Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Reportaje a Pablo Neruda
Revista Gente y la Actualidad
26.11.1970

El hombre, casi una sombra, viene avanzando, despaciosamente, por la Alameda. Hay mucho cansancio en el rostro y en la humanidad de Pablo Neruda en esta tarde de Santiago. Un cansancio quizá de mucho tiempo, tal vez de siglos, pero que empezó de pronto a tomar forma en sus ojos abotagados, en su extraña mirada de jabalí —a veces terrible, a veces demasiado indiferente— en sus mejillas mofletudas, marcadas, que de vez en cuando parecen moverse como para decir algo y se quedan en eso, en amago de gesto. El gesto de un hombre viejo. Pablo Neruda tiene hoy 66 años y dos o tres palos blancos se rebelan en su cabeza cuando su gorra con visera se aleja siguiendo la trayectoria de su brazo. El rito debe cumplirse a cada momento, porque cientos, miles de "nerudianos" que lo reconocen por la calle no pueden evitar el "Qué tal, Don Pablo" cadencioso y espontáneo. A su lado, pequeña, siempre sonriente, con midifalda, camina Matilde Urrutia ("Matilde, bienamada", como suele llamarla él), la mujer que desde hace veinte años comparte el destino, beligerante a veces, solitario otras, pero siempre bello y siempre apasionado de este hombre nacido en Parral, criado en Temuco, hijo de un agricultor-ferroviario que nunca quiso saber nada de un futuro de poesía para su único hijo y de una madre maestra que nunca pudo prohibirle nada porque murió 45 días después que Neftalí Reyes, el niño débil pero ya arrogante, empezara el camino que, con el tiempo, lo convertiría en el más discutido —pero también más leído— poeta de América.
Alguien, a su paso por la Alameda, le ofrece primorosos canastos por 15 escudos, o maní tostado, o pan "amasado" o tal vez una lustrada a sólo 2 escudos. Pero el hombre, cansado, no se detiene. Llegará a la esquina de Andrés de Fuenzalida y dará vuelta. En las vidrieras de la librería varios ejemplares de "Veinte poemas de amor y una canción desesperada", de "Navegaciones y regresos", de "Residencia en la Tierra", o de "El cazador de raíces", varios discos con su rostro estarán saludando al poeta en su tarde. Porque una vez más, como lo viene haciendo desde los 18 años, este eterno postulado al Premio Nobel de Literatura, ganador del Premio Nacional en su patria, del premio Stalin, primer americano en recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Oxford, traducido a 27 idiomas y leído por millones bajo regímenes disparas, deberá presentar un nuevo libro, un nuevo hijo nacido de su urgencia por perpetuarse. "Maremoto", el Ultimo, pensado como simples apuntes de viaje durante la reciente campaña electoral, tiene una edición limitada: sólo cien ejemplares —magníficos, bellos, casi perfectos— para cien elegidos.
Quizás en el momento de llegar a las puertas de la librería, y recién entonces, al ver tanta gente tantos fotógrafos y tantos carabineros custodiándolo, Pablo Neruda haya pensado en su tranquilidad de Isla Negra, con su casa marina llena de minúsculos buques en minúsculas botellas, llena de caracoles, de mascarones, con su bandera alta o baja para indicar si su dueño está, pero sobre todo llena de la paz que necesita para seguir siendo sólo "un aprendiz de posta".
Pero Pablo Neruda no está ahora en Isla Negra. Está aquí, en Santiago. Y desde hace diez días —desde que vino para la transmisión del mando— soporta un asedio, una curiosidad y un ritmo que ha terminado por agotarlo. Salvo fugaces charlas con Nicolás Guillén o con Cortázar o con Guayasimin, el poeta no ha descansado. Está un poco fatigado, quizá. Un poco aburrido. Parece no tener intención de imprimirle un solo matiz diferente a su voz monótona y susurrante que siempre dice lo mismo: "gracias" o "estoy muy bien". Esa misma voz, pero con manos convicción y más cansancio, me dijo "bueno", cuando terminé mi explicación de los motivos por los cuales quería la nota. En realidad no sé por qué hablé tanto. Debe ser porque me avergonzó bastante quitarle a este hombre cansado unos minutos de su tiempo.
Bebía, de a ratos, sorbos de champagne enfriado en su honor. También, de a ratos, se defendía.
—Soy uno de los primeros que sostiene que los libros deben repartirse por millones, que deben llover sobre las chozas, que deben inundar los barrios. Porque los libros llevan la comunicación entre los hombres. También la razón y la belleza. Lamartine ya lo dijo: "La imprenta es el telescopio del alma". De mis "Veinte poemas. .." se han distribuido más de dos millones de ejemplares por todo el mundo. Pero al lado de esos libros debe haber otros, los casi perfectos estéticamente, los de lujo, los limitados, como esta edición de "Maremoto". Tallone, de Italia, es el editor. Tallone, ya muerto, hizo conmigo una excepción: soy el primer escritor vivo impreso por él. Tallone era tan puntilloso que un libro mío estuvo detenido seis meses porque un acento estaba algo más inclinado, y el linotipista estaba de viaje. Lo visité, con Matilde, muchas veces en su casa de Turín. Muchas veces compartí con él el blanco vino de la reglón. Admiro y respeto a la gente que trabaja con amor, a los verdaderos artistas. Creo en la gente que cree, no me importa en qué ni en quiénes.
Muy cerca suyo, a dos pasos, se abren los manuscritos de "Maremoto". De letra violenta, despareja, están indicando el profundo rechazo del poeta por todo tipo de mecanización. "Nunca aprendió a manejar una máquina de escribir o un coche", dirá su esposa.
—Usted, Neruda, ¿en qué cree?
—En el hombre, en primer lugar. Y como creo en el hombre, creo en lo que siento y transmito en mis poemas. Es imposible separar al poeta, al hombre y al político. Quizá por eso algunas veces me ha equivocado, porque no he podido dejar de escribir sobre los problemas que me preocupaban. Pero no estoy arrepentido. Creo que me equivocaré muchas veces más antes de morirme. .. Y me moriré, sabe usted, al lado de Matilde. Matilde es mi tercera esposa, pero la última y definitiva. Si no fuera por ella, que me da impulsos para seguir haciendo y para seguir viviendo, creo que no haría nada. Encontré a su lado la estabilidad de un amar profundo y sereno.
—¿Le cuesta escribir?
—Soy tremendamente perezoso. No sé hacer otra cosa en la vida más que escribir. Nunca trabajé de otra cosa. Por eso admiré tanto a mi padre, que se pasó la vida en trabajos fuertes, en trabajos nobles. Mi única profesión, en cambio, es la poesía. Hago, usted lo ve, sólo un poco de poesía. ..
—¿Le hubiera gustado tener hijos?
—Creo que sí, es normal. Pero no pudo ser. Tuve una hija, la única, de mi primer matrimonio, con María Antonia Haagenar Vogelzanz, con quien me casé en 1930 en Batavia, cuando yo era cónsul allá. La niña se llamaba Malva Marina y nació con problemas. Muy pequeña y por lo tanto muy débil. Nunca pudo recuperarse del todo. Y cuando cumplió 8 años murió en París. Yo ya me había separado de mi esposa hacía seis años. Si, claro que he escrito muchos poemas en homenaje a Malva Marina, pero jamás la he nombrado.
La vida sentimental de Pablo Neruda, el hombre hoy cansado, fue muy agitada, eso todo al mundo lo sabe. Los dos amores más importantes de su época de soltero inspiraron sus "Veinte poemas. . ." Una se llamaba Teresa Vázquez León, hoy casada con un mecánico en máquinas de escribir, y Neruda la llamó Marisol. La otra, a quien Neruda llamó Mari-sombra, se llama Albertina Azócar Soto y está casada hoy con otro poeta. La conoció cuando aún no tenía 20 años, en el Instituto Pedagógico, donde estudiaba francés.
Más tarde, a los 23 años, cuando fue nombrado cónsul en Rangún (Birmania) vivió un apasionado y turbulento romance con una nativa, Jossie Blis. De esa relación nació otro de sus célebres poemas, "Tango del viudo", escrito cuando Neruda pudo huir de Rangún y de las amenazas de muerte de la despechada Jossie Bliss.
—Su segunda esposa, Neruda, creo que fue una argentina. . .
—Si, es cierto. A Delia del Carril, cuñada del autor de "Don Segundo Sombra", la conocí en Madrid. Ella tenía 15 años más que yo, pero era activa, interesante, muy sensible. Hacia grabados, todavía los hace, ahora que tiene 80 años y sigue viviendo en Chile. Tengo buenas relaciones con ella.
—¿Alguna vez pudo escribir poemas sin estar viviendo un gran amor?
—Muy pocas. Sólo en el amor, y con el amor, el hombre puede dar lo mejor de sí mismo.
—¿A cuál de todos sus libros recuerda más?
—Creo que con "Odas elementales" encontré mi verdadero camino, descubrí un nuevo mundo como poeta. Es mi preferido. Pero también me gusta "Residencia en la Tierra" y "Tentativa del hombre infinito". Pero es muy difícil, sabe usted, es muy difícil definirse por uno o dos.
—¿Cree que un escritor, un poeta, debe estar comprometido políticamente?
—Sin dudas, es indispensable. Detesto el apoliticismo y los apolíticos. Yo soy muy comprensivo, muy amplio, para tolerar los defectos de los demás. Pero ese defecto no puedo soportarlo en un ser humano. Porque no ser político significa ser indiferente a lo que lo rodea, no tener ambiciones, no querer cambiar, conformarse con todo y resignarse.
—¿Se iría alguna vez definitivamente de Chile?
—Jamás. Ahora menos que nunca. En estos momentos, quiero decir, soy más feliz que nunca en mi país. Pero siempre fue así. Cuando con Matilde pasamos más de tres meses en el extranjero no vemos la hora de llegar, de volver. No critico, por eso a otros latinoamericanos como Cortázar y Fuentes, que escriben lejos de su país. Comprendo que no siempre es fácil vivir en naciones como las nuestras, y por eso los respeto. Pero yo no podría ser quien soy, es decir, un aprendiz de poeta, si no viviera las circunstancias, los dramas, los ideales políticos y las pequeñas conquistas de mi tierra, de mi gente. Soy, por sobre todas las cosas, profundamente chileno...
—¿Por qué dice usted que es sólo "un aspirante a poeta"?
—Porque el día que diga "soy poeta", estará todo terminado para mi, porque soy, por naturaleza, articonformista, porque comprendo que lo único que le puede hacer a uno sentir vivo es seguir luchando, seguir creciendo, seguir mejorando un poco todos los días...
—¿Le duele no haber ganado nunca el premio Nobel?
—No, quizá porque nunca aspiré a él. Aunque me halagaría, como a cualquiera, recibir ese tan alto galardón en Literatura. Pero no quiero seguir discutiendo sobre si es justo o no, sobre si se da por méritos o por motivos políticos. Estoy cansado ya de esa discusión. Grandes amigos míos, como Salvatore Quasimodo o el islandés Halldor Laxness, lo han recibido. Y me alegré mucho por eso. No tengo envidia ni resentimiento ni odio. He vivido trabajando honestamente y alabando a los otros escritores. ¿Que Jean Paul Sartre lo rechazó? Pues sí, la suya es una respetable actitud personal, individual. No sé si yo haría lo mismo. No puedo ponerme en el lugar porque nunca me llamaron para decirme: "Señor Neruda, el premio es suyo". Fíjese, hasta hace muy poco yo no había integrado nunca la Academia Chilena de la Lengua. Y no me importaba, incluso lo tomaba con indiferencia, con ligereza. Pero hace un año me nombraron miembro honorario y acepté, y me sentí honrado. Creo que nadie puede ser indiferente al halago.
—¿Le trajo muchos problemas su ideología política?
—Bastantes, fui muy combatido. Pero también muy reconocido. Arthur Lundkvist, miembro de la Real Academia Sueca, ha dicho alguna vez que el comunismo fue de gran importancia para mí, como hombre y como poeta. Que me ha dado una base desde la cual puedo levantar el mundo, una fe que me puede hacer mover montañas...
—Si no hubiera sido poeta. ¿Qué hubiera sido?
—Albañil. Me gusta hacer casas.
—¿Qué otras cosas le gustan?
—Más simple: muy pocas no me gustan. Me gustan los pájaros, el mar, la mujer, los libros, ir al cine a ver algo de De Sicca o Fellini, bailar, aunque lo hago realmente muy mal, con poca gracia, y ser feliz.
—¿Ser feliz?
—Sí, ser feliz, pero a mi manera...
—¿Y cuál es su manera?
—Luchar por la felicidad de los demás. No se puede vivir aislado, aunque yo parezca que algunas veces lo hago en Isla Negra. Pero mi aislamiento, sabe usted, es comunicación, porque creo y escribo por y para los hombres. Para todos, para los que en este momento que yo estoy hablando con usted están sufriendo, y para los hombres que fueron, que sufrieron, que vivieron. Canto a todo lo que existe, aunque a veces ese algo, mirado objetivamente, no tenga vida. Como una alcachofa o un calcetín. A los calcetines los canté porque me recordaron mi infancia en Temuco, una infancia lluviosa con calcetines secándose al lado del brasero.
—¿Usted se considera un buen poeta?
—No sé si bueno o malo. Soy poeta. Queda a mis críticos juzgarme. Eso sí, soy sincero y auténtico.
—¿Su fortuna la hizo con los libros?
—Sí. Debo ser una de las raras excepciones...
—¿Qué es, para usted, mal gusto en poesía?
—Nada. Porque no desecha nada, ni como poeta ni como hombre. Quien huye siempre del mal gusto, de los lugares comunes, del sentimentalismo o de la melancolía o de las creencias políticas, cae, necesariamente, en el hielo.
Los sorbos de champagne, enfriados en su honor, ya se habían acabado. Los cien volúmenes exclusivos, que Neruda autografió incansable durante nuestra charla, también. Tencha Allende, que acababa de llegar, se confundió en un abrazo con el amigo, con el correligionario, con el poeta.
Nadie sabe, en Santiago, dónde está la casa que Neruda habita cuando debe dejar por unos días Isla Negra. Quizá —casi seguro— huya de las entrevistas, de las visitas, del asedio. Como el nuestro ya había sido perpetrado, Neruda se animó:
—Pidan la dirección a mi secretaria. Pero mañana, muy temprano, partiré para dar conferencias en Valparaíso. Si quieren esas fotos tendrán que venir antes de las ocho de la mañana. . .
Y aquí viene, en realidad, la parte humorística de esta nota. Con la dirección en la mano, Chucre Manzur 27, Paganetti y yo tomamos, a las siete y media del día siguiente, un taxi. El chofer desconocía por completo el lugar, tomamos otro taxi y lo mismo, bajamos en varios puestos de carabineros y tuvimos el mismo resultado, consultamos a automovilistas, guías y mapas y, finalmente, una hora después, llegamos a destino. Claro, ya era tarde, Neruda se había ido. Pero vale la pena describir el frente de su casa santiaguina. Hace pensar, por fuera, en una villa de emergencia. Rústicos tablones, clavados desprolijamente, y el número 27 escrito con brocha, desorientan. Habrá que abrir el portón, habrá que desatar el nudo de alambres, habrá que atravesar un patio abandonado donde conviven gallinas, taxis viejos en reparación y gatos, para arribar a una inmensa puerta de madera tallada a mano, que da nacimiento a la magnífica, a la espléndida casa de Neruda en la loma. Difícilmente, desde afuera, alguien se atreva a afirmar que se trata de la casa del vate. Quizá, con esto, Neruda aspiró a alejar de su mundo —como lo hizo con su casa marina— todo lo que interfiera su obra, su tranquilidad, su extraño destino.
Y a juzgar por su obra —prolífica, incansable, renovada— el hombre que el día anterior encontré avanzando por la Alameda con un cansancio de siglos, lo ha conseguido muchas veces.
Renée Sallas
Fotos de Mario Paganetti

 

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Pablo Neruda
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