VIOLINES
EL CAMINO DE UN MILAGRO
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Es la persecución de un sonido sin igual, de una magia. Cuando Antonius Stradivarius nació, en 1644 —moriría en 1737—, nadie pensó que se iba a convertir en un insuperable artesano de la armonía; que sus manos prodigiosas, sus oídos agudamente sensibles, legarían, al apasionado mundo de la música, mil quinientos instrumentos únicos, irreproducibles, entre violines, violas y violoncelos. Nadie, hasta ahora, pudo explicarse estos milagros sonoros. Muchos trataron de imitarlos: algunos se aproximaron a su pureza. La búsqueda de algo que venza ese secreto continúa. Y quizá siga, por siempre.
No todos los violinistas del mundo, naturalmente, pueden ser los orgullosos dueños de un Stradivarius: pocos centenares de éstos se conservan en condiciones de uso; son los que se cotizan como verdaderas obras de arte. Además, lo son. Cuando ese misterio esté desentrañado, ¿será posible producir, en serie, instrumentos tan buenos como un Stradivarius, y aún mejores? La respuesta no revela ningún desaliento! ¿por qué no? Para disipar la última duda, desde hace más de un siglo concentran sus esfuerzos algunos de los más renombrados artesanos y científicos.
La excepcional calidad de un Stradivarius no fue, sin embargo, única. Pertenecieron a esa primera categoría los que burilaron su maestro, Niccoló Amati; su condiscípulo, Andrea Guarneri, y el sobrino de éste, Giuseppe Antonio Guarneri del Gesú Guarneri. Stradivarius tuvo, además, un antecesor: Andrea Amati —nacido entre 1505 y 1510, muerto entre 1570 y 1581—, fundador de la célebre Escuela de Cremona. Andrea es considerado como el creador del violín moderno; a él se le atribuye la fijación de los cánones acústicos y musicales en el instrumento. Esto, empero, parece ser discutible; sin embargo, lo cierto es que estableció los parámetros violinísticos usados por su familia y los herederos artesanales, radicados en la misma ciudad de Cremona, Lombardía.
La historia está claramente registrada: el taller fue heredado por sus hijos Antonio (1550-1638) y Girolamo (1551-1635), los famosos Fratelli Amati, quienes llegaron a un tipo de identificación perfecta: los instrumentos se les atribuyen como construidos por los dos juntos. El máximo cetro familiar, empero, no quedaría en poder de ambos: los superaría Niccoló Amati (1596-1684), hijo de Girolamo.
Se libraba, entonces, una lucha con un sentido sonoramente competitivo. Ninguno de ellos era un improvisado: habían cubierto, en los talleres, todas las escalas, desde aprendices a maestros. Los hijos de Andrea Guarneri, Pietro (1655-1725) y Giuseppe (1666-1739), no alcanzaron tanta perfección como su padre, ni se aproximaron al excelso arte de su primo, Giuseppe Antonio Guarneri (1683-1745): conocido por Guarnerius. Para firmar sus obras, usaba la forma latina de su nombre: Josephus Antonius Guarnerius o, simplemente, Guarneri del Gesú, otro de sus apodos.
Durante casi dos siglos y medio, la Escuela de Cremona, desde Andrea Amati hasta Guarneri del Gesú, produjo instrumentos de cuerda con una estupenda calidad. De las comparaciones, surgieron las diferencias: Niccoló Amati, Antonius Stradivarius y Giuseppe Antonio Guarneri eran los únicos capaces de hacer estremecer, hasta la inefable emoción, a los más célebres virtuosos del violín, la viola, el violoncelo.
Esa magia sonora obsesionó a los expertos. Hace pocos años, el violinista ítalo-norteamericano, Ruggero Ricci, se animó a ensayar una singular experiencia: en un disco de larga duración produjo versiones de la misma obra, ejecutadas en distintos violines de la Escuela de Cremona. La grabación tenía, no obstante, un inconveniente: privativa de los exquisitos, para detectar los casi imperceptibles matices de timbre y sonoridad que, efectivamente, existen entre un instrumento y otro, se necesitaba ser un Heifetz, Oistraj, Menuhin, Toscanini.

LA BUSQUEDA DEL SECRETO
Hay una fórmula, aparentemente simple, para imitar, al menos, un instrumento firmado por Amati, Stradivarius o Guarneri: fabricarlos con la pureza de aquéllos. Muchos sostienen que sería lo más práctico, pero siéndolo, aunque fuese teóricamente, no es lo más fácil. Ahí comenzó, precisamente, una búsqueda obsesiva. Con ese rastreo llegaron, también, las dudas. Stradivarius seguía burlándose de los imitadores, desde su eternidad.
Alguien pensó que había violado el hermético secreto: todo consistía —supuso— en la forma del instrumento, pero el desaliento no tardó en concretarse al descubrir que Stradivarius no había construido dos violines iguales en forma y sonido. Los hurgadores no se desanimaban totalmente: pensaron, luego, en la fibra de la madera. Stradivarius continuaba su mofa: había usado siempre madera bien estacionada, pero de la misma clase: pino para la tapa, arce para el fondo. Los nuevos pasos fueron guiados hacia otra esperanza, el barniz. Tampoco: un Stradivarius lavado sonaba exactamente igual que antes. La inquietud parecía agonizar cuando, de pronto, se recurrió a un procedimiento irreverente: desarmar un Stradivarius, copiarlo pieza por pieza. Nada: ninguno de los diez instrumentos logrados sonaba como el original destruido. Stradivarius, desde la tumba, lanzaba su última morisqueta.
Félix Savar, un médico de Estrasburgo, más amante de la música que de las pócimas, se desveló, en el siglo pasado, tratando de penetrar tan acuciante enigma. Enfocó al violín como un instrumento físico: un resonador acústico. Experimentó con un Stradivarius; llegaba a la conclusión de que el resonador, en el violín cremonense, estaba regulado: sin cuerdas, hacía siempre eco con la misma nota, un do de la primera octava. Aunque las piezas del instrumento, separadamente, tenían otras afinaciones, el conjunto de la caja era un resonador en do.
Impulsado por el descubrimiento, Savar comenzó a trabajar, engalladamente de innovador. Se hizo a sí mismo una pregunta atrevida: "¿Es obligatoria la forma tradicional del violín?'" Y fue a buscar la respuesta: diseñó una caja en forma de trapecio. Su osadía fue aprobada por la Academia de Ciencias de París, alcanzó fama en todo el mundo. Stradivarius segregaba, desde el más allá, un nuevo pero: el violín de Savar no satisfacía a los músicos; los virtuosos seguían prefiriendo a los antiguos.

LA ESCUELA RUSA
Rusia tiene una secular tradición de buenos violines. No es desconocida, además, su inquietud por producirlos en cantidad. Curiosamente —Stradivarius parece haber sido, asimismo, un fabricante de imprevistos—, no fue un artesano, sino un perito en metales, Dimitri Chernov, quien encaró la construcción en serie; el Siglo XIX concluía.
Chernov tuvo, también, su teoría: la preparación y montaje de las piezas esenciales en el cuerpo del violín, eran tareas equiparables a las de un cronómetro, o un microscopio. Chernov daba la sensación, en su tarea casi demencial, de ser un alquimista del sonido: compraba violines malos, de fábrica, los desarmaba y los armaba. Llegó a una revelación que lo compensaba de sus largas vigilias: mejoró su sonido, hasta dejarlos primorosamente sonoros.
Pero Chernov necesitaba una prueba suprema —no bastaba su oído, por muy afinado que fuese—. La tuvo: en 1911, en el Conservatorio Imperial de San Petersburgo, se dieron cita algunos célebres músicos de varios países. En la prueba no había trampas: detrás de una mampara, algunos violinistas interpretaron, individualmente, una composición con un violín de Chernov y con otros, italianos, de la Escuela de Cremona. El jurado tenía que apreciar, sólo auditivamente, la calidad de los instrumentos. Chernov, al fin de la prueba, se contuvo de lanzar un grito: varios de sus violines llegaron, casi, a igualar la clasificación otorgada a los cremonenses.
Esos exámenes se hicieron tradicionales: los artesanos de la escuela soviética, fundada por Evgueni Vitachek y Timofei Porgorny, hacia 1920, obtuvieron resultados magníficos. Parte del secreto comenzaba a ser poseído. Nikolai Andreyev, miembro de la Academia Soviética de Ciencias, pergeñó un método eficaz para la selección de maderas con propiedades acústicas. Este investigador planteaba una exigencia: alta velocidad de paso del sonido por la madera. Existía una segunda condición: era preciso que la amplitud de las oscilaciones, en la caja, fuera la mayor posible. Por lo tanto, la madera tenía que ser de poca densidad. Llegó, así, a una fórmula matemática: una fracción en la que el numerador es la velocidad de paso del sonido; el denominador, )a densidad de la madera. Construir un violín excelso parecía estar sometido, efectivamente, a una paradójica paciencia científica.
La búsqueda no se interrumpiría: otro especialista en acústica, nieto del notorio Nikolai Rimsky-Korsakov, agregó, a la fórmula de Andreyev, otro factor: la velocidad de extinción en las oscilaciones. Israel Alender, ingeniero jefe en la primera fábrica soviética de instrumentos, soñaba con mecanizar y luego automatizar la construcción de violines. Sin parpadeos, se fijó una meta osada: producir, en máquinas, instrumentos mejores que los italianos.
Fue establecido un taller-estudio. En él se fijaba el violín a un caballete; se lo hacía sonar, mediante un arco mecánico; los sonidos, recogidos por un micrófono, se transformaban en impulsos eléctricos, pasaban a un analizador de oscilaciones. Boris Yankovsky, especialista en acústica, se agregó a la novísima experiencia: recogiendo las características de los violines, comparándolas con los tipos de espectros, aprendió a descubrir, en la masa de apreciaciones casuales y acertadas, la manera de llegar a una clasificación científica de los instrumentos. Analizaba el espectro del sonido.
Poco más tarde, volvió a dedicarse, exclusivamente, al violín. Stradivarius no habría tenido la menor idea de cuánto trabajo sería capaz de dar su exquisita artesanía. Yankovsky descubrió, entonces, la cualidad mecánica fundamental del violín, la que determina el espectro acústico del instrumento: la elasticidad del puente y del fondo de la caja, la magnitud de su curvatura bajo la tensión de las cuerdas templadas. Y establecía la fórmula de la curvatura ideal para los distintos espectros.
En 1957 llegó el momento cumbre: el de producir violines en la máquina automática: un rodillo comenzó a deslizarse por la copiadora, las fresas a labrar la madera. Cada ocho minutos salían, del aparato, una tapa y un fondo. La calidad de su sonido era establecida por el viejo método de exámenes: se empleaban un Stradivarius legítimo y cuarenta y cuatro violines salidos de la fábrica; un mismo violinista tocaba, tras la mampara, el mismo fragmento; cada examen duró unos cinco minutos; en el intervalo, de unos dos minutos, sonaba el violín-patrón: un instrumento de fábrica, con calidad intermedia. Yankovsky quedó asombrado, en uno de los test, realizado en el otoño de 1959, por resultados: catorce, entre los cuarenta y cuatro violines emergidos de su fábrica, obtuvieron clasificaciones superiores a las del Stradivarius. Una ola de vergüenza envolvió a los miembros del jurado: se justificaron aduciendo que el violín incógnito, aunque salido de las manos del genial artesano de Cremona, no podía considerarse un buen Stradivarius. Nadie les pudo creer.
Yankovsky, entre tanto, se propuso desafiar a la severidad: en 1960, sus instrumentos fueron sometidos a una prueba más rigurosa. Esta vez hubo varios incógnitos; entre ellos, el llamado Stradivarius de Yusupov, un ejemplar de increíble calidad, que había pertenecido a un noble ruso. Fue cuando Yankovsky pudo haber llegado al delirio y lanzar el grito que desfloraba tanto secreto: ¡Eureka! Cómo habérselo impedido: uno de sus violines había obtenido un punto menos —23,6— que el de Stradivarius. Esa vez nadie se avergonzó. Estaban en el camino de un milagro.
3/VIII/71 • PRIMERA PLANA Nº 444 • 31

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