Hace pocos días, el hombre ha vuelto a Cayena. Ha entrado en el
Grand Hotel y, en las penumbras donde las persianas alivian la
modorra tropical, bajo el zumbido de los ventiladores cansinos, ha
sido reconocido una vez más. En los últimos once años ha hecho
cuatro viajes a la capital de la Guayana Francesa, sobre cuya faz
calcinada pesa aún la sombra ominosa del presidio que ya no existe.
Es un hombre alto, ligeramente encorvado, de pelo blanco; tiene 63
años, y en su rostro carcomido por la fatiga se adivinan, sin
embargo, los restos de la obstinación que le enciende los ojos. Los
que lo reconocen lo saludan con simpatía; pero, en cuanto él les da
la espalda, esbozan una mueca de compasión. Porque ese hombre se
llama Edgar Maufrais, y desde hace once años busca en vano a su
único hijo varón, Raymond, tragado por la selva amazónica a
comienzos de 1950. Ha hecho tres expediciones, cada una de las
cuales le ha llevado por lo menos un año, y hasta 38 meses la
segunda; ha gastado sumas colosales en equipar grupos de hombres y
guías, que a veces lo han estafado y abandonado; ha golpeado a todas
las puertas, en Francia y en Brasil, ha pedido ayuda y la ha
agotado; y sólo tiene, como hilo tenue que lo ata a la esperanza de
encontrar vivo a su hijo, una cámara fotográfica, una libretita de
anotaciones y el relato de un indio que, en su tercer viaje, le
contó que a orillas del río Kanopi había visto los restos de una
hoguera donde alguien había cocinado caracoles. A los habitantes del
lugar, la tribu de los orejas largas (oyariculets), los caracoles no
les gustan; pero a Raymond Maufrais le gustaban con locura.
Raymond Maufrais nació en Tolón, donde su padre era contador del
puerto, en 1926. En su infancia se escapó varias veces del colegio,
se rompió dos costillas saltando de un árbol a otro, fue hallado una
vez en una caverna con dos amigos, después de tres días de ausencia,
alimentándose con hierbas y disfrutando de lo único que lo
apasionaba: la aventura. En 1939, Edgar Maufrais es movilizado, hace
la guerra, va a dar a un campo de prisioneros y en 1942 vuelve a
Tolón. Su hijo lo espera allí, impaciente por entrar al 'maquis' y
ocupado en circundar con tinta roja, en un mapa del Brasil, la
región del Mato Grosso: "Es uno de los últimos lugares del mundo
donde aún quedan indios salvajes y zonas inexploradas: yo iré a
explorarlas cuando tenga 20 años". Por el momento, los Maufrais,
padre e hijo, se enrolan en la resistencia, y su heroico
comportamiento le vale al joven Raymond una citación con la Cruz de
Guerra. Cuando llega la lucha en Indochina, Raymond se hace
paracaidista. Después, con la paz, el afán vagabundo que no le da
descanso lo lleva de un lugar a otro de Europa. Al mismo tiempo
descubre su vocación periodística y escribe para la agencia France
Presse, sobre la Costa Azul, Italia, Córcega. El sueño de la
adolescencia no lo abandona, sin embargo, y consigue que la agencia
lo envíe al Brasil, como observador extranjero en la expedición de
Francisco Meirelles a la zona de los chavantes —el lúgubre Río das
Mortes—, que acababan de pasar a degüello al explorador Pimentel
Barbosa y sus hombres. Hallan la tumba del explorador, pero la
hostilidad de los indios los obliga a regresar a Rio de Janeiro.
Raymond Maufrais se marcha a la Guayana Francesa, y concibe allí el
proyecto que cristaliza por fin las aspiraciones de una infancia
maravillada por las historias de regiones ignotas y ciudades
sepultadas. Irá a pie, con sólo 30 kilos de equipaje sobre los
hombros y sin más compañía que un perro que le han regalado, Bobby,
desde Cayena hasta los montes Tumuc-Humac, en los confines con el
Brasil, las legendarias Montañas del Oro de los indios. Hombres
experimentados le advierten que es una locura: los borceguíes más
fuertes no resisten 15 días en la selva, el rifle 22 no sirve allí
(se necesita, por lo menos, uno de 2 caños, 12 ó 16); la caza no
abunda, no siempre se puede pescar en los torrentosos ríos; de
noviembre a marzo éstos se salen de madre y transforman el Mato en
un pantano, donde nubes de insectos enloquecen a los que se atreven
a internarse; rascarse una picadura puede acarrear una infección
mortal; anacondas de 10 metros de largo se enroscan en las ramas
bajas. El 26 de setiembre de 1949, Raymond Maufrais parte de la
aldea indígena de Organabe, acompañado por el augurio de los más
optimistas: "Una probabilidad sobre diez de sobrevivir". Siguió el
curso del río Maroni hasta el Uaqui, cruzó por aldeas donde se
conservó algún recuerdo de su paso, y desapareció, bajo las verdes
cúpulas de la selva, devorado por un horizonte que cierran masas
vegetales de hasta 50 metros de altura. En 1952, como un fantasma,
pareció reaparecer por un momento: envió una carta, que se sospecha
apócrifa, a su única hermana, Raymonde, residente en Casablanca,
desde Macapá, capital del Estado brasileño de Amapá (una ciudad que
el Ecuador parte en dos y por donde pasó, en el siglo XVIII, otro
francés, sabio e ilustre: La Condamine); y un corresponsal del
diario "Folha do Norte" informó que se lo había visto cruzar,
descalzo y barbudo, por alguna aldea perdida en la región montañosa
del Bom Principio. Desde entonces se perdió su rastro. Pero, en
Tolón, Edgar Maufrais, que entonces tenía 53 años y el pelo aún
negro, recordaba la promesa que le había hecho a su hijo: "Si no
vuelves en un tiempo prudencial, iré a buscarte". Pidió licencia sin
goce de sueldo por seis meses, y con un pasaje de tercera se embarcó
rumbo al Brasil. Se instaló en Macapá, y consiguió la ayuda de dos
compatriotas: René Santamaría, de origen corso, buscador de
diamantes en Venezuela y decorador de interiores; y Maurice de
Hainault, parisiense de 28 años, explorador de la Guayana. Con ellos
y un húngaro, voluntario de la Legión Extranjera, Iván Laslow, a más
de un holandés culto y silencioso, Michel Vandevelde, y cinco guías
mestizos, se internó en la selva, el 23 de setiembre de 1952, tres
años después que su hijo. Era la zona entre el Araguaya y el Xingú,
donde, en 1743, una expedición portuguesa dijo haber encontrado las
ruinas de una enigmática ciudad con templos y palacios; donde, en
1925, desapareció el coronel P. H. Fawcett con su hijo Jack, de 20
años, y un amigo de éste de nombre Raleigh. Devorado por el sol, que
le ocasionó quemaduras de 2º grado, la fiebre y las moscas "piú",
Edgar Maufrais sólo halló la máquina fotográfica de su hijo y una
libretita de notas donde Raymond había escrito su último mensaje:
"Tengo fe. Triunfaré". Luego vino el relato de la hoguera y los
caracoles. En otras dos ocasiones regresó —ya jubilado en el
puerto de Tolón— el padre en busca de su hijo, con el mismo
resultado. Ahora, a los 63 años, ha vuelto a ponerse en marcha. Es
incansable: enseña a los indios la fotografía de su hijo, interroga,
escudriña el suelo y la impenetrable muralla de lianas donde se
esconde la muerte; abre picadas en la selva y chapotea en los
pantanos, que vuelven a cerrarse, indiferentes, tras sus pasos
alucinados. No es difícil predecir que Edgar Maufrais volverá una y
mil veces más al infierno verde, en pos de algo que probablemente ya
ni siquiera tiene para él verdadera sustancia. Es una obstinación,
una rabia, la terquedad y el pavor del hombre que nació a la sombra
de la catedral de Chartres y que se debate en vano contra algo que
no entiende y que lo atrae con la fascinación de un enigma mortal:
la inescrutable naturaleza que permanece como en el principio de los
tiempos. Revista Primera Plana 27 de agosto de 1963
Nota: Raymond desapareció en su expedición.
https://en.wikipedia.org/wiki/Raymond_Maufrais
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