Revista Siete Días Ilustrados
19.03.1973 |
La paz firmada en Vietnam no sólo se ve jaqueada por las
continuas contravenciones al cese de hostilidades; también
la cuestionan esas legiones de ex combatientes mutilados y
enfermos, que enfrentan el desafío de rehacer su vida
Duele observarlas, golpean con la fuerza inapelable de la
realidad: las imágenes que fotógrafos y camarógrafos de
algunos medios informativos europeos registraron a partir
del lunes 12 de febrero, cuando en la asolada Vietnam
comenzó el intercambio de prisioneros entre los bandos que
hasta ayer se rotulaban como "beligerantes", dan cuenta del
vía crucis vivido por la gran mayoría de esos hombres.
También de un contraste que, aun en la hora de enfrentar la
paz, dividió a los que militaban en las filas asiáticas y
los enrolados bajo la insignia de los Estados Unidos. Estos
últimos, como es obvio, gozan de ventajas operativas e
—inclusive— de aquellas que hacen al confort común,
altamente valiosas en circunstancias como las de recobrar la
libertad. Más aún, de retornar a la patria en busca de un
sitio donde rehacer la propia existencia.
De este modo, la aparición del primer soldado norteamericano
liberado en Vietnam, el capitán de marina Jeremiah Dentón,
en la escalerilla del avión que lo depositó en la base aérea
de Clark, Filipinas, contrastaba rotundamente con el moroso
desfile de los vietnamitas devueltos por los gobiernos
rivales de Hanoi y Saigón: en lugar de ser agasajados por
altos dignatarios, como el comandante estadounidense del
Pacífico, almirante Notel Gaylor, que recibió a Denton, y
por una multitud uniformada que se mantenía a distancia
respetuosa, los 150 norvietnamitas y 81 survietnamitas
dejados en libertad en esa misma jornada aportaron un
panorama que rayaba en el polo opuesto. En lugar de la
música ruidosamente prodigada por una banda militar, esa
larga fila de hombres macilentos y enfermos extremaba los
perfiles del rigor: un grupo de ex vietcong, la mayor parte
de ellos mutilados, esperaron largas horas al sol para subir
esforzadamente a bordo de un C-130 de transporte asignado a
tal misión; un segundo viaje, esta vez en helicóptero, los
trasladaría hasta las proximidades de la ciudadela de Quang
Tri, para desde allí internarse en dispensarios. En uno de
esos dolorosos trayectos, el hospital volante debió efectuar
un aterrizaje de emergencia; entonces, la procesión tuvo que
continuar su camino sobre frágiles sampanes o juncos: tres
días después de lo previsto recalaba en las tiendas de
campaña, pero con las huellas de las peripecias sufridas.
Los insectos de la jungla habían completado aun más, sobre
esos ex combatientes ahora indefensos, la labor destructora
de la metralla. Por lo demás, a todos los ex campesinos y
soldados vietnamitas los esperaría
un riguroso proceso de "reeducación", cualquiera fuese la
facción ideológica a la que adscriben.
Como ejemplo del azaroso trámite que envuelve tales
excarcelaciones, baste recordar lo ocurrido a fines de
febrero en Lom Shul, Sur-vietnam, no muy lejos del paralelo
17 que tajea el territorio: un grupo de milicianos del
Vietcong se vio forzado a permanecer tres días dentro de un
inmenso galpón, pues las autoridades de Norvietnam
—jaqueadas por todo tipo de problemas posbélicos— no estaban
en condiciones para recibirlos en las condiciones lógicas de
atención material y espiritual. Una vez llegados a sus
aldeas natales, el cuadro no será mucho más halagüeño para
esos despojos humanos; espectros de la violencia,
vagabundean entre las ruinas que dejaron los bombardeos;
ruinas ellos mismos, aun no parecen haber hallado su lugar
en la reconstrucción.
COMENZAR DESDE CERO
Así las cosas, muchos han comenzado a pensar que el apartado
C del artículo octavo del acuerdo para el alto del fuego,
suscripto en París el 27 de enero último, es una amarga
burla: "La devolución será resuelta —ordena ese texto— en un
espíritu de reconciliación nacional y de concordia, teniendo
en cuenta el fin del odio y la enemistad". El apartado B,
por su parte, aseguraba que "las partes se ayudarán
mutuamente para obtener información sobre el personal
militar y los civiles extranjeros perdidos en acción". La
parte principal comprometía a "la devolución del personal
militar capturado", además de proveer "listas completas" de
ese personal, que debía ser liberado "no más tarde del mismo
día del retiro de las trapas combatientes". Algunas trabas
adicionales, motivadas por las continuas violaciones de la
tregua, complicarían a principios de marzo la situación de
los prisioneros de ambos bandos: Hanoi entendía que los
Estados Unidos debían presionar sobre el régimen de Saigón
para que las tropas de Van Thieu cesaran en sus ataques; por
su lado, Nixon replicaba que un pacto es un pacto y que la
devolución de los prisioneros debía cumplirse, sin que la
ruptura solapada del alto el fuego tuviera nada que ver con
ello. Saigón, por su lado, insiste en que los violadores del
statu quo pacifista son los norvietnamitas.
Así, en jaulas de bambú ocultas en la selva, soterrados en
excavaciones o en cárceles tradicionales —a las de la
capital norvietnamita los norteamericanos las llaman El
Hanoi Hilton, en obvia alusión a la célebre cadena
hotelera—, cientos de hombres que saben que la paz ha sido
firmada todavía se preguntan, todavía hoy, si hubo algún
error de información. Se sorprenden, también, cuando nuevos
compañeros suyos ingresan al cautiverio. Ya nadie quiere
saber quién perdió la guerra (que no cesa), o qué promesas
alberga esa paz que no se cumple.
En fin, otras versiones intentan arrojar un poco de luz
sobre la trajinada cuestión de la devolución de prisioneros:
para el 28 de marzo, fecha en que vence el plazo fijado,
Hanoi debía liberar a 592 norteamericanos; el Vietcong, a
1286 survietnamitas; Saigón, a 1.720 norvietnamitas. A
mediados de marzo, cuando ya la fecha tope se aproximaba,
sólo 268 norteamericanos, llevados en aviones hasta
Filipinas y de allí a los Estados Unidos, podían asegurar
que el compromiso de París era algo más que un protocolo;
630 norvietnamitas estaban en su país y 922 survietnamitas
se desperdigaban en el delta del Mekong. Todos ellos, como
sea —remonten o no con éxito el estigma de sus heridas y el
tortuoso proceso que conducirá a su libertad definitiva—,
enrostran hoy un balance crucial: el que determine si podrán
reintegrarse a su sociedad, si serán aptos para comenzar
otra vez desde cero.
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