Muchas veces sucede que las anécdotas oculten la
firme pero a veces delgada línea que conduce un proceso político.
Algo así pasa con la reciente muestra de deshielo producida en las
relaciones entre Estados Unidos y China. A la sensacional
declaración del presidente Richard Nixon sobre el viaje de su asesor
Henry Kissinger y su plan de visitar Pekín antes de mayo de 1972
siguió una ola de entusiasmo quizá excesivo por parte de los
'palomas' del mundo occidental, balanceado por una cuota de también
excesivo pesimismo sufrido por quienes todavía viven pensando en que
el mundo está férreamente dividido en dos bloques antagónicos.
Por cierto que quienes han estructurado todos sus movimientos en el
escenario en base a un perpetuo antagonismo entre Estados Unidos y
China continental —desde el mariscal Chiang Kai-shek hasta los
gobiernos socialistas de Europa oriental más comprometidos con el
antipekinismo del Kremlin— sintieron que el piso desaparecía bajo
sus pies. Pero todo volvió hacia cierta apariencia de lo que era
"la normalidad" cuando el primer ministro Chou En-lai utilizó a un
grupo de universitarios norteamericanos que visitaron China para
enunciar las condiciones para normalizar las relaciones entre los
dos países. "Creemos que la primera cuestión que tiene que ser
resuelta es la de Indochina, enfatizó; las tropas norteamericanas
tienen que ser retiradas no solo de Vietnam sino de Indochina y no
solo las tropas sino también todo el personal e instalaciones
militares." Por cierto que hasta el mismo Chou sabía al exigir
esto que Richard Nixon no puede hacerlo antes de mayo próximo.
Significaría abandonar no solo al gobierno de Saigón sino también a
los regímenes prooccidentales de Camboya y Tailandia y dejar que
toda el área caiga bajo la influencia china. Esta posibilidad no
afecta seriamente a la seguridad de EE.UU. mientras pueda contar con
la lealtad de Indonesia, y China siga sin contar con una flota
significativa, pero debe ser evitada en un primer momento para no
demostrar que Washington abandona a "los antiguos amigos". Los mismo
sucede respecto de Taiwan donde se aposentaron dos décadas atrás los
restos del ejército nacionalista de Chiang Kai-shek y al que los
dirigentes chinos quieren ver huérfano del sustantivo apoyo
económico y militar estadounidense (segunda condición de Chou).
Pero quienes pensaron que tales declaraciones significaron un paso
atrás en el partido de ping-pong no percibieron que, al efectuar
tales declaraciones, Chou En-lai en ningún momento dio señales de-
suponer que el cumplimiento de tales exigencias era una condición
sine qua non para el viaje de Nixon a Pekín, ni mucho menos para
continuar conversando más o menos informalmente. Es que el hilo
del proceso es claro: China comunista necesita de Estados Unidos y
viceversa. Para Pekín, el diálogo con Washington significa sentarse
con pleno derecho en las mesas internacionales y lograr allí soporte
suficiente para negociar mejor con Moscú ahora que se encuentran
totalmente rotos los lazos ideológicos, abrir las puertas a un
intercambio comercial necesario para el momento predictible en que
la sociedad china se asiente y su dinámica posrevolución cultural
obligue a entreabrir su actualmente cerrada estructura económica, y
recibir el aporte tecnológico necesario para continuar con su
desarrollo económico. Ya se sabe qué busca Estados Unidos en el
diálogo: un modus vivendi que le permita dedicar el grueso de sus
esfuerzos a la solución de sus problemas internos. Pero el diálogo
tiene sus respectivos precios para cada uno de los interlocutores.
La situación china. De la misma forma que Estados Unidos
tiene que rehacer la trama de sus relaciones con sus aliados
sudorientales, China también tiene que hacer lo mismo con los suyos.
En primer lugar, dentro de su frente interno: ni siquiera el halo
religioso que rodea a la mítica figura de Mao Tsé-tung puede hacer
que las enardecidas muchedumbres dejen de denostar al "imperialismo
norteamericano y sus perros lacayos" y aplaudir al presidente
estadounidense de un día para otro. Fue por eso casi lógico que
el jefe del Estado Mayor de las fuerzas armadas, Huang Chung-sheng,
a poco del anuncio del deshielo, atacara a Estados Unidos y a Japón
de tener intenciones agresivas contra Corea del Norte y reivindicase
los archipiélagos de Spratley y de Paracel como "parte integrante de
la República Popular China". Huang, verdadero jefe de las fuerzas
armadas después del eclipse de facto de Lin Piao, ministro de
Defensa y delfín designado de Mao, es hombre de Chou y el segundo
dirigente dentro del gobierno chino. Ahora también parece cumplir el
papel que en Washington interpreta el vicepresidente Spiro Agnew: el
del halcón que tranquiliza a los desorientados mientras sus jefes
buscan el acuerdo. De paso recuerda que tampoco Pekín abandona a sus
aliados; el escenario de las declaraciones de Huang fue la embajada
de Corea del Norte. ¿Hasta qué punto son convincentes tales
declaraciones? Resulta difícil saberlo en un país de 750 millones de
habitantes cuya estructura política todavía se encuentra bajo los
efectos del terremoto de la revolución cultural. Todo observador
imparcial sabe que Chou actúa de acuerdo con los intereses
nacionales chinos pero puede suponerse que los militares formados en
la mística del antinorteamericanismo (como símbolo de los males que
acarreó a China su anterior relación con Occidente) puedan
comprender que ha llegado la hora de la flexibilidad. La mística
generada alrededor de la supuesta omnisabiduría de Mao puede hacer
cambiar con tiempo muchos antiguos prejuicios, pero Mao es, como
todo líder carismático, no solo un jefe sino también un médium. Y el
hecho de que Lin Piao haya pasado a la oscuridad puede significar no
tanto que está enfermo sino que ha sido puesto en la manga de la
chaqueta de Mao para el caso que la flexibilidad de Ghou no sea
aceptada por las fuerzas armadas. Ahora es evidente que el poder
está en manos de los funcionarios y los militares afectos de Chou
que surgieron como los verdaderos triunfadores de la revolución
cultural, pero quizá ni en Pekín haya una idea clara sobre lo que
piensan (y hacen) los maoístas de las provincias, muchas de las
cuales todavía carecen de gobernadores. El surgimiento de Chou fue
efecto de una coyuntura marcada por la necesidad de un equipo de
gobierno eficaz y estable, pero la inestabilidad todavía preside el
escenario chino. Este equipo es el que sabe que China continental
necesita apuntalarse en algunos rubros económicos tales como ciertas
industrias de base, la tecnificación del agro y la expansión del
comercio, pero la satisfacción de esas necesidades conlleva un
proceso de ciudadanización, es decir de preeminencia de la ciudad
sobre el campo. Y el leit motiv ideológico de la guerra de Mao
contra Chiang fue precisamente la lucha de los necesitados
campesinos contra las ciudades, baluartes de la burguesía.
La
política exterior. Si bien el frente interno de Chou no parece
todavía muy solidificado, nada indica, hasta ahora, que el primer
ministro no pueda llevar a cabo su política de reacomodamiento
internacional. Por cierto que ello incomoda a sus aliados engarzados
en una situación de predeshielo. La primera reacción desfavorable en
el área corrió por cuenta de Hanoi que recibe de China el 30 por
ciento de sus abastecimientos. Un editorial del diario Nhan Dan,
órgano del Partido de los Trabajadores de Vietnam del Norte, expresó
los recelos del gobierno y efectuó un duro ataque a Nixon acusándolo
de no haber respondido al plan de 7 puntos presentado en París por
el Gobierno Revolucionario Provisional de Vietnam del Sur. Fue, por
elevación, una andanada contra Pekín que permitió una acción
considerada por los vietnamitas de "intento de escapar por la
ventana". Es que los indochinos nunca tuvieron mucho afecto por
los chinos y temen que el proceso iniciado por Chou y Kissinger no
termine en una vietnamización sino en una chinización de Indochina.
Puede esperarse un pronto reacercamiento de Hanoi a Moscú durante
los próximos meses previos al programado viaje de Nixon a Pekín.
En otro plano, la mayor preocupación de China comunista es el
poderío creciente de Japón. En toda su historia, los chinos tuvieron
dos adversarios constantes, los dos animados por el imperialismo:
Rusia y el Imperio del Sol Naciente. Los problemas recientes con
la URSS ya son conocidos. De Japón, China teme lo que un
comentarista de Pekín llama "el peligroso resurgimiento de su
militarismo" y la influencia de su enorme poderío económico y
tecnológico. Otro motivo para dialogar con Washington: no solo para
equilibrar su relación con Moscú sino también para armar un
triángulo de estabilidad dentro de Asia en todo sentido. Sería un
triángulo apuntalado por otro grande en potencia dentro de la
región, Australia. ¿Cómo se mueve la política exterior china para
lograrlo? En primer lugar, busca acercarse a Japón y Australia por
medio de sus partidos socialistas a cuyos dirigentes invita a
visitar su territorio mientras comienza a intensificar su comercio
con esos países dentro de rubros que no afecten su capacidad
industrial básica. China prefiere importar máquinas herramientas,
por ejemplo, antes que acero para hacerlas por sí misma. Sus
actuales dirigentes prefieren esperar una etapa posterior donde al
calor de un posible comercio renaciente con Estados Unidos pueda
conseguir la colaboración tecnológica y quizá crediticia necesaria
del lejano país americano para levantar sus propias industrias
básicas. Este juego de relaciones bilaterales solo pudo comenzar
a hacerse a partir de una posición de fuerza que, desde la
perspectiva de los actuales dirigentes chinos, mereció los esfuerzos
que significaron las exageraciones de la gigantesca purga que
significó la revolución cultural. Si los chinos siempre tuvieron
el defecto de considerarse el centro del mundo se debió en buena
parte a una reacción más o menos paranoica suscitada por las
relaciones que tuvieron con los otros países en donde siempre
salieron perdiendo. Europa, especialmente Gran Bretaña, les
obligaron a un comercio bochornoso (el caso de la guerra del opio es
el peor pero no el único ejemplo) para el cual salieron exigirle con
éxito la cesión de enclaves territoriales. Los rusos y japoneses los
invadieron llegando los segundos a armar "Estados-títeres" con el
beneplácito de algunos sectores nativos. ¿A qué se debió tan
escasa resistencia a la prepotencia exterior? A que nunca China
estuvo cohesionada en un auténtico Estado nacional capaz de defender
las fronteras físicas de su territorio y la frontera invisible de
sus intereses. Las reacciones siempre fueron emocionales y por lo
tanto ineficaces tal como la rebelión de los boxers en 1900.
Alrededor del mito de Mao se armó ahora un principio de Estado
nacional con tendencia hacia una cohesión real. Ese fue su logro
principal. El próximo paso será entreabrir las puertas del sistema
cerrado actual y negociar desde una posición tan fuerte como nunca
tuvo China. Un paso siempre peligroso para quien se acostumbró a
vivir entre cuatro paredes.
Los otros. Superado el primer
impacto, la Unión Soviética dejó la semana pasada que voceros
búlgaros y polacos definan el encuentro entre Chou En-lai y Henry
Kissinger como una "nueva traición del maoísmo" y anunció su forzado
deseo de ver al representante de Mao en el lugar que ocupa el de
Chiang en las Naciones Unidas. Moscú salió al paso de la versión de
una presunta entrevista Nixon-Kosiguin, pero es evidente que,
paralela a la gestión con China, hay otra con la URSS. Chiang
Kai-shek, por su parte, también refrenó parcialmente su ira,
finalmente dejó por un tiempo al menos que su embajador dialogue con
el secretario de Estado William Rogers y seguramente estará
preparando una nueva estrategia. Sobre este problema, hacia fines de
semana surgía en Washington una nueva versión. Según la misma, el
plan de la Casa Blanca sería ni más ni menos que promover un
acercamiento de Formosa a China continental. Una extraña versión
que si tiene algo de cierto tendría visos de concreción recién
dentro de unos cuantos años, cuando desaparezca del escenario el
viejo mariscal Chiang, pero desde los últimos acontecimientos
algunos creen que todo puede pasar.
NFLUENCIA CRECIENTE DEL
EJERCITO: ECLIPSE DEL PARTIDO MAO,50AÑOS DESPUÉS de The
Economist Si en 1971 China sale de su aislamiento se habrá
cumplido al menos una de las metas que se fijaron hace cincuenta
años Mao Tsé-tung y doce decididos compañeros de conspiración
cuando, después de lograr mantenerse a suficiente distancia de la
policía (primero en una escuela de niñas de Shanghai y después en un
vapor de lago), finalmente pudieron llevar a cabo el congreso por el
que fundaron el Partido Comunista chino. Uno de los móviles de los
activistas de 1971 era el de vengar un siglo de humillación nacional
a manos de los imperialistas extranjeros y que China volviese a
ocupar un puesto prominente en el mundo. Los reconocimientos se
suceden ahora uno tras otro y es muy posible que China ingrese a las
Naciones Unidas en noviembre próximo y asuma el status de gran
potencia que lleva implícito el carácter de miembro permanente del
Consejo de Seguridad. Sería un regalo de cumpleaños formidable,
aunque probablemente las celebraciones terminen allí. Al cabo de
cincuenta años, el objetivo inmediato de los conspiradores de
Shanghai la creación de un Partido Comunista chino todopoderoso y
omnipotente está sufriendo su mayor revés de todos los tiempos.
El aniversario que cumple el partido en este mes de julio se está
celebrando en China con extraordinaria pompa. No obstante, el objeto
de tanto y tan bien ensayado entusiasmo es un extraño tipo de
cincuentenario, pues, pese a toda la continuidad de su historia, de
su dogma y hasta de gran parte de sus integrantes, el Partido
Comunista chino de julio de 1971 no es, en el mejor- de los casos,
más que un valetudinario reanimado. Entre Pekín y las provincias
solo se han restablecido, los vínculos básicos y cuatro de las 29
provincias carecen aún de nuevas organizaciones partidarias. Por
debajo del nivel provincial, la red que alguna vez se extendió
ininterrumpidamente cubriendo todas las fábricas, todos los
arrozales y todos los rincones de China sigue siendo apenas un
desigual conjunto de buques faros en medio de un mar de
desorganización. Pekín se ve obligado a hacer infinidad de
alegatos en favor del partido reencarnado, aunque más no sea para
justificar el doloroso proceso de gestación que lo produjo al cabo
de los cinco años que comenzaron en 1966 con la enorme confusión de
la revolución cultural y que continúa con un lento y penoso período
de construcción. Por definición maoísta, el nuevo partido, donde
existe, debe ser más democrático, menos burocrático y más cabalmente
imbuido que nunca del genio revolucionario de su líder. El problema
es que esas cualidades son inmensurables hasta para los mismos
chinos. Pero hay un aspecto en el que el Partido Comunista chino
modelo 1971 difiere notablemente del veterano de 45 años de
antigüedad que reemplazó: primero en Pekín, y ahora en las
provincias, el ejército lo ha dominado. No es ésta la primera vez
en la historia del comunismo chino que los militares asumen un papel
principal en la política partidaria. El partido comenzó siendo una
organización totalmente civil, pero antes de veinte años ya estaba
librando dos guerras: una contra los invasores y otra contra el
Kuomintang, su ex aliado. Desde entonces y hasta triunfar en la
guerra civil, la mayoría de los líderes comunistas tenían tanto la
responsabilidad política como la militar y a menudo era difícil
saber si alguien era principalmente militar o comisario. Pero cuando
en 1954 se promulgó la Constitución china y quedó formalizada la
estructura gubernamental, se trazó una línea que marcó claramente
los límites entre las dos jerarquías, la del partido y la del
ejército. Esta línea es lo que en buena medida destruyó la
revolución cultural. La actual preponderancia de los militares en
el partido es en parte cuestión de números —el 40 por ciento del
comité central elegido en abril de 1969 son militares— y en parte
cuestión de que muchos de los dirigentes de una institución lo son
también de la otra; de 25 líderes identificables de los comités de
partidos provinciales, 15 son militares y nueve de ellos son al
mismo tiempo comandantes de ejércitos provinciales o regionales.
También debe ser cuestión de psicología. En otros tiempos el
poderoso elemento militar del partido se justificaba por las
condiciones especiales de guerra y se contrarrestaba con el
abrumador prestigio del partido mismo. Pero cuando en 1967 los
militares pasaron a reemplazar en sus puestos a los dirigentes
partidarios eliminados por la purga, el prestigio del partido
alcanzó el punto más bajo en su historia. Y pese a todo lo que ha
hecho la propaganda desde entonces para revivir aquel prestigio, es
muy difícil que quienes presenciaron la humillación de los
representantes del partido durante la revolución cultural vuelvan a
reconocer jamás su anterior omnisapiencia al partido. Es así como
los hombres que portan el estandarte del partido y a quienes
respalda además el poder y el prestigio del Ejército de Liberación
del Pueblo casi fatalmente han de eclipsar a sus colegas civiles.
Es más fácil medir la militarización del Partido Comunista chino que
calcular sus efectos. En los últimos cuatro años los militares han
controlado la mayoría de las provincias, pero la política que
implementaban era la de Mao Tsé-tung. Quizá sea correcto considerar
al ejército como la fuerza que garantiza la ley y el orden; no hay
que olvidar que-en muchos lugares sometió a los Guardias Rojas de
inmediato, no bien se le dijo que lo hiciera. Empero, por más que
algunos generales hayan podido influir sobre Mao, fue él quien
decidió cuándo debía terminar el caos. Durante la revolución
cultural al ejército le era evidentemente difícil ejecutar muchas de
las órdenes délficas que se emitían en Pekín. "Apoyar a la
izquierda", por ejemplo, que significaba elegir una entre la docena
de facciones en pugna, todas las cuales sostenían ser las verdaderas
discípulas de Mao Tsé-tung. A partir del congreso partidario de 1960
la tarea de los gobernantes militares fue mucho menos complicada y
parecería que han logrado prevenir los estallidos locales de
violencia y al mismo tiempo dejar que las rivalidades políticas
locales se resuelvan por sí mismas, sin recurrir a grandes
exhibiciones de fuerza. Actualmente China es diferente a toda
otra dictadura militar porque el poder siguen ejerciéndolo
firmemente dos civiles, Mao Tsé-tung y Chou En-lai. Mientras Mao,
con sus 77 años, y Chou, con sus 73, no den señales de estar cerca
del fin de sus días será muy difícil evaluar el peso de los
militares que tienen a sus órdenes. Tal vez, al cabo de algunos
años, la función haga al hombre. Pero siempre ha de quedar la
sospecha de si los reflejos de un militar veterano, incluso de uno
empapado en la política maoísta, no son diferentes de los de un
político, aunque éste último haya surgido de un partido autoritario.
Que la próxima generación de líderes chinos surgirá de las filas del
ejército está fuera de toda duda. Aparte del mariscal Lin Piao, a
quien en todo el tiempo trascurrido desde que fue ungido heredero
todavía no se le ha visto actuar independientemente como militar ni
como político, el ejército constituye el elemento más poderoso entre
los miembros activos del politburó. El jefe del estado mayor, Huang
Yung-sheng, ha pasado a ocupar el puesto número cuatro, justo detrás
de Chou En-lai,y tiene el respaldo de tres comandantes en jefe
delegados, así como el de un anciano mariscal y de dos comandantes
de región. El único grupo de poder equivalente está formado por los
revolucionarios culturales, que tienen la ventaja de una relativa
juventud pero ninguna base real de poder, sin contar que sus filas
han ido raleando últimamente debido a lo que parece ser la purga de
Chen Po-ta y a la seria enfermedad de Kang Sheng. Es evidente que
los principales líderes militares, en especial Huang Yung-sheng,
están siendo preparados para funciones aún más vastas que el comando
del ejército chino. A Huang le son presentados todos los dignatarios
extranjeros que visitan a Pekín (un verdadero desfile en los últimos
tiempos) y viaja al extranjero en misiones que no son
estrictamente militares. No hay forma de identificar a Huang o a sus
colegas con alguna orientación determinada en política extranjera,
pero quizá sea una suerte que el período de aprendizaje que están
atravesando coincida con la era de la diplomacia del ping-pong.
En este aniversario del Partido Comunista chino la cuestión sobre la
que existe mayor incertidumbre es la de si el partido subsistirá
como principal instrumento del poder nacional. Tal vez ello dependa
de lo que dure el mismo Mao; si tiene tiempo para restituir al
partido a su anterior preeminencia quizá pueda repetir la historia
de 1954 y persuadir a los militares políticos de unir su suerte a la
del partido. Pero, si muere antes de que el partido haya sido
totalmente rehabilitado y mientras los militares todavía se
consideran como soldados por encima de todo, China irá alejándose
lentamente de la herencia de Marx y Lenin y de los 13 de Shanghai.
ANALISIS - No. 541 - 27 de julio al 2 de agosto de 1971
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