Habitualmente se ve a
una señora de pelo lacio y busto caído, sentada en
una silla, y frente a ella un bicharraco con
somera forma de pollo. Habitualmente dialogan; el
pollo, por ejemplo, le pregunta: "¿Se acuerda de
mi amigo el pato?" Ella hace un gesto leve, dice
que sí, y entonces el pollo le da la noticia: "¡Se
lo morfaron, sabe!" Sobreviene un larguísimo
silencio durante el cual los interlocutores se
entrecruzan miradas impávidas; hasta que el pollo,
angustiado, filosofa: "¿Para qué sirve vivir, eh?
¡Dígame un poco!" Otro silencio que recoge ahora
el desconsuelo de ambos, hasta que la señora,
enjugándose una lágrima, exclama: "¡Mire que habla
lindo usted!"
El autor de esta
extrañísima fórmula que congenia el absurdo total
con la realidad cotidiana (y con la espantosa
cantidad de lugares comunes que esa realidad
encierra) se llama Raúl Damonte Taborda, tiene 31
años, es argentino, y logró prestigio universal
bajo el seudónimo de Copi; con él rubrica cada una
de sus tiras en el semanario Le Nouvel
Observateur, de París, reproducidas después en docenas de
publicaciones de todo el mundo, inclusive de la
Argentina. Lo curioso es que Copi adquirió un bien
ganado prestigio tras ajustar, con exquisita
precisión, un mecanismo que funciona en la mente
de casi todos los humoristas contemporáneos: es
que el logro de un estilo implica,
fundamentalmente, el encuentro del autor con sus
propias ideas fijas; es el definitivo apareamiento
entre el talento y las obsesiones que lo asedian.
Si el talento y las obsesiones consiguen amarse,
de esa pareja nacerá un humorista y no otra cosa,
casi seguro.
A Descartes se le
ocurrió un día esta bella frase: "Pienso, luego
existo"; pero ni a Descartes ni a ningún otro
pensador severo se le pasó por la cabeza sospechar
que tamaña verdad es apenas la consecuencia de
otra surgida en tiempos en que el mono dejaba de
ser una simple bestia bruta: Sonrío, luego pienso.
Porque en el fondo la única diferencia notable
entre un ser racional y uno irracional es que el
primero ostenta —aunque no la exhiba, porque es
tímido— la facultad de festejar intelectualmente
un chiste; la de reírse, en suma. (Teoría
irrefutable hasta tanto no se pruebe que lo de las
hienas no es una mueca.)
Cuéntase que una vez
Ramón Gómez de la Serna participó de una reunión
en donde se debatía este tema, y que tras dos
horas de escuchar abrió la boca para silabear esta
greguería: "Es la pulga la que hace guitarrista a
un perro". Bien mirada, la frase propone que el
humorismo más efectivo se nutre de las
irritaciones, frustraciones y demoliciones que el
hombre culto y civilizado padece en el curso de su
vida, y que los humoristas que consigan poner en
su mira telescópica esas calamidades son los que
están más cerca de la risa del prójimo. Así, pues,
los escritores y dibujantes que pueden jactarse de
provocar más jolgorio entre sus contemporáneos son
—justamente— los que mejor interpretan sus
desvelos. La búsqueda, la sádica degustación y el
producto resultante (una burbuja en la que
crepiten tales ideas fijas) son, en resumidas
cuentas, el derrotero que siguen quienes creen que
el mundo, aún hoy, bien vale una sonrisa.
En la calle se
encuentran dos señoras elegantísimas: "No lo puedo
remediar, María del Carmen —le dice una a la
otra—, nada me resulta tan aburrido como pensar
bien de los demás". En un restaurante
aristocrático, atestado de comensales, un mozo
finamente uniformado, pero malicioso, le susurra a
otro: "¿Sabes una cosa, James? ¡Se lo ha comido!"
Sea en La Codorniz, una revista española de
azarosa existencia, como en Punch, de Londres, los
dardos que se disparan sobre la clase alta
constituyen la forma más legendaria del humor
corrosivo; en la Argentina, ya Caras y Caretas y
El Mosquito abrevaban en esa vertiente,
definitivamente institucionalizada por Landrú
(alias Juan Carlos Colombres), desde que se ciñó,
en las últimas épocas de Tía Vicenta, a
desenmascarar los tics de la joven burguesía.
Pero conviene aclarar,
por si hay lectores poco avisados, que los
humoristas modernos no son meros resentidos
sociales y que sus chistes no representan una
sutil —cuan inocua— manera de perpetrar una
venganza. Antes bien, es posible que ellos mismos
padezcan los vicios que apostrofan o que integren
gustosamente, a plena conciencia, el sistema que
hacen objeto de sus burlas. Los humoristas con
ideas fijas suelen ser tan profundos que están por
encima (o muy por debajo) del remordimiento. A lo
sumo pretenden servirse de la chanza para
demostrar que son sinceros y que el humor es una
herramienta idónea para ejercitar su lucidez.
Guillermo Mordillo, otro argentino radicado en
París, cuyos dibujos alegran las páginas de SIETE
DIAS y de varias revistas europeas —entre ellas
París-Match—, acepta que nada le interesa tanto
como reflejar "la aventura humana, los sueños del
hombre, su tristeza y su soledad; mi dibujo del
hombre que está sentado en una roca, en medio del
mar, y que se imagina que la roca es la rodilla de
una hermosa muchacha, aspira a sintetizar la idea
de que el hombre de hoy está solo con sus sueños,
y que ésa es su fundamental alegría porque, aunque
abandonado a su propia suerte, el hombre nunca
dejará de soñar". La limpidez de ese mensaje, y no
sólo la estupenda aptitud artística de Mordillo
(39, un hijo), es la causa de que ese dibujo
ilumine la portada de este número.
Una ojeada a las
principales publicaciones de humor bastaría para
dejar sentado que los más frecuentes latiguillos
que esgrimen hoy los humoristas están orientados a
lacerar, a la manera de Chaplin en Tiempos
modernos, el costado hipócrita y deshumanizado de
las estructuras sociales. Perversos o ingenuamente
desprejuiciados —lo cual es casi lo mismo—, los
más famosos fabricantes de chistes centran su mofa
en el mundo que los rodea y practican una suerte
de especialización: así como el portentoso Woody
Allen —el más cotizado guionista del cine
norteamericano— machaca sobre los absurdos de la
discriminación religiosa, y el francés Gérard
Lauzier (que escribe y dibuja en el mensuario Lui)
la emprende contra la desvalorización del
individuo por parte del Estado, así también Evelyn
Waugh (Los seres queridos) desnudó las arrogancias
del abolengo, Rafael Azcona (El cochecito)
radiografió las mezquindades que albergan los
señores dignos, George Mikes (Abajo todo el mundo)
trazó las fronteras del comportamiento patriótico
y Jerome K. Jerome (Divagaciones de un haragán)
volvió del revés los slogans de la sociedad
industrial. "Me gusta tanto el trabajo —decía
Jerome— que me pasaría la vida viendo trabajar."
Los buenos humoristas
asumen una especialización no bien advierten dónde
les aprieta el zapato; y en cuanto lo descubren se
lanzan gozosamente a reírse de sí mismos y por
extensión de sus semejantes, y sobre todo de
quienes sufren su misma molestia. Por eso es que
los humoristas con ideas fijas se trasforman, de
facto, en gente comprometida y hasta cierto punto
peligrosa: un buen chiste político puede llegar a
ser más efectivo que un editorial de La Prensa; la
carga revulsiva de una broma es siempre más
inquietante que una crítica sesuda, puesto que
necesariamente reniega de la solemnidad para
apoyarse en el ridículo. En SIETE DIAS, Quino le
hace decir a Mafalda: "De carrocería y motor el
país anda bien. ¡Lástima la palanca de cambios!".
Y semanas después: "Yo no quiero a mi inflación,
¿y usted?". En La Codorniz, Chumy Chumez dibuja a
dos señores siniestros, uno de les cuales
pregunta: "¿Y si pusiéramos una fábrica de
paraguas para lluvias radiactivas?". En Gente,
Landrú propone esta duda: "¿Será cierto que una
conocida firma de plaza estaría fabricando urnas
de doble fondo, por si es necesario hacer fraude
en las próximas elecciones?". En el New York
Herald Tribune, el famoso Art Buchwald explica los
pasos que debe seguir quien no quiera ser
reclutado para pelear en Vietnam: "Notifique a la
Junta de Reclutamiento que usted está preparado y
que ansia ser inscrito en el próximo llamado.
Probablemente trasladarán su caso al psiquiatra
que corresponde a su distrito. Si el psiquiatra le
pregunta por qué quiere ir a Vietnam, dígale que
ése es su deber patriótico y que quiere proteger a
su madre y a los millones de niños norteamericanos
del fantasma del comunismo ateo. Sin duda lo
declarará no apto, ya que cualquier persona que
esté tan ansiosa por ingresar al ejército está
loca de remate".
Buchwald es uno de los
casos más notables dentro del conglomerado de
humoristas especializados y comprometidos, ya que
su pluma tiene tanta o más influencia que la de
los columnistas serios, y sus artículos alcanzan
difusión ecuménica (una excelente recopilación de
sus tiras fue publicada en Argentina con el título
de Hijos de la Gran Sociedad). Precisamente, es
mérito de esta especie literaria que las ideas se
difundan más velozmente y logren el más alto grado
de penetración; y si no, ¿por qué los gobiernos
totalitarios —celosos del orden establecido—
procuran, de común, silenciar a los humoristas
políticos, acusándolos de irrespetuosos y de
promover el desacato? Desde luego, la
irrespetuosidad es la esencia de la gracia, como
bien lo demuestran Los Tres Chiflados cada vez que
impregnan de chantilly las pantallas de la
televisión; y en cuanto a que promueven el
desacato también es muy cierto, pero es que como
"todas las costumbres empezaron siendo vicios",
según Séneca, si no fuera por los humoristas tal
vez no se hubiese superado todavía más de un
prejuicioso encasillamiento. Pero éstas deben ser
burdas excusas, ya que históricamente los
humoristas son —después de Armando Bo— las más
grandes víctimas de la censura (ejercida, claro,
en defensa de la moral y las buenas costumbres).
Según Florencio - Piolín - de - Macramé -Escardó,
"se llama censura a la espada armada de la moral;
afilada en la piedra de la prudencia; y apoyada en
el pedestal del bien público". Un arma que suele
blandirse no bien algún imprudente decide ventilar
temas tabúes: "De los que no conviene hablar
—agrega Piolín—. Nadie sabe a quién no le
conviene. Pero no conviene."
Quienes desoyen este
consejo. pueden correr la suerte de un francés
llamado Georges Wolinski, que ahora tiene 32 años
y hace diez combatió en Argelia; en mayo del 68 se
sintió tan conmovido por la rebelión estudiantil
en París que empezó a garrapatear dibujos,
embebidos de fuerte tonalidad política, y a
enviarlos al diario Action, adherido a la causa
rebelde. Ahora lleva publicados diez libros,
escribió dos obras teatrales (que se representaron
en Francia, Italia y Bélgica) y es redactor en
jefe de tres publicaciones, entre ellas el
mensuario Charlie, un órgano destinado a barrer
tabúes y en el que cohabitan Charles Schulz
(Peanuts), Max Fleischer (Betty Boop) y los
dibujantes más desmesurados y crueles del planeta.
Pero todos ellos responden a la concepción de
Wolinski: "Soy un periodista que se expresa a
través de dibujos y con la mentalidad del hombre
de la calle. La gente de la calle es la
protagonista de mis tiras; ella es la que habla.
Por el contrario, los hombres públicos no me
interesan. No me interesa el cretino que resulta
elegido, sino los millones de cretinos que lo
votaron". Merced a esta técnica, el ex soldado
Wolinski es hoy un opulento hombre de negocios:
sus dibujos florecen en multitud de campañas
publicitarias y se enhebran, mediante diapositivas, con los strip-teases del cabaret Crazy
Horse.
Si es cierto,
entonces, que el humor que más se festeja —y el que
recluta más fie les— es el que incide sobre los
problemas que acosan al hombre, justo es pues
admitir que entre sus cultores se destaquen los
que acierten a tratar con vitriolo sus propias
debilidades; esto es, los que mejor reflejen qué
(les) está pasando, aun cuando no emitan juicio.
Es el caso de un tal Mena, dibujante español
consagrado a burlarse de los intelectuales y de
los ricachos. Uno de sus chistes muestra a una
anciana andrajosa pidiendo limosna a un
transeúnte; el globo dice: "Por el amor de Dios,
caballero, deme cien pesetas para comprarme Love
Story".
Y en este aspecto,
ninguna publicación ha conseguido interpretar tan
bien el gusto de los masoquistas como el mensuario
norteamericano Mad, que congrega a los más
conspicuos humoristas con idea-fijas, presididos
por Don Martin, ese genio del grotesco. Para su
editor, Albert Feldstein, "no hay mediocridad
humana que no merezca ser aporreada; es una manera
de propender a la superación de la especie"; y
tras esa consigna les toman el pelo a próceres,
políticos y artistas, a la multitud de Babbitts
que integran la masa de sus lectores e inclusive a
los humoristas. No hace mucho clavó sus cerbatanas
en la nuca de un escritor ramplón y fabulero,
quien acudía a personajes célebres para adulterar
su historia y convertirla en pockets de rápido
consumo. Mad imaginó que ese chapucero convertiría la
vida de Albert Einstein bajo el título Pasiones
universitarias; en la tapa, cinco espléndidas
muchachas rodean al sabio y un texto advierte que
se trata de "la sensacional historia de una ciudad
universitaria en plena efervescencia, donde todas
las esperanzas y las envidias giran alrededor de
un extranjero enigmático. ¿Qué extraña atracción
ejercía este hombre en las alumnas de ojos
apasionados que sólo tenían la cuarta parte de su
edad?". Parodiando al biógrafo, la revista ofrece
este diálogo entre Einstein y una de sus
admiradoras:
—Querida —le dijo,
acariciándole la mejilla con su mano llena de
callos por el uso abusivo de la regla de cálculo—,
¿te gusta mi teoría de la relatividad?
—¡Oh, Albert, Atbert!
¡Me encanta!
Él la estrechó contra
su pecho (marcado con cicatrices ocasionadas por
quemaduras de mechero Bunsen) y buscó con avidez
sus labios rojos y provocativos. Los encontró.
—De modo que te gusta
mi teoría ... —insistió, mordisqueándole el lóbulo
de la oreja.
—¡Albert! ¡Qué
adorable y loco físico-matemático eres! ¡Sabes muy
bien que me fascina!
Desde luego, este tipo
de gracias no se publican en la Argentina, en
donde las solemnidades constriñen a los humoristas
capaces de rescatar de la clandestinidad a la
burla comprometida. Se supone que la burla
comprometida deviene en urticaria y que a nadie le
gusta imaginar a próceros, políticos y artistas, y
a los señores gordos, rascándose a más no poder.
¡A dónde irían a parar la moral y las buenas
costumbres, y el respeto que merece el fulano de
al lado, o el de arriba!
En la Argentina, la
mayoría de los chistosos profesionales perseveran
en la generalidad anodina, y por eso languidecen
revistas como Patoruzú o Rico Tipo,
originariamente concebidas para divertir a un
público adulto; en todo caso, más elocuente
resulta el ejemplo de Tía Vicenta, clausurada bajo
el mandato de Juan Carlos Onganía por haber
incurrido en un espantoso exceso de irreverencia.
Tácitamente —y a veces no tanto— conminados a no
atentar contra el lustre de los valores
establecidos, los humoristas argentinos optan por
asociarse a ideas fijas que impliquen un relativo
compromiso. Pero como dice Mad (y a propósito del
lustre), "en los tiempos que corren, todo lo que
brilla probablemente sea radiactivo".
El finado Guillermo
Divito aceptaría de buena gana este aserto, puesto
que su Doctor Merengue abrió un nuevo campo en el
área de la desmitificación a través del humor; fue
uno de los precursores del desprejuicio y la
autocrítica, al punto de establecer pautas de
conducta hasta entonces inéditas: con modestia, y
aun antes que Playboy, se permitió la osadía de
demostrar —hace treinta años— que la picaresca
sexual podía insertarse en el ámbito doméstico,
sin muchos rubores y al módico precio de renegar
de la mojigatería. "Día llegará —escribió Divito
en aquel entonces— en que el beso entre un hombre
y una mujer deje de ser una prueba de amor para
convertirse en un intercambio de ideas."
En el fondo, lo que
pasa es que resulta difícil advertir que detrás de
un humorista obsesivo hay un observador doliente
capaz de pulsar la sonrisa como si fuera un
bisturí, con medios tan cruentos y fines tan
loables como los que persigue un cirujano. Divito
y la pléyade de humoristas argentinos que
practicaron incisiones profundas demostraron la
vigencia vernácula del axioma propuesto al
principio: Sonrío, luego pienso. Y por si fuera
poco, ahí está Wimpi (el uruguayo Arthur García
Núñez, fallecido en 1956) para garantizar que todo
esto merecía ser dicho alguna vez: "El cómico, al
reír se burla; el satírico, al reír se venga; el
humorista, al sonreír se compadece. Es el único
que mantiene intacta, adentro, la gracia de una
ternura ... No ríe, como el cómico, del aspecto
que él no querría tener. No ríe, como el
resentido, de lo que tiene otro y sólo porque él
no lo tiene. Ríe, antes bien, de un disfraz bajo
el cual su simpatía descubre la forma pura. El
disfraz que suele ponerse el tipo cuando,
inadvirtiendo la importancia que le ha sido
concedida, quiere inventarse otra y queda
pagando".
_______
Recuadro
Acción de gracia
Todo parece indicar
que, en la Argentinas, cuatro esferas monopolizan
la atención de sus mejores humoristas: la
política, la familia, el trabajo y el esnobismo.
Todas ellas constituyen rebosantes fuentes de
inspiración para consumar la caricatura más
ajustada, la reflexión más incisiva sobre una
realidad perfectamente tangible. Desde hace ya
varios años, los arquetipos "in" de Landrú revelan
(y hasta llegaron a imponer) los tics de cierto
sector de la sociedad local; Mafalda y toda la
troupe imaginada por Quino se encargan, a su vez,
de dinamitar tabúes hogareños, infiltrarse en los
flancos más débiles de la clase media argentina;
las caricaturas políticas de Flax, los laberintos
ejecutivológicos de Miguel Brascó y las mordaces
parodias antiburocratizantes de Jordán de la
Cazuela completan ese cuadro. A todos ellos
entrevistó SIETE DIAS para determinar los puntos
de partida de su humor, reflejar sus opiniones
sobre este metier y hacerles confesar cuál es la
idea fija que los obsesiona.
JOAQUIN LAVADO
(QUINO): "Como todos mis colegas, leo los diarios,
las revistas, veo televisión... Allí nacen las
ideas. A esas fuentes de información les sumo la
sección Correo de los lectores de varias
publicaciones. Me permiten conocer los problemas
de toda la gente (sobre todo, de las amas de
casa), las vicisitudes casi todas económicas o de
índole familiar) que padecen para mantener la
armonía hogareña. Claro que la idea no es todo:
hay que darle forma. Yo, por ejemplo, puedo
completar una sola por día; a veces, hasta me
llevo un pequeño tablero de dibujo a la cama para
intentar bocetos mientras —es un decir— descanso.
Es que ya no se trata de agarrar un lápiz y
garabatear cualquier cosa; en los últimos años, el
humor sufrió un proceso de intelectualización;
poco a poco se fue abandonando el chiste directo,
fácil, para entrar más en la sutileza. Es que el
público se ha ido modificando, vive más en la
conflictuada realidad de su tiempo y necesita del
humorismo para enjuiciar los aspectos irritantes
de la humanidad. Creo que nuestro trabajo sirve
nada más que para eso: como válvula de escape; no
se me ocurriría pensar que, por ejemplo, a través
de sutilezas un humorista logre voltear un
gobierno; ni aquí, ni en ninguna parte del mundo,
porque yo no creo que exista un humor
estrictamente nacional. Para mí, el humor es
universal; por supuesto que adecuado a las
circunstancias de cada lugar, a la idiosincrasia
de cada pueblo. Mi caso así lo demuestra: yo
recibo toda la influencia del norteamericano
Schulz (autor de la serie Peanuts), aunque tal vez
un poco impuesto por las circunstancias: Mafalda
no es, en esencia, una idea mía, sino que me
pidieron una tira que se asemejara a la de Schulz.
Si bien admito que estoy influenciado por ese
dibujante, no dejo de reconocer que hay muchos
colegas argentinos que le dieron el gran manijazo
al humor nacional; tal vez el más representativo
sea Lino Palacio. Obviamente, no todas son
influencias; como ser humano, yo también tengo mi
idea fija: el sometimiento del débil por el
fuerte, algo que me obsesiona, tal vez desde que
veo tantas injusticias. Por ejemplo: Estados
Unidos versus Vietnam".
LINO PALACIO (FLAX):
"Hacer un dibujo no lleva demasiado tiempo;
desarrollarlo, decir lo que se pretende por medio
de él, puede insumir días y varios bocetos en el
canasto de los desperdicios. Pero esto no es
nuevo. A partir de la Segunda Guerra Mundial, el
humor argentino fue perdiendo ingenuidad, se
convirtió en algo más elaborado; al revés de lo
que se observa en los humoristas americanos e
incluso europeos. Ellos con un pequeño grafismo
(puede ser el globo terráqueo aplastando a un
presidente) se conforman para demostrar la
situación del país. Con respecto a esto último, en
países donde impera la censura política, el humor
es una válvula de escape; es más, una forma para
derribar gobiernos. En mi caso particular, creo
que he colaborado en el derrocamiento de varios
presidentes. Pero, atención, ésta no ha sido mi
única contribución al humor: Landrú y Quino, por
sólo citar algunos nombres, fueron descubiertos
por mi; tal vez por eso, sin falsa modestia, me
considero el padre de esta revolución humorística
que ha sufrido la Argentina en los últimos 20
años. En ese lapso, mi idea fija fue ésta:
consumar siempre caricaturas políticas criticas,
las únicas efectivas. El humorista oficialista o
que se autocensura no sirve".
JUAN CARLOS COLOMBRES
(LANDRU): "Con todos los periódicos del día y las
revistas de actualidad depositadas en el solárium
de mi estudio, que mira al Círculo Militar, soy
capaz de completar ocho ideas por día. Algo que,
naturalmente, requiere mucha práctica en el manejo
de la actualidad Esa virtud la adquirí en el
diario El Mundo. Luego, en 1957, cuando lancé Tía
Vicenta, pude realizar todo lo que me interesaba:
el humor del absurdo, el que sirve para humanizar
a los personajes, para orientarlos (a través de la
exageración de sus condiciones), nunca para
corregirlos. Creo, sin vanagloriarme, que soy uno
de los pioneros del humorismo nacional; una
totalidad que yo divido en dos grupos: el
humorismo estrictamente porteño (Divito fue su
expresión suprema) y el político. Este último,
lógicamente, preocupó notablemente a los
gobernantes de turno. Les llevó tiempo comprender
que, aun a riesgo de que se erosione su autoridad,
es preferible permitir que la gente suelte la risa
que obligarlos a acumular tensiones. Por otra
parte, quienes impusieron censura a los humoristas
fracasaron estrepitosamente: los chistes
clandestinos se convirtieron en armas más
mortíferas. Volviendo al presente, no podría decir
cuál fue mi idea fija, pero sí cuál es en 1971:
volver a editar Tía Vicenta; fíjese si tendrá
vigencia esta idea que la tapa del primer número
sigue resumiendo (mejor que cualquier otra) no
sólo mi concepción del humor, sino el sentir del
pueblo argentino. En ella se veía a numerosos
generales formando fila; uno de ellos, recién
llegado, se acercaba al último y le preguntaba: "¿Esta es la cola para hacer revoluciones?".
PEDRO PERNÍAS (JORDAN
DE LA CAZUELA): "En los últimos años, el humor
bien actualizado, informado, está en permanente
evolución. Esto se debe, en primer lugar, a que
también evolucionaron todos los medios de
expresión. Hace diez años, las actuales tendencias
habrían resultado insólitas, irreverentes. Es que
el humor es algo muy parecido a la poesía; debe
servir para hacer reír teniendo, en el fondo, una
orientación didáctica, correctiva. No por eso,
naturalmente, debe exhibir un sentido docente,
pero puede servir, a los políticos sobre todo,
para hacerlos cambiar, para hacerles conocer cosas
que el público no puede expresar. Nuestro humor
(que no reconoce ningún tipo de influencia
foránea, que es netamente nacional, vertido a
través del lenguaje criollo) tiene muchas
posibilidades en ese aspecto. En mi caso
particular, exploto una faceta muy poco utilizada
hasta ahora, los dichos paisanos, volcados a una
cosa moderna. Soy un convencido da que el fuerte
del humor argentino en la tradición vernácula. No
por eso se deben dejar de lado otras formas,
estilos, enfoques: el humor, cuando es bueno, no
decae, lo que muere es lo malo. Por eso practico
la autocensura: evito escribir cosas que, aunque
causen hilaridad, puedan parecerme groseras. Para
mí, el buen gusto y el estilo deben imperar
siempre en esta actividad. Será tal vez por eso
que mi idea fija es contar cosas graciosas,
desplegarlas libremente sin violar jamás ese
principio."
MIGUEL BRASCO: "A
partir de Macedonio Fernández, padre de los
escritores humorísticos argentinos, esta
disciplina —a nivel local— se intelectualizó. Así
fue evolucionando hasta desembocar en lo que
podría llamarse la consolidación del humor
nacional: Tía Vicenta. Esa revista marcó nuestras
características, las que, comparadas con las de
otros pueblos latinoamericanos, revela más
ingenio, menos grosería. Tiene connotaciones
británicas, aunque, creo, de pura casualidad. Se
trata de un humor casi metafísico —como lo definió
Macedonio— que no tiene absolutamente nada que ver
con la comicidad, a pesar de que ambos desemboquen
en el mismo producto final: la risa. En esencia,
los humoristas —no los cómicos— son catequizadores
subrepticios que han tratado siempre de modificar
ciertos aspectos de la existencia. Últimamente se
observa un avance del humorismo por sobre la
comicidad. Ojo que esto no quiere decir que una
cosa sea mejor que la otra. Ocurre que los
problemas que estamos padeciendo —no solamente los
argentinos, sino la humanidad toda— determinan que
el público prefiera los chistes mas comprometidos
con la actualidad, los que se identifican con
todos esos problemas. En todo esto no hay ideas
fijas que valgan, al menos en mi caso. Yo me
manejo dentro de un universo propio, desde donde
trato de hacer humor de lo nacional: el hecho de
que los ejecutivos argentinos hayan pagado más de
una vez los platos rotos no constituye una idea
fija; es pura casualidad, lo juro"
Revista Siete Días
Ilustrados
08/11/1971
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