Revista Siete Días Ilustrados
06.03.1972 |
A veces resulta sumamente útil hurgar entre papeles
viejos. Si es cierto que la historia se repite —como
tragedia o farsa—, compendiar ciertos hechos del pasado no
sólo resulta valioso para la memoria; también desbroza el
presente y dibuja, con vigorosos trazos, el camino a seguir.
SIETE DIAS reproduce aquí una nota aparecida hace
exactamente treinta años —febrero de 1942— en la revista The
Atlantic Monthly, de los Estados Unidos. El artículo,
firmado por el economista Harry Sherman, una de las plumas
más brillantes de la época, está destinado a convencer al
pueblo norteamericano de la necesidad de que EE. UU. ingrese
en la guerra europea: ya se habían producido las
"declaraciones" de estilo, pero aún no peleaba ningún
soldado americano en el viejo continente. El articulista,
como se verá, apela a jugosas argumentaciones para
justificar la beligerancia de su país. Partiendo de la
"unidad económica del mundo", Sherman explica a sus
conciudadanos que, en custodia de su propio interés, es
necesario barrer del mapa a la Alemania nazi, ya que ese
régimen se propone quebrar a su favor el reparto del mundo,
estatuido antes de la conflagración, por los países aliados.
Detrás de la retórica, además, surge con nitidez cómo ya en
esa época los futuros vencedores modelaban la paz; esto es,
cómo procedían a una redistribución de esferas de
influencia, sobre la base del nuevo equilibrio de poder,
fieles a la filosofía de "la libertad económica". Una
consigna que Esopo traduciría así: un zorro debe tener,
dentro del gallinero, la misma libertad que las gallinas.
En el momento en que apareció el artículo, titulado 'La
última esperanza del mundo', Alemania ocupaba la casi
totalidad de Europa y buena parte de África del Norte; con
todo, el derrumbe del expansionismo nazi ya se vislumbraba:
sus tropas no pudieron tomar Moscú, tampoco Leningrado, e
iniciaban un repliegue hacia "posiciones de contención" que
fueron luego desbordadas por los soviéticos. En el Pacifico,
sin embargo, Japón infligía serias derrotas a los Estados
Unidos: en enero, los soldados del Sol Naciente tomaron
Manila y en mayo se producía el desbande de las tropas
norteamericanas en todas las Filipinas. Recién en noviembre
habrían de recobrarse, cuando triunfaban en Guadalcanal.
Al finalizar la guerra, en 1945, los tres grandes vencedores
(Roosevelt, Churchill y Stalin) se reunieron en Yalta para
fijar las nuevas reglas de juego. Curiosamente, Estados
Unidos intenta hoy incorporar a China a ese esquema, para
licuar así el ímpetu revulsivo del maoísmo. El pasado, pues,
se enhebra con el presente mucho más coherentemente de lo
que podría imaginar Herman Khan. Por eso, vale la pena leer
el artículo de Sherman.
"Hemos de salvar con nobleza o de perder con ruindad la
mejor y postrera esperanza del mundo." Abraham Lincoln
Según las encuestas del doctor George Gallup, el ochenta y
tres por ciento de los ciudadanos de los Estados Unidos
creen que su patria acabará por verse arrastrada a la
presente guerra. Cuando se les ha preguntado a quienes así
piensan "¿por qué van a pelear los Estados Unidos?", las
respuestas han sido menos explícitas y seguras. La mayoría
de los norteamericanos siente vivamente, en lo que toca a la
guerra, la necesidad de una explicación fundamental más
satisfactoria que la contenida en las palabras "libertad",
"democracia", "seguridad contra agresiones", "defensa
nacional". Hace falta, en efecto, una explicación que, por
lo sólidamente cimentada, resista a los embates de cualquier
duda. A mi modo de ver, esto no podrá lograrse hasta que se
haya entendido una grande y sencilla verdad acerca del mundo
contemporáneo; todos los pueblos del planeta están hoy
inseparablemente vinculados en una unión económica.
En tanto que la unificación económica y cultural del mundo
ha ido adelantando rápidamente, la unificación política se
ha ido quedando a la zaga. De ahí nacen interminables
obstrucciones que, por contrarias a los intereses económicos
de la humanidad, deben cesar. El peligro de las guerras que
turban a intervalos más o menos frecuentes la paz universal
no desaparecerá sino cuando la unificación política de los
pueblos alcance progreso semejante al que ya se ha logrado
en las relaciones económicas y culturales.
La mayoría de los hombres percibe sólo vagamente el grado de
unificación económica alcanzado por la humanidad; el modo
como dos mil millones de seres humanos sostienen la fábrica
de la actual civilización apoyándose unos en otros
delicadamente, como las cartas de un castillo de naipes.
Desde la Era del Vapor, alrededor de 1750, hasta la fecha,
la población del mundo se ha
elevado a más del triple: de 660 millones a 2.100 millones.
Tan extraordinario aumento en sólo seis generaciones, se
explica por los rápidos adelantos que alcanzó en ese período
la unificación económica universal.
Así, pues, gran número de nosotros existimos y podemos
continuar existiendo gracias a la vasta estructura
cooperativa creada por la evolución de la sociedad humana.
Si la infinita diversidad de artículos que produce la
industria de cada nación hubiese de quedar encerrada mañana
dentro de sus fronteras, decenas de millones de hombres
perecerían de hambre; centenares de millones más se verían
reducidos a la miseria.
Inconcebible, tanto en cantidad como en variedad, es lo que
en todas las naciones contemporáneas se produce, no para el
propio consumo, sino para que lo consuman fuera de su
territorio.
Difícil será que haya entre los artículos de uso corriente
en cualquiera nación adelantada uno solo cuyo precio, cuya
calidad o cuya fabricación no dependa hasta cierto punto de
productos extranjeros.
Tampoco son los límites nacionales cosa que circunscriba a
determinado país la fe que el hombre deposita en el hombre.
El crédito y las deudas no han reconocido nunca esos
límites. A la corriente de mercancías que pasan de una
nación a otra corresponde la recíproca confianza que liga a
cuantos intervienen en las operaciones a que ello da lugar.
Tal estrecha relación de acreedor a deudor mantiene la
indivisibilidad económica del mundo, el cual prospera,
padece o se lamenta en común. La humanidad contemporánea es
una unidad económica.
Una vez entendido esto, muchas ideas relativas a la presente
guerra, que antes aparecían confusas, van ordenándose en
forma más coherente y significativa. Vemos claro que los
alemanes se lanzaron a la lucha con el propósito de dominar,
para que sea a ellos a quienes aproveche principalmente, esa
unión económica mundial que es resultado de la civilización.
Entre las ideas fundamentales que guían a los alemanes se
cuenta la de que existen actualmente "medios técnicos" para
que una sola nación pueda ejercer ese dominio. Por medios
técnicos entienden, ante todo, el sojuzgamiento del mundo
por las armas.
No han tratado los caudillos nazis de mantener secretos sus
planes para el futuro. Contemplan éstos la formación de tres
grandes imperios geopolíticos: el alemán, que abarca la
mayor parte de Europa, de Asia y de África; el japonés, que
comprende el Asia oriental y todos los pueblos mogoles y
malayos; el de América, la soberanía del cual se les otorga
a los Estados Unidos.
Esta repartija de la libertad, de los brazos y de las
riquezas del mundo es solamente una concesión que hace el
nazismo a naciones lejanas cuyo poderío y cuyos recursos son
harto evidentes para que valga desconocerlos por el momento.
Andando el tiempo, la tierra entera habrá de unificarse bajo
un solo mando: el de la Alemania nazi, "señora del mundo"
El destino que les ha cabido en suerte a las naciones
europeas indica con toda claridad que los nazis siguen
religiosamente su soberbio plan, y que procuran irlo
poniendo en práctica con exactitud escrupulosa. A América le
llegaría también su turno, si lo aguardara cruzada de
brazos.
Tenemos, pues, que la presente guerra es lucha encaminada a
contrarrestar el insano esfuerzo del pueblo que aspira a
convertirse en árbitro supremo y en usufructuario del mundo
al cual ha unificado la civilización. Lo que se proponen los
adversarios de Alemania, el fin que buscan al combatir
contra ella, es: lograr que la unión económica continúe
siendo libre; que sea una unión bien establecida, aun cuando
carezca de carácter contractual y sufra de muchas
imperfecciones.
La cuestión última se reduce, por lo tanto, a lo siguiente:
¿han de perfeccionar los hombres la sociedad internacional
porque a ello los obliguen con la fuerza de las armas, o lo
harán mediante el libre concurso de sus voluntades? Más aún:
¿habrá de perfeccionarse esa unión para que aproveche
primeramente a un solo pueblo, o ha de ir ordenada al bien
de todos?
Considerar que el mundo es una unidad económica nos sirve
para ver más claro el verdadero e intimo carácter de la
presente guerra, y de igual manera, para entender las
diferencias de opinión que hay entre los norteamericanos en
lo tocante a ella. Tanto los intervencionistas más decididos
como los aislacionalistas más irreductibles concuerdan en un
punto: el fin a que debe tenderse en todo caso es el bien
del propio pueblo de los Estados Unidos. Pero, al paso que
los intervencionistas reconocen que los 130 millones que
forman la población de los Estados Unidos son parte, no sólo
inseparable, sino importantísima de la unión económica
universal, los aislacionistas se niegan a convenir en que
esa unión sea una realidad.
Entre ambos extremos queda la masa del público
norteamericano. No ve éste, en forma circunstanciada, por
qué son los Estados Unidos parte inseparable de la sociedad
internacional; pero sí siente que lo son sin duda alguna.
Es, según parece, a los hechos a los que ha de tocarles ir
acentuando este sentimiento.
Un vistazo a lo pasado pondrá de manifiesto que la opinión
pública norteamericana ha ido cambiando a compás del
reconocimiento de este hecho: el triunfo total del nazismo
entrañaría un peligro para los Estados Unidos. En los
comienzos de la guerra, la generalidad de los
norteamericanos no lo veía así. La guerra misma se les
antojaba "bastante rara".
Esta actitud de desaprensiva indolencia resultó insostenible
cuando sobrevino la invasión de Noruega; y se transformó en
la actitud opuesta cuando el fulminante avasallamiento de
Bélgica, Holanda y Francia estremeció, como una corriente
eléctrica, a los Estados Unidos. Por primera vez en su
historia, la nación norteamericana llamó a sus ciudadanos a
las armas sin hallarse en guerra. Sus insignificantes
preparativos militares convirtiéronse de la noche a la
mañana en formidable esfuerzo. Desapareció la obstrucción a
Inglaterra, representada por la prohibición de exportar
armas, por la Ley de Johnson, la de neutralidad, las
disposiciones que establecían que todo suministro hubiera de
pagarse al contado. La política internacional norteamericana
orientose de manera tan sencilla como precisa: en atención a
su propio interés, no al de Inglaterra, era forzoso que los
Estados Unidos impidieran que Inglaterra quedara subyugada
como Francia.
La opinión pública norteamericana continuará cambiando con
el curso de los acontecimientos. Una vez más, como ocurrió
en 1917, llevará a los Estados Unidos a la guerra, cuando
los acontecimientos hayan puesto de manifiesto, sin lugar a
dudas, que la sociedad internacional se halla en vísperas de
quedar avasallada por los alemanes.
Posible es que esta lentitud con que proceden los Estados
Unidos resulte desalentadora para los ingleses; pero es así
como se conducen los pueblos libres antes de lanzarse a una
guerra. Para que se decidan a franquear la línea que separa
la paz de la guerra, tienen que sentir que el peligro los
amenaza muy de cerca, que ya está ahí, semejante a inmensa
ola pronta a desplomarse sobre ellos.
Quien medite en el actual conflicto a la luz de estas
consideraciones, percibirá en seguida un hecho alentador:
los alemanes no pueden ganar una guerra así. Sólo en mentes
tan poco avezadas en política como han demostrado ser las
suyas pudo caber la idea de que haya medios técnicos capaces
de mantener en sujeción a 2.000 millones de seres humanos.
Los "mil años" que, según lo prometido por Hitler a su
pueblo, habría de durar el Estado nazi serían necesariamente
mil años de continuas rebeliones. Una vez que los Estados
Unidos tomen parte activa en la guerra, bastarán mil días, y
hasta menos, para que la teoría del Estado alemán dueño del
mundo desaparezca y quede sepultada en el olvido.
Ver la guerra a la luz de estas consideraciones comporta una
gran ventaja final: aclara la candente cuestión de cómo ha
de establecerse la paz. La proclama conjunta de Churchill y
Roosevelt esboza el principio sobre el cual ha de fundarse
la rehabilitación del mundo. La sustancia de lo que1 en ella
se declara es un mismo y sencillo propósito, tanto de la
guerra como en la paz: "El hitlerismo debe desaparecer".
La intentona alemana de regir al mundo en provecho de los
alemanes, ha de fracasar de modo tan definitivo que jamás
traten de ponerla en práctica; tiene que desaparecer de
igual modo que desapareció en los Estados Unidos la idea de
la secesión. Puede que no sea dable modificar las
características fundamentales de la mentalidad alemana; mas
si ha de ser ciertamente posible cambiar el concepto que
tengan los alemanes tocante a lo que los demás pueblos se
hallen dispuestos a tolerar.
Ni el primer ministro Churchill ni el presidente Roosevelt
han tratado de especificar lo que deba ser la paz. No lo han
hecho porque ésta tiene que ser algo practicable, y es
condición sine qua non de esa practicabilidad que haya
acuerdo y ajuste entre los pueblos. La paz será la más
dificultosa de cuantas empresas ha acometido el hombre.
Aunque sus complicados pormenores no pueden preverse, el
principio fundamental en que ha de asentarse es evidente: la
unión cultural y económica del mundo es un hecho. Este gran
hecho debe determinar la naturaleza de la paz. A la
unificación que va siendo más estrecha e intrincada de año
en año es preciso que corresponda una organización política
internacional que, mediante generales limitaciones de la
soberanía, permita que la unión funcione y prospere sin que
se presenten aquellos profundos conflictos de intereses que
llevan a la guerra.
Sólo la discusión y el mutuo acuerdo podrán determinar si
esas limitaciones de soberanía han de ir tan lejos como las
que dentro de la nación norteamericana, restringen la de
cada estado. Tal vez sea demasiado esperar que los políticos
contemporáneos tengan la misma visión y el mismo valor que
adornaba a los próceres fundadores de los Estados Unidos. No
dejaron aquellos ilustres varones que los atemorizara la
idea de "limitar la soberanía" cuando las circunstancias
indicaron que hacerlo así era necesario. En cambio, muchos
son los norteamericanos que mudan de color hoy en día a la
sola mención de esto. Lo cual no obsta para que reconozcan
que el futuro bienestar de los Estados Unidos pide que cesen
las guerras mundiales; ni para que convengan en que, a fin
de lograrlo, es menester que haya lo que con frecuencia se
ha llamado "una unión destinada a mantener la paz".
¿Y cómo ha de mantenerse la paz? Dentro de una nación, es la
policía la que se encarga de mantenerla, y con ella el
orden. Esta es la primera función de la "soberanía". Por
consiguiente, cuando hablamos de "policía internacional"
para mantener la paz del mundo, esta expresión carece de
sentido si no supone un poder supranacional que, en lo que a
esto respecta cuando menos, límite la soberanía de cada
nación.
En tanto que no se haga así, la unión económica del mundo no
dará jamás los beneficios que los adelantos alcanzados en
otros campos prometen tan abundantemente; las "libertades"
que el presidente Roosevelt les ha prometido a los pueblos
todos de la tierra, no pasarán de ser mera ilusión; ni habrá
modo de poner término a las guerras que, cada cierto tiempo,
asolarán al mundo, y en las cuales se verán envueltos los
Estados Unidos.
¿No aparece claro que una paz fundada sobre esta necesidad
de evitar las luchas armadas resulta, por emplear la
expresión de Lincoln, "la mejor y postrera esperanza del
mundo"? A los hombres y a las mujeres de la presente
generación les corresponde, pues, propender a esa paz; son
ellos los que han de "salvarla con nobleza o perderla con
ruindad".
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