerra, por ejemplo, repartía panfletos exhortando a generalizar un boicot contra la Coca-Cola.
El día de la marcha, una temperatura agobiante se desplomó sobre Washington. Los vendedores ambulantes habían desaparecido, y los luncheonettes de los alrededores cerraron sus puertas por temor al saqueo. El acto se desarrolló entre las 12 del mediodía y las 4 de la tarde nadie ansiaba otra cosa que ingerir bebidas heladas. A tal punto, que muchos marshalls se convirtieron en aguateros, distribuyendo el líquido —caliente— que podían extraer de las bocas de incendio. Cuando por fin apareció un desprevenido vendedor de posible (tabletas frías para calmar la sed), fue violentamente aligerado de su mercadería, ante la sonrisa benévola de Leonid Lipotiewsky, corresponsal de la TV soviética. El moscovita, se abstuvo de filmar la escena de la "expropiación" para su teleplatea colectivista: "Oh, son meras anécdotas", dedujo.

LA MINORIA ENSORDECEDORA
Con todo, más de la mitad de los manifestantes participaron disciplinadamente en el meeting, entonando un estribillo que unificó a todos los grupos: Peace now! (paz, ahora). En tanto algunas falanges se deslizaban hacia los costados para fumar marihuana, más de 60 mil jóvenes permanecieron sentados en el pasto, acatando una consigna derramada por los marshalls: "Sentarse para ver mejor y vernos mejor". No hubo disidencias. Sólo cuando terminó el acto los grupos más radicales, partidarios de buscar el apoyo de los obreros, intentaron vanamente dirigir la marcha hacia la sede del Departamento de Trabajo. La mayoría siguió las indicaciones del Comité: al compás de una letanía recitada por Ginsberg, se encolumnó una caravana fúnebre precedida por cuatro ataúdes simbólicos y un emblema escalofriante: el negro Daniel Williams Billings (28), atado a una gran cruz de madera "para demostrar —explicó desde lo alto— que Nixon está crucificando al pueblo norteamericano".
Cuando, hacia las 10 de la noche del sábado, todo quedó normalizado en Washington y los estudiantes que decidieron permanecer en la ciudad enfilaron sus pasos hacia un campamento de las afueras, algunos comenzaban a preguntarse si el rally había servido para algo. De ahí que Ron Young (30), factótum del Comité Organizador, se esforzara en aclarar a SIETE DIAS que "lo notable de esta demostración es que todos sabemos que no termina aquí. Nadie se va a ir a su casa pensando que con esto no hemos logrado que termine la guerra y que todo ha sido inútil. Al contrario, ahora cada uno volverá a su comunidad a trabajar con la gente de cada lugar para sumarla al movimiento". Algo parecido pregonó la starlett Jane Fonda —prima donna del pacifismo, ahora que Marlon Brando parece retirado de esos menesteres— en una vertiginosa entrevista que concedió a SIETE DIAS, antes de trepar a su automóvil: "Primero, cada uno va a volar a su comunidad; segundo, una vez allí, va a organizarse con el apoyo de la gente; tercero. . . veremos".
Es que el problema mayor que agobia a los movimientos rebeldes, no es otro que el de esbozar un método de acción organizado. Cuando a Young se le pregunta cuáles son, a su juicio, las perspectivas inmediatas, responde: "Usted lo tiene que saber mejor que yo. En la Argentina, los movimientos estudiantiles están más organizados, tienen una estructura más compleja. Aquí, en cambio, recién empezamos. Ni siquiera sabemos dónde va a llegar la represión por parte del gobierno". Y de inmediato, trata de diseñar la táctica futura: "Es muy importante extender este movimiento de manera de poder abarcar a los trabajadores. Pienso que grupos de estudiantes deben llegar hasta ellos para explicarles que la inflación y otros problemas económicos son causados por la guerra. Debemos separar a los obreros de sus actuales dirigentes, totalmente entregados a las grandes corporaciones". Young, que es un líder moderado en proceso de radicalización, representa con bastante fidelidad la manera de pensar del estudiante medio.
Richard Hoffman, más centrista, dibujante publicitario de una agencia neoyorquina, opinó que "en los EE. UU. no hace falta ninguna revolución para cambiar la política belicista y destruir el poder de los monopolios. Porque existen leyes en este país que, de ser aplicadas, darían esos mismos resultados". En ese momento, un camión verde oliva atravesó la avenida Constitución, camino a Penn Station: Hoffman —integrante del 5 por ciento del movimiento pacifista que viste normalmente, paga sus impuestos y trabaja— levantó una mano y saludó. El suboficial que iba en la cabina, no lo saludó. Sí lo hicieron, en cambio, los soldados que viajaban en la parte de atrás. "¿Ve usted? —concluyó el dibujante—; hay condiciones para ampliar la protesta. Algunos movimientos deben unificarse con nosotros. Por ejemplo, los que militan contra la contaminación del aire: debemos explicarles que la General Motors hace autos, contamina la atmósfera de la ciudad y además hace tanques, mata gente y obtiene más ganancias mientras haya guerra".
En los Estados Unidos, un país corroído por el smog y otros venenos, las organizaciones contra la contaminación del aire son muy poderosas. A causa de las emanaciones, los agobiados neoyorquinos no pueden bañarse en las playas cercanas a su enorme ciudad: hasta las aves se derrumban ante el empuje de la sociedad macroindustrial. Entre otras cosas, se ha comprobado que el DDT esteriliza a los pájaros. De ahí que los jóvenes supongan que las instituciones creadas para reivindicar el oxígeno, arribarán fatalmente a la conclusión de que los responsables de la peste son las corporaciones. Enfrentando a éstas —suponen— acabarán luchando también contra la guerra. Lo cual se asemeja a una ensoñación: son las propias corporaciones las que abarrotan de dólares las arcas de los grupos anticontaminación. La industria se apresta a renovar su tecnología y necesita preparar a la opinión pública para el consiguiente aumento de precios.
A otro nivel, el mismo problema aflige a los sectores más izquierdizados: ¿cómo ampliar sus ahora exiguas bases de apoyo, si la clase obrera norteamericana sigue siendo uno de los segmentos más conservadores de la sociedad? El viernes 7 y el martes 12, en Wall Street, más de 600 albañiles se abalanzaron sobre grupos de manifestantes antibelicistas. Mientras vitoreaban a Nixon y denostaban al alcalde John Lindsay —opositor al presidente—, los obreros apalearon a cuanto estudiante se cruzó en su camino. Lo cierto es que sólo unos pocos sindicatos simpatizan —con reticencias— con los pacifistas. La mayoría de los gremios apoya al gobierno; hasta huelgas importantes, efectuadas por los obreros contra la opinión de sus dirigentes (caso General Electric y Correos), tuvieron un expreso contenido de apoyo al programa nixoniano.
Con todo, la difícil coyuntura económica (6 por ciento de inflación, 5 de desocupación, baja de la Bolsa, una grave recesión en cierne) puede desatar la ira de los obreros. Por lo pronto, cerca de 50 sindicatos han visto aflorar últimamente movimientos internos de oposición a los jerarcas tradicionales enquistados en los puestos claves. Pero ni remotamente se plantean un accionar similar al de los estudiantes. Sin embargo, pueden llegar a converger si el gobierno no aplica un rápido contraveneno. Es lo que alienta a los marxistas de la SDS (Estudiantes para una Sociedad Democrática), que acaba de desintegrarse en siete fracciones. Idénticas esperanzas laten entre los Panteras Negras, otro grupo ultra pero nada colegial que cuando brota a la superficie, no lo hace para practicar rallies festivaleros, sino que desencadena impresionantes riots (como llaman los norteamericanos a los desórdenes). El último de ellos estalló en Augusta el martes 12, dejando un saldo de 6 muertos y un reguero de negocios derrumbados.
En cuanto a la magra participación de gente de color en la marcha sobre Washington, se explica por dos razones: 1) Disidencia de los negros sobre el carácter pacifista de la manifestación; 2) desconfianza hacia los blancos, aun cuando se trate de radicales. Ello es fácilmente comprensible: la muerte de los 4 estudiantes de Kent, que para colmo eran respetables straight americans (no hippies) y vivían en una zona conocida como la "columna vertebral de la moderación", convulsionó a todo el país. En cambio, al día siguiente del riot de Augusta (miércoles 13) la noticia del hecho se había, esfumado de los diarios. Nadie, en EE. UU., la dio importancia.
Así y todo, se están produciendo tímidos amagos de convergencia. El martes pasado, los estudiantes de la Universidad de Columbia salieron en manifestación para defender a una portorriqueña (Juanita Robles Kimbley, 9 hijos), quien liberó una vivienda de la Universidad que estaba vacía, para instalarse allí con su familia. "Si no fuera por el clima de tensión que reina entre los estudiantes —razonó la Kimbley ante el enviado de SIETE DIAS— hace rato que la policía me hubiera echado". Ese clima de tirantez es el que se respira en todas las Universidades norteamericanas. Pero después del enorme desahogo del sábado, no alcanza para conmover una nación tan sólidamente asentada como ésta.
La huelga estudiantil sigue, a pesar de todo. Y tanto los pacifistas como la extrema izquierda pretenden desencadenar un paro general con apoyo obrero. Es difícil que lo consigan. Pero diez años atrás, nadie hubiera imaginado que el movimiento estudiantil estallaría de esta manera. Una nación con tan vastos intereses en todo el mundo, requiere un funcionamiento interno perfectamente aceitado, y una retaguardia leal y eficiente. Lo paradójico es que precisamente en el interior del coloso es donde están creciendo a grandes saltos los gérmenes de peligrosos santuarios que, tal vez en un futuro no muy lejano, deberán ser exterminados por 1a fuerza.
RICARDO CAMARA
Fotos de OSVALDO DUBINI
Revista Siete Días Ilustrados
18.05.1971

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