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RELIGION
También en Roma pelean árabes contra judíos
Revista Confirmado
04.06.1965

Tres millones y medio de árabes católicos declararon la guerra a dos mil quinientos participantes del II Concilio Ecuménico Vaticano. Con palabras menos duras, éste fue el parte que el presidente libanés Charles Helou llevó a Pablo VI en la visita oficial que realizó recientemente al Palacio Apostólico.
A pesar del secreto que rodeó la entrevista, un rosario de pequeñas infidencias parecen explicar las causas de los nuevos problemas que preocupan al Papa y a sus más íntimos colaboradores. El más afectado es el anciano cardenal Agustín Bea, jesuita, director de la Secretaría para la Unidad de los Cristianos y principal artífice de la declaración conciliar 'De habitudine Eclesiae cum non-christianis' que incluye la causa del disgusto árabe: el capítulo sobre el reconocimiento de la inocencia de los judíos en la muerte de Jesucristo.
El motivo no es teológico. Cuando el presidente Helou ratificó al Pontífice el punto de vista de los dirigentes de los países árabes y recordó las posibles reacciones de sus gobernantes, señaló el miedo latente de un posible reconocimiento vaticano al Estado de Israel. Este temor ni siquiera fue disipado por el cardenal Amleto Cicognani, secretario de Estado papal, cuando desmintió en forma oficial esa posibilidad. Así fue como los jefes de gobierno de Egipto, Irak, Siria, Jordania y Yemen, en uno de los raros momentos en que se mostraron de acuerdo, designaron a Helou, en su calidad de mandatario del único país árabe con mayoría católica, como portavoz ante el Papa Pablo VI.
Notoriamente, Helou llevaba como misión presionar sobre el flexible Montini a fin de conseguir su veto a la declaración 'De habitudine' aprobada el año pasado por el Concilio: desde la amenaza de anulación de los privilegios especiales que tienen las escuelas católicas en algunos países (no es el caso del Líbano) hasta la suspensión de permisos para levantar nuevas iglesias.
Pero son los sectores ortodoxos árabes los que causan mayor preocupación a la Secretaría del cardenal Bea. El líder del ala progresista de la Iglesia esperaba sortear las dificultades que la declaración absolutoria engendró en la ortodoxia del Oriente Medio. Pero no sucedió así. El portavoz de este sector religioso fue Ignacio Jacobo III patriarca de Antioquía: "El credo de la Iglesia sobre la crucifixión de Cristo establece la responsabilidad del pueblo judío hasta el fin del mundo. Los Evangelios no se han escrito para una generación, sino para todos los tiempos".
Incidentalmente, estos episodios han reverdecido las posibilidades de la decaída línea conservadora entronizada en la Curia Romana. Uno de los pocos intelectuales que militan en este sector, monseñor Luigi Carli, adscripto al vicariato de Roma e íntimo amigo del cardenal Alfredo Ottaviani (secretario del Santo Oficio y máximo pope conservador), pudo defender recientemente en la publicación Palestra del clero a la minoría conciliar que se opuso a la absolución de los judíos: "Sea por razones textuales, como por razones de autoridad, es legítimamente sostenible la tesis según la cual el judaísmo debe ser considerado responsable del deicidio, reprobado y maldito de Dios".
Tanto el patriarca ortodoxo como el monsignor romano olvidaban dos hechos conocidos por todos los seminaristas del mundo:
• Una condena coherente debería incluir tanto a judíos como a romanos.
• Los judíos de la Jerusalén de la época de la pasión y muerte de Cristo solicitaron su crucifixión precisamente porque no lo creyeron Dios, sino un simple blasfemo; como consecuencia, no pueden ser acusados de deicidas.
Sin embargo, más allá de las consideraciones doctrinarias, la batalla prosigue. Este año se librará en la Comisión de Coordinación del Concilio: allí se presentará un nuevo texto con respecto al "deicidio" que debe ser aprobado por Pablo VI ("nuestro Hamlet", según lo llamó Juan XXIII), el único con derecho absoluto a vetar cualquier resolución de la asamblea conciliar.
Los que conocen la mentalidad del Papa afirman que ya tomó partido en su fuero íntimo en favor de la declaración absolutoria. El motivo que alegan es paradójico: una frase casi antisemita que Pablo VI deslizó en la homilía pronunciada durante Semana Santa en la iglesia de Santa María de Guadalupe: "El pueblo predestinado para recibir al Mesías en el momento justo, no solamente no lo reconoció sino que lo persiguió, castigó, injurió y finalmente asesinó".
Para los progresistas más optimistas, esta declaración sería una muestra de la política pendular de la Santa Sede. Por un lado, el mismo Pontífice se compromete en una afirmación agradable para los oídos árabes. Por el otro, ratifica el texto conciliar.
Claro que es evidente que tales manifestaciones pontificias contrastan con las habituales referencias a la cuestión judía. Según expresiones del propio Pablo VI a Morris B.
Abraham, presidente del Comité Judío-americano, la política vaticana a seguir se apoya en tres pivotes: condena toda forma de discriminación racial, neutralidad en el conflicto árabe-israelí y relaciones leales en el campo estrictamente religioso.
En la misma posición se colocan dos cardenales con distintos grados de influencia en la Curia romana, aunque asimilados al sector tradicionalista: el norteamericano Francis Spellman y el argentino Antonio Caggiano. Ambos fueron visitados por dirigentes de asociaciones judías y se mostraron partidarios de que la Iglesia se expida, de una vez para siempre, sobre tan espinoso tema. El vehículo —coincidieron— debe ser una declaración que levante las acusaciones —teológicamente falsas— que pesan, sobre las espaldas del pueblo judío y que fueron, hasta ahora, los mejores argumentos antisemitas que se pudieron esgrimir en Occidente.
Algunas fuentes vaticanas no descartan la posibilidad de que el cardenal Bea deba pagar un precio a su exitosa gestión en favor de la constitución de una comisión oficial de la Santa Sede para discutir en el seno del Consejo Mundial de Iglesias (organismo coordinador protestante y ortodoxo) algunos temas de interés común a los dos órganos religiosos.
Pero el envío de esta comisión fue duramente combatido por el cardenal Ottaviani, cuya congregación —el Santo Oficio— debió aprobar los nombramientos de los delegados. Es muy probable, opinan observadores romanos, que el visto bueno haya sido conseguido por el cardenal jesuita a cambio de una mengua en su fervor anti-antisemita. En tal caso, el purpurado alemán habría realizado una jugada inteligente: conseguir una concesión que sólo la Curia romana podría perjudicar o favorecer, a cambio de limitar su entusiasmo por una medida que está en manos de los dos mil quinientos padres conciliares. El cambio queda claro: una batalla que podría perder, por un combate en el que triunfó parcialmente el año pasado.
El proyecto original confiado por Juan XXIII a Bea en 1962, consistía en una declaración a redactarse en la Secretaría para la Unidad de los Cristianos, dedicada al problema judío. Y éste fue el elemento clave en el que se apoyó la estrategia conservadora. Cuando el primer documento fue finalmente redactado y llevado
dentro del mayor secreto a manos del Papa, mensajeros misteriosos distribuyeron copias en todas las embajadas árabes acreditadas en Roma. En seguida comenzaron las presiones y se inició el retroceso de los progresistas. "Es una retirada táctica —explicó monseñor Méndez Arceo—. Renunciaremos a una declaración dedicada exclusivamente a la cuestión judía, pero la incluiremos en el documento que abarque a todas las religiones." Así nació la De habitudine Eclesiae cum non-christianis (Sobre la actitud de la Iglesia frente a los no-cristianos). Las tres mil palabras originales se redujeron a menos de cuatrocientas.
Los ataques prosiguieron. Una catarata de folletos sin firma abrumaron a los obispos más vacilantes, que encontraron en sus páginas el resumen de toda la argumentación nazi contra los hebreos. Algunos libelistas fueron más audaces todavía: un grupo de allegados al fascista belga León Degrélle, conectado asimismo al argentino Julio Meinvielle, publicó una desopilante obrita titulada La acción judío-masónica en el Concilio. "Nuestro corazón está oprimido por la tristeza que causan ciertas temeridades que consideramos una consecuencia de la pérdida de la fe de algunos padres conciliares —anunciaba con presunto matiz episcopal, y afirmaba—: Son marranos (judíos conversos) que intentan quebrar la obra divina." Entre los acusados estaban el cardenal Bea, el padre Gregory Baum y los monseñores John Oesterreicher, Kempf y Méndez Arceo. El mismo Pablo VI despertaba también algunas dudas.
Los efectos de tales andanadas fueron, en el mejor de los casos, inofensivos: a fines de la tercera etapa de deliberaciones, en octubre pasado, el texto de De habitudine fue aprobado por gran mayoría de votos maculada por doscientas propuestas de enmiendas efectuadas por otros tantos asistentes, ninguno de los cuales solicitaba reformas de fondo. Sólo faltaba el trámite puramente formal de la ratificación del Pontífice. Pero sucede que, según el complicado reglamento de procedimiento establecido por la Curia romana, el documento sobre el que pesan propuestas de enmiendas puede ser totalmente revisado por la Comisión de Coordinación que preside el cardenal Cicognani, uno de los representantes de la línea "conservadora-pragmática" que orienta desde su arquidiócesis de Nueva York el cardenal Spellman.
Sin embargo, resulta improbable a esta altura del Concilio que los asambleístas se permitan un retroceso violento en una posición aprobada por amplia mayoría. Sería reconocer que todavía pesan sobre las principales estructuras eclesiásticas los vetos y las presiones de los gobiernos temporales. Este aspecto de la cuestión explica el optimismo reflejado en las recientes declaraciones del cardenal Bea, quien, al llegar a Nueva York, declaró: "Siempre he creído que el Concilio aprobaría un documento aceptable con respecto a las relaciones entre la Iglesia Católica y los hebreos".
Curiosamente, la declaración árabe más favorable a la actitud progresista de la Iglesia partió del rector de la Universidad musulmana de Al Azhar, Egipto: "Nuestra reacción no debe ser pasional —escribió en el semanario cairota Al Moussawak—; la religión islamita no considera a los judíos como responsables de la muerte de Cristo. Somos extraños y aun hostiles a todas las formas de fanatismo religioso y de racismo. Por otro lado, somos tan semitas como los judíos".
Este rotundo mentís a la posición oficial árabe era utilizado en Roma a comienzos de la semana anterior como un eficaz amortiguador de la misión cumplida por el libanés Charles Helou.

 

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