Lucha, empecinamiento y sacrificio en la vida del actor
negro más famoso del mundo
La multitud, vestida
de gala pero parloteando desenfrenadamente como en un
mercado persa, se agolpaba codo contra codo en el hall de
artistas del Teatro Majestic de Nueva York. Repentinamente,
todos hicieron silencio. Un negro de poca estatura, ojos
saltones y nariz de boxeador apoyó el tubo del teléfono
contra el oído. —La crítica de Kerr acaba de salir de imprenta
—dijo una voz del otro lado de la línea. —No le gustó,
¿no? Léamela. La voz del otro lado comenzó a leer uno de
los artículos más justamente elogiosos que un actor de
Broadway haya merecido en los últimos años.
Historia
a gritos Los ojos de Sammy Davis se abrieron
desorbitadamente como en el más expresivo de sus gags y,
echándose hacia atrás, arrancó desde lo más hondo un alarido
de júbilo que resonó en los sombríos corredores del teatro.
A las dos de la mañana de ese viernes de estreno, Sammy
Davis era probablemente el hombre más feliz de Broadway.
Inmediatamente, una columna de casi setecientas personas se
trasladó, cruzando la calle, hasta el restaurante Sardi's,
sitio obligado para festejar los triunfos escénicos en Nueva
York. En los atestados salones una ovación recibió a Sammy.
El agasajado cantó, recitó, imitó a personajes conocidos,
tomó el pelo a todos sus amigos y tiró de la nariz a
Elizabeth Taylor. Sin embargo, setenta y dos horas antes
de la premiere, el productor del espectáculo, Hillard
Elkins, agotaba desesperado una gruesa libreta de
direcciones para tratar de localizar a Sammy Davis.
Inútilmente; Sammy no apareció por ninguna parte. Se había
refugiado en el departamento de un amigo y, metido en la
cama hasta la nariz, se rehusaba a ver a nadie. Un
período de diez días, elegido al azar, durante la temporada
anterior de Sammy Davis, incluía: una semana —la última— de
un compromiso de dieciocho días en el Hotel Copacabana de
Nueva York, dieciséis shows una grabación, varias
actuaciones en radio y televisión, dos visitas a su sastre,
una presentación en Kansas City para recibir un premio a la
americanidad, una fiesta en Hollywood y la premiere de un
espectáculo de dos semanas en el Sands Hotel de Las Vegas.
Al día siguiente de terminado el contrato en Las Vegas
comenzaba otro en el Hotel Moulin Rouge de Hollywood y luego
dos semanas en Australia y una gira que abarcaba toda la
costa atlántica de los Estados Unidos. Haciendo un
consumo de energías que asustaría a un infante de marina,
Sammy Davis, como casi todo el mundo, lucha silenciosamente
contra la desesperación y la soledad. Pero a diferencia de
casi todo el mundo, su lucha se libra dos veces por noche,
durante treinta y seis semanas del año, bajo la ola blanca
de los reflectores. No importa su estado de ánimo, sus
sentimientos, su situación: sobre el escenario, Sammy Davis
es un hombre que canta, baila, imita, hace cantar, llorar,
reír o suspirar a su auditorio. Hace temblar de emoción a
los que lo escuchan y aferrarse a su butaca a los que lo
miran desde la primera o la última fila del teatro.
Un "no" al servilismo Si Sammy Davis fuera un actor común
tal vez su problema no sería tan grande, "Pero lo mío es
diferente — dice— la mayoría de los actores negros trabajan
en un cubículo. Suben al escenario, hacen bromas, cantan
doce canciones y dicen buenas noches. Nunca establecen un
contacto personal con el auditorio. Hace mucho que me di
cuenta; si no se rompe esa barrera no se consigue nada, en
el plano humano. Además estaba convencido de que un negro
puede subir al escenario en cualquier parte como cualquiera.
Sin servilismos. Por su propia personalidad. Decidí que
podía lograrlo sin deshumanizarme, con la misma dignidad de
Jolson o Danny Kaye. Para conseguirlo hay que ser en primer
lugar honesto con el público. Tener antenas para captar lo
que siente. Tratar de alejar los sentimientos personales,
para que no interfieran en la comunicación." Sammy
participa en la creación de todos los aspectos de su show.
"Aparte de las canciones, no hago prácticamente nada que no
sea verdaderamente mío. Tengo un coreógrafo —Hal Loman— pero
los bailes los pensamos juntos. En general hago cosas
sencillas. Me gusta que el ritmo de los taconeos suene
claro. Bill Robinson —uno de los pioneros del zapateo
americano— me dijo una vez que «la gente tiene que entender
lo que uno hace». Y no me he olvidado del consejo. "Lo
importante es comprender uno las canciones y luego
proyectarlas con fuerza sobre el público. Cuando canto 'I've
got plenty o' nuttin' pienso en un hombre que está
satisfecho y feliz con su vida. Entonces no importa lo que
yo sienta; sé lo que le pasa exactamente a él y no necesito
más. De pronto no hay escenario, no hay platea, ni
reflectores ni candilejas. Solo gente y un flujo emocional
que corre de unos a otros."
El triunfo no completo
Durante la hora y media que dura el espectáculo, el flujo
continúa ininterrumpido. En el teatro se crea una atmósfera
especial: la gente olvida que Sammy es negro y que ellos
mismos, a su vez, son blancos. La escena final del
espectáculo es especialmente significativa v está cargada de
una ironía que revela algo del angustiado mundo del cantante
negro. Ha terminado la función, pero las luces de la sala
continúan apagadas. Sobre el escenario se enciende un
reflector y en el círculo de luz aparece Sammy sentado a
horcajadas en una silla, con el cuello de la camisa
desabrochado, la corbata floja v el saco colgando de la
mano. Mira el piso, suspira, se vuelve al público y dice:
"¿Y ahora, adonde vamos?" La sala lo mira en silencio.
Entonces una sonrisa ilumina su rostro y exclama: "¡Ya sé,
metámonos en un taxi y vamos a mi departamento!" Por un
momento —un largo y pesado minuto— nadie ríe. Al cabo toda
la sala estalla en una carcajada. La fuente de su energía y
la causa de su amargura quedan al desnudo. Bajo los
reflectores todos podrán tener el mismo color de piel, pero
en la vida real Sammy Davis es un negro que ha triunfado,
aunque, en realidad, nunca podrá triunfar totalmente. El
prejuicio racial se lo impide. Sammy nació en Harlem en
1925. Su madre, su padre, sus tíos y toda su familia eran
actores de vodevil. A los tres años Sammy apareció en la
escena con su padre, fumando un toscano. Desde entonces,
eludiendo a los inspectores de la Comisión de Trabajo
Infantil, haciéndose pasar por enano, cantando, bailando,
haciendo malabarismo, Sammy creció y se formó sobre el
escenario. En 1936 la compañía que los contrataba se
disolvió y los Davis crearon el Will Mastin Trio que
sobrevivió con penurias por más de una década En 1943 Sammy
fue llamado al ejército. Aprobó el examen para aspirantes al
cuerpo de oficiales, pero no se aceptaban negros con menos
de dos años de estudios secundarios. Fue destinado a un
regimiento común; uno de los primeros regimientos
racialmente integrados. Allí encontró su verdadera
personalidad. Y conoció a Bill Williams, que le enseñó los
grandes secretos del oficio. Dado de baja por
deficiencias cardíacas, Sammy retornó a los escenarios. Su
suerte mejoró día a día. Conoció a Sinatra. Vinieron los
años de delirio y fama. Ana Lucasta, Porgy and Bess, radio,
discos, televisión.
Presente de la historia "Todos
los días, durante más de tres años, anduve con una chica
distinta. La guerra me había destruido. No podía trabajar en
algunos espectáculos porque era negro. Algunos artistas se
negaban a actuar conmigo porque les robaba el espectáculo.
Estaba ansioso, hambriento. Hice de todo. Nuestro show
duraba una hora y cuarenta. Hacía cincuenta personajes.
Tocaba la batería, la trompeta, el contrabajo. Bailaba,
cantaba, decía chistes. Una vez me compré una docena de
trajes —175 dólares cada uno. Quince pares de zapatos. Tenía
cuatro autos. Un Rolls-Royce de 27.000 dólares. La cabeza me
daba vueltas." Un día de noviembre de 1954 chocó contra
un poste de alumbrado. Perdió un ojo. La nariz le quedó como
la de un boxeador. El reposo forzado del sanatorio lo obligó
a reflexionar. "Poco después, en una fiesta de beneficencia,
encontré a un rabino que me habló sobre el judaísmo.
Descubrí que necesitaba de la fe para hallar la verdadera
paz. Me convertí." Broadway es la máxima aspiración de un
actor norteamericano. Los críticos de Nueva York son los que
consagran a los verdaderos grandes del teatro
norteamericano. Golden Boy —El muchacho de oro—, la comedia
musical basada en una obra de Clifford Oddetts era su
oportunidad. Cuando, del otro lado del teléfono, mezclada
con los ruidos de la redacción de un gran matutino, llegó la
voz que leía la crítica de Walter Kerr, la voz que surgió de
la garganta de Sammy Davis llevaba dentro toda una vida de
lucha, dolor, agonía y pasión. La gran lucha por ser
plenamente un hombre en un mundo que frustra y destruye la
personalidad del artista. Revista Panorama marzo 1965
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-La escena de la pelea en "Golden Boy" es un verdadero alarde
escénico. Sammy Davis es un actor insuperable. -La
política no es incompatible con las tablas. la lucha por los
derechos civiles halló en Sammy Davis un apoyo constante
durante la campaña electoral de Johnson. |
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-Mark, el hijo adoptivo, juega con su padre. May elige
telas. Entre cuadros de Picasso y equipos de alta fidelidad,
Sammy halla un paréntesis reparador -Una amistad de años.
Liz Taylor y el matrimonio Davis. Sammy se ha elevado, por
encima de envidias, a la admiración del público de todo el
mundo. |
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