Los humoristas y la idea fija

La más extraña especie intelectual persevera en la intención de demostrar, a través de sus más talentosos exponentes, que la risa puede ser una forma de la autocrítica. Empecinados en no ser meros chistosos, los nuevos humoristas coinciden en depurar la gracia corrosiva reflejando las calamidades que afligen al hombre, una filosofía que barre prejuicios, libera inhibiciones e invade las fronteras de la moral convencional

Habitualmente se ve a una señora de pelo lacio y busto caído, sentada en una silla, y frente a ella un bicharraco con somera forma de pollo. Habitualmente dialogan; el pollo, por ejemplo, le pregunta: "¿Se acuerda de mi amigo el pato?" Ella hace un gesto leve, dice que sí, y entonces el pollo le da la noticia: "¡Se lo morfaron, sabe!" Sobreviene un larguísimo silencio durante el cual los interlocutores se entrecruzan miradas impávidas; hasta que el pollo, angustiado, filosofa: "¿Para qué sirve vivir, eh? ¡Dígame un poco!" Otro silencio que recoge ahora el desconsuelo de ambos, hasta que la señora, enjugándose una lágrima, exclama: "¡Mire que habla lindo usted!"
El autor de esta extrañísima fórmula que congenia el absurdo total con la realidad cotidiana (y con la espantosa cantidad de lugares comunes que esa realidad encierra) se llama Raúl Damonte Taborda, tiene 31 años, es argentino, y logró prestigio universal bajo el seudónimo de Copi; con él rubrica cada una de sus tiras en el semanario Le Nouvel Observateur, de París, reproducidas después en docenas de publicaciones de todo el mundo, inclusive de la Argentina. Lo curioso es que Copi adquirió un bien ganado prestigio tras ajustar, con exquisita precisión, un mecanismo que funciona en la mente de casi todos los humoristas contemporáneos: es que el logro de un estilo implica, fundamentalmente, el encuentro del autor con sus propias ideas fijas; es el definitivo apareamiento entre el talento y las obsesiones que lo asedian. Si el talento y las obsesiones consiguen amarse, de esa pareja nacerá un humorista y no otra cosa, casi seguro.
A Descartes se le ocurrió un día esta bella frase: "Pienso, luego existo"; pero ni a Descartes ni a ningún otro pensador severo se le pasó por la cabeza sospechar que tamaña verdad es apenas la consecuencia de otra surgida en tiempos en que el mono dejaba de ser una simple bestia bruta: Sonrío, luego pienso. Porque en el fondo la única diferencia notable entre un ser racional y uno irracional es que el primero ostenta —aunque no la exhiba, porque es tímido— la facultad de festejar intelectualmente un chiste; la de reírse, en suma. (Teoría irrefutable hasta tanto no se pruebe que lo de las hienas no es una mueca.)
Cuéntase que una vez Ramón Gómez de la Serna participó de una reunión en donde se debatía este tema, y que tras dos horas de escuchar abrió la boca para silabear esta greguería: "Es la pulga la que hace guitarrista a un perro". Bien mirada, la frase propone que el humorismo más efectivo se nutre de las irritaciones, frustraciones y demoliciones que el hombre culto y civilizado padece en el curso de su vida, y que los humoristas que consigan poner en su mira telescópica esas calamidades son los que están más cerca de la risa del prójimo. Así, pues, los escritores y dibujantes que pueden jactarse de provocar más jolgorio entre sus contemporáneos son —justamente— los que mejor interpretan sus desvelos. La búsqueda, la sádica degustación y el producto resultante (una burbuja en la que crepiten tales ideas fijas) son, en resumidas cuentas, el derrotero que siguen quienes creen que el mundo, aún hoy, bien vale una sonrisa.
En la calle se encuentran dos señoras elegantísimas: "No lo puedo remediar, María del Carmen —le dice una a la otra—, nada me resulta tan aburrido como pensar bien de los demás". En un restaurante aristocrático, atestado de comensales, un mozo finamente uniformado, pero malicioso, le susurra a otro: "¿Sabes una cosa, James? ¡Se lo ha comido!" Sea en La Codorniz, una revista española de azarosa existencia, como en Punch, de Londres, los dardos que se disparan sobre la clase alta constituyen la forma más legendaria del humor corrosivo; en la Argentina, ya Caras y Caretas y El Mosquito abrevaban en esa vertiente, definitivamente institucionalizada por Landrú (alias Juan Carlos Colombres), desde que se ciñó, en las últimas épocas de Tía Vicenta, a desenmascarar los tics de la joven burguesía.
Pero conviene aclarar, por si hay lectores poco avisados, que los humoristas modernos no son meros resentidos sociales y que sus chistes no representan una sutil —cuan inocua— manera de perpetrar una venganza. Antes bien, es posible que ellos mismos padezcan los vicios que apostrofan o que integren gustosamente, a plena conciencia, el sistema que hacen objeto de sus burlas. Los humoristas con ideas fijas suelen ser tan profundos que están por encima (o muy por debajo) del remordimiento. A lo sumo pretenden servirse de la chanza para demostrar que son sinceros y que el humor es una herramienta idónea para ejercitar su lucidez. Guillermo Mordillo, otro argentino radicado en París, cuyos dibujos alegran las páginas de SIETE DIAS y de varias revistas europeas —entre ellas París-Match—, acepta que nada le interesa tanto como reflejar "la aventura humana, los sueños del hombre, su tristeza y su soledad; mi dibujo del hombre que está sentado en una roca, en medio del mar, y que se imagina que la roca es la rodilla de una hermosa muchacha, aspira a sintetizar la idea de que el hombre de hoy está solo con sus sueños, y que ésa es su fundamental alegría porque, aunque abandonado a su propia suerte, el hombre nunca dejará de soñar". La limpidez de ese mensaje, y no sólo la estupenda aptitud artística de Mordillo (39, un hijo), es la causa de que ese dibujo ilumine la portada de este número.
Una ojeada a las principales publicaciones de humor bastaría para dejar sentado que los más frecuentes latiguillos que esgrimen hoy los humoristas están orientados a lacerar, a la manera de Chaplin en Tiempos modernos, el costado hipócrita y deshumanizado de las estructuras sociales. Perversos o ingenuamente desprejuiciados —lo cual es casi lo mismo—, los más famosos fabricantes de chistes centran su mofa en el mundo que los rodea y practican una suerte de especialización: así como el portentoso Woody Allen —el más cotizado guionista del cine norteamericano— machaca sobre los absurdos de la discriminación religiosa, y el francés Gérard Lauzier (que escribe y dibuja en el mensuario Lui) la emprende contra la desvalorización del individuo por parte del Estado, así también Evelyn Waugh (Los seres queridos) desnudó las arrogancias del abolengo, Rafael Azcona (El cochecito) radiografió las mezquindades que albergan los señores dignos, George Mikes (Abajo todo el mundo) trazó las fronteras del comportamiento patriótico y Jerome K. Jerome (Divagaciones de un haragán) volvió del revés los slogans de la sociedad industrial. "Me gusta tanto el trabajo —decía Jerome— que me pasaría la vida viendo trabajar."
Los buenos humoristas asumen una especialización no bien advierten dónde les aprieta el zapato; y en cuanto lo descubren se lanzan gozosamente a reírse de sí mismos y por extensión de sus semejantes, y sobre todo de quienes sufren su misma molestia. Por eso es que los humoristas con ideas fijas se trasforman, de facto, en gente comprometida y hasta cierto punto peligrosa: un buen chiste político puede llegar a ser más efectivo que un editorial de La Prensa; la carga revulsiva de una broma es siempre más inquietante que una crítica sesuda, puesto que necesariamente reniega de la solemnidad para apoyarse en el ridículo. En SIETE DIAS, Quino le hace decir a Mafalda: "De carrocería y motor el país anda bien. ¡Lástima la palanca de cambios!". Y semanas después: "Yo no quiero a mi inflación, ¿y usted?". En La Codorniz, Chumy Chumez dibuja a dos señores siniestros, uno de les cuales pregunta: "¿Y si pusiéramos una fábrica de paraguas para lluvias radiactivas?". En Gente, Landrú propone esta duda: "¿Será cierto que una conocida firma de plaza estaría fabricando urnas de doble fondo, por si es necesario hacer fraude en las próximas elecciones?". En el New York Herald Tribune, el famoso Art Buchwald explica los pasos que debe seguir quien no quiera ser reclutado para pelear en Vietnam: "Notifique a la Junta de Reclutamiento que usted está preparado y que ansia ser inscrito en el próximo llamado. Probablemente trasladarán su caso al psiquiatra que corresponde a su distrito. Si el psiquiatra le pregunta por qué quiere ir a Vietnam, dígale que ése es su deber patriótico y que quiere proteger a su madre y a los millones de niños norteamericanos del fantasma del comunismo ateo. Sin duda lo declarará no apto, ya que cualquier persona que esté tan ansiosa por ingresar al ejército está loca de remate".
Buchwald es uno de los casos más notables dentro del conglomerado de humoristas especializados y comprometidos, ya que su pluma tiene tanta o más influencia que la de los columnistas serios, y sus artículos alcanzan difusión ecuménica (una excelente recopilación de sus tiras fue publicada en Argentina con el título de Hijos de la Gran Sociedad). Precisamente, es mérito de esta especie literaria que las ideas se difundan más velozmente y logren el más alto grado de penetración; y si no, ¿por qué los gobiernos totalitarios —celosos del orden establecido— procuran, de común, silenciar a los humoristas políticos, acusándolos de irrespetuosos y de promover el desacato? Desde luego, la irrespetuosidad es la esencia de la gracia, como bien lo demuestran Los Tres Chiflados cada vez que impregnan de chantilly las pantallas de la televisión; y en cuanto a que promueven el desacato también es muy cierto, pero es que como "todas las costumbres empezaron siendo vicios", según Séneca, si no fuera por los humoristas tal vez no se hubiese superado todavía más de un prejuicioso encasillamiento. Pero éstas deben ser burdas excusas, ya que históricamente los humoristas son —después de Armando Bo— las más grandes víctimas de la censura (ejercida, claro, en defensa de la moral y las buenas costumbres). Según Florencio - Piolín - de - Macramé -Escardó, "se llama censura a la espada armada de la moral; afilada en la piedra de la prudencia; y apoyada en el pedestal del bien público". Un arma que suele blandirse no bien algún imprudente decide ventilar temas tabúes: "De los que no conviene hablar —agrega Piolín—. Nadie sabe a quién no le conviene. Pero no conviene."
Quienes desoyen este consejo. pueden correr la suerte de un francés llamado Georges Wolinski, que ahora tiene 32 años y hace diez combatió en Argelia; en mayo del 68 se sintió tan conmovido por la rebelión estudiantil en París que empezó a garrapatear dibujos, embebidos de fuerte tonalidad política, y a enviarlos al diario Action, adherido a la causa rebelde. Ahora lleva publicados diez libros, escribió dos obras teatrales (que se representaron en Francia, Italia y Bélgica) y es redactor en jefe de tres publicaciones, entre ellas el mensuario Charlie, un órgano destinado a barrer tabúes y en el que cohabitan Charles Schulz (Peanuts), Max Fleischer (Betty Boop) y los dibujantes más desmesurados y crueles del planeta. Pero todos ellos responden a la concepción de Wolinski: "Soy un periodista que se expresa a través de dibujos y con la mentalidad del hombre de la calle. La gente de la calle es la protagonista de mis tiras; ella es la que habla. Por el contrario, los hombres públicos no me interesan. No me interesa el cretino que resulta elegido, sino los millones de cretinos que lo votaron". Merced a esta técnica, el ex soldado Wolinski es hoy un opulento hombre de negocios: sus dibujos florecen en multitud de campañas publicitarias y se enhebran, mediante diapositivas, con los strip-teases del cabaret Crazy Horse.
Si es cierto, entonces, que el humor que más se festeja —y el que recluta más fie les— es el que incide sobre los problemas que acosan al hombre, justo es pues admitir que entre sus cultores se destaquen los que acierten a tratar con vitriolo sus propias debilidades; esto es, los que mejor reflejen qué (les) está pasando, aun cuando no emitan juicio. Es el caso de un tal Mena, dibujante español consagrado a burlarse de los intelectuales y de los ricachos. Uno de sus chistes muestra a una anciana andrajosa pidiendo limosna a un transeúnte; el globo dice: "Por el amor de Dios, caballero, deme cien pesetas para comprarme Love Story".
Y en este aspecto, ninguna publicación ha conseguido interpretar tan bien el gusto de los masoquistas como el mensuario norteamericano Mad, que congrega a los más conspicuos humoristas con idea-fijas, presididos por Don Martin, ese genio del grotesco. Para su editor, Albert Feldstein, "no hay mediocridad humana que no merezca ser aporreada; es una manera de propender a la superación de la especie"; y tras esa consigna les toman el pelo a próceres, políticos y artistas, a la multitud de Babbitts que integran la masa de sus lectores e inclusive a los humoristas. No hace mucho clavó sus cerbatanas en la nuca de un escritor ramplón y fabulero, quien acudía a personajes célebres para adulterar su historia y convertirla en pockets de rápido consumo. Mad imaginó que ese chapucero convertiría la vida de Albert Einstein bajo el título Pasiones universitarias; en la tapa, cinco espléndidas muchachas rodean al sabio y un texto advierte que se trata de "la sensacional historia de una ciudad universitaria en plena efervescencia, donde todas las esperanzas y las envidias giran alrededor de un extranjero enigmático. ¿Qué extraña atracción ejercía este hombre en las alumnas de ojos apasionados que sólo tenían la cuarta parte de su edad?". Parodiando al biógrafo, la revista ofrece este diálogo entre Einstein y una de sus admiradoras:
—Querida —le dijo, acariciándole la mejilla con su mano llena de callos por el uso abusivo de la regla de cálculo—, ¿te gusta mi teoría de la relatividad?
—¡Oh, Albert, Atbert! ¡Me encanta!
Él la estrechó contra su pecho (marcado con cicatrices ocasionadas por quemaduras de mechero Bunsen) y buscó con avidez sus labios rojos y provocativos. Los encontró.
—De modo que te gusta mi teoría ... —insistió, mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
—¡Albert! ¡Qué adorable y loco físico-matemático eres! ¡Sabes muy bien que me fascina!
Desde luego, este tipo de gracias no se publican en la Argentina, en donde las solemnidades constriñen a los humoristas capaces de rescatar de la clandestinidad a la burla comprometida. Se supone que la burla comprometida deviene en urticaria y que a nadie le gusta imaginar a próceros, políticos y artistas, y a los señores gordos, rascándose a más no poder. ¡A dónde irían a parar la moral y las buenas costumbres, y el respeto que merece el fulano de al lado, o el de arriba!
En la Argentina, la mayoría de los chistosos profesionales perseveran en la generalidad anodina, y por eso languidecen revistas como Patoruzú o Rico Tipo, originariamente concebidas para divertir a un público adulto; en todo caso, más elocuente resulta el ejemplo de Tía Vicenta, clausurada bajo el mandato de Juan Carlos Onganía por haber incurrido en un espantoso exceso de irreverencia. Tácitamente —y a veces no tanto— conminados a no atentar contra el lustre de los valores establecidos, los humoristas argentinos optan por asociarse a ideas fijas que impliquen un relativo compromiso. Pero como dice Mad (y a propósito del lustre), "en los tiempos que corren, todo lo que brilla probablemente sea radiactivo".
El finado Guillermo Divito aceptaría de buena gana este aserto, puesto que su Doctor Merengue abrió un nuevo campo en el área de la desmitificación a través del humor; fue uno de los precursores del desprejuicio y la autocrítica, al punto de establecer pautas de conducta hasta entonces inéditas: con modestia, y aun antes que Playboy, se permitió la osadía de demostrar —hace treinta años— que la picaresca sexual podía insertarse en el ámbito doméstico, sin muchos rubores y al módico precio de renegar de la mojigatería. "Día llegará —escribió Divito en aquel entonces— en que el beso entre un hombre y una mujer deje de ser una prueba de amor para convertirse en un intercambio de ideas."
En el fondo, lo que pasa es que resulta difícil advertir que detrás de un humorista obsesivo hay un observador doliente capaz de pulsar la sonrisa como si fuera un bisturí, con medios tan cruentos y fines tan loables como los que persigue un cirujano. Divito y la pléyade de humoristas argentinos que practicaron incisiones profundas demostraron la vigencia vernácula del axioma propuesto al principio: Sonrío, luego pienso. Y por si fuera poco, ahí está Wimpi (el uruguayo Arthur García Núñez, fallecido en 1956) para garantizar que todo esto merecía ser dicho alguna vez: "El cómico, al reír se burla; el satírico, al reír se venga; el humorista, al sonreír se compadece. Es el único que mantiene intacta, adentro, la gracia de una ternura ... No ríe, como el cómico, del aspecto que él no querría tener. No ríe, como el resentido, de lo que tiene otro y sólo porque él no lo tiene. Ríe, antes bien, de un disfraz bajo el cual su simpatía descubre la forma pura. El disfraz que suele ponerse el tipo cuando, inadvirtiendo la importancia que le ha sido concedida, quiere inventarse otra y queda pagando".
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Recuadro
Acción de gracia
Todo parece indicar que, en la Argentinas, cuatro esferas monopolizan la atención de sus mejores humoristas: la política, la familia, el trabajo y el esnobismo. Todas ellas constituyen rebosantes fuentes de inspiración para consumar la caricatura más ajustada, la reflexión más incisiva sobre una realidad perfectamente tangible. Desde hace ya varios años, los arquetipos "in" de Landrú revelan (y hasta llegaron a imponer) los tics de cierto sector de la sociedad local; Mafalda y toda la troupe imaginada por Quino se encargan, a su vez, de dinamitar tabúes hogareños, infiltrarse en los flancos más débiles de la clase media argentina; las caricaturas políticas de Flax, los laberintos ejecutivológicos de Miguel Brascó y las mordaces parodias antiburocratizantes de Jordán de la Cazuela completan ese cuadro. A todos ellos entrevistó SIETE DIAS para determinar los puntos de partida de su humor, reflejar sus opiniones sobre este metier y hacerles confesar cuál es la idea fija que los obsesiona.

JOAQUIN LAVADO (QUINO): "Como todos mis colegas, leo los diarios, las revistas, veo televisión... Allí nacen las ideas. A esas fuentes de información les sumo la sección Correo de los lectores de varias publicaciones. Me permiten conocer los problemas de toda la gente (sobre todo, de las amas de casa), las vicisitudes casi todas económicas o de índole familiar) que padecen para mantener la armonía hogareña. Claro que la idea no es todo: hay que darle forma. Yo, por ejemplo, puedo completar una sola por día; a veces, hasta me llevo un pequeño tablero de dibujo a la cama para intentar bocetos mientras —es un decir— descanso. Es que ya no se trata de agarrar un lápiz y garabatear cualquier cosa; en los últimos años, el humor sufrió un proceso de intelectualización; poco a poco se fue abandonando el chiste directo, fácil, para entrar más en la sutileza. Es que el público se ha ido modificando, vive más en la conflictuada realidad de su tiempo y necesita del humorismo para enjuiciar los aspectos irritantes de la humanidad. Creo que nuestro trabajo sirve nada más que para eso: como válvula de escape; no se me ocurriría pensar que, por ejemplo, a través de sutilezas un humorista logre voltear un gobierno; ni aquí, ni en ninguna parte del mundo, porque yo no creo que exista un humor estrictamente nacional. Para mí, el humor es universal; por supuesto que adecuado a las circunstancias de cada lugar, a la idiosincrasia de cada pueblo. Mi caso así lo demuestra: yo recibo toda la influencia del norteamericano Schulz (autor de la serie Peanuts), aunque tal vez un poco impuesto por las circunstancias: Mafalda no es, en esencia, una idea mía, sino que me pidieron una tira que se asemejara a la de Schulz. Si bien admito que estoy influenciado por ese dibujante, no dejo de reconocer que hay muchos colegas argentinos que le dieron el gran manijazo al humor nacional; tal vez el más representativo sea Lino Palacio. Obviamente, no todas son influencias; como ser humano, yo también tengo mi idea fija: el sometimiento del débil por el fuerte, algo que me obsesiona, tal vez desde que veo tantas injusticias. Por ejemplo: Estados Unidos versus Vietnam".

LINO PALACIO (FLAX): "Hacer un dibujo no lleva demasiado tiempo; desarrollarlo, decir lo que se pretende por medio de él, puede insumir días y varios bocetos en el canasto de los desperdicios. Pero esto no es nuevo. A partir de la Segunda Guerra Mundial, el humor argentino fue perdiendo ingenuidad, se convirtió en algo más elaborado; al revés de lo que se observa en los humoristas americanos e incluso europeos. Ellos con un pequeño grafismo (puede ser el globo terráqueo aplastando a un presidente) se conforman para demostrar la situación del país. Con respecto a esto último, en países donde impera la censura política, el humor es una válvula de escape; es más, una forma para derribar gobiernos. En mi caso particular, creo que he colaborado en el derrocamiento de varios presidentes. Pero, atención, ésta no ha sido mi única contribución al humor: Landrú y Quino, por sólo citar algunos nombres, fueron descubiertos por mi; tal vez por eso, sin falsa modestia, me considero el padre de esta revolución humorística que ha sufrido la Argentina en los últimos 20 años. En ese lapso, mi idea fija fue ésta: consumar siempre caricaturas políticas criticas, las únicas efectivas. El humorista oficialista o que se autocensura no sirve".

JUAN CARLOS COLOMBRES (LANDRU): "Con todos los periódicos del día y las revistas de actualidad depositadas en el solárium de mi estudio, que mira al Círculo Militar, soy capaz de completar ocho ideas por día. Algo que, naturalmente, requiere mucha práctica en el manejo de la actualidad Esa virtud la adquirí en el diario El Mundo. Luego, en 1957, cuando lancé Tía Vicenta, pude realizar todo lo que me interesaba: el humor del absurdo, el que sirve para humanizar a los personajes, para orientarlos (a través de la exageración de sus condiciones), nunca para corregirlos. Creo, sin vanagloriarme, que soy uno de los pioneros del humorismo nacional; una totalidad que yo divido en dos grupos: el humorismo estrictamente porteño (Divito fue su expresión suprema) y el político. Este último, lógicamente, preocupó notablemente a los gobernantes de turno. Les llevó tiempo comprender que, aun a riesgo de que se erosione su autoridad, es preferible permitir que la gente suelte la risa que obligarlos a acumular tensiones. Por otra parte, quienes impusieron censura a los humoristas fracasaron estrepitosamente: los chistes clandestinos se convirtieron en armas más mortíferas. Volviendo al presente, no podría decir cuál fue mi idea fija, pero sí cuál es en 1971: volver a editar Tía Vicenta; fíjese si tendrá vigencia esta idea que la tapa del primer número sigue resumiendo (mejor que cualquier otra) no sólo mi concepción del humor, sino el sentir del pueblo argentino. En ella se veía a numerosos generales formando fila; uno de ellos, recién llegado, se acercaba al último y le preguntaba: "¿Esta es la cola para hacer revoluciones?".

PEDRO PERNÍAS (JORDAN DE LA CAZUELA): "En los últimos años, el humor bien actualizado, informado, está en permanente evolución. Esto se debe, en primer lugar, a que también evolucionaron todos los medios de expresión. Hace diez años, las actuales tendencias habrían resultado insólitas, irreverentes. Es que el humor es algo muy parecido a la poesía; debe servir para hacer reír teniendo, en el fondo, una orientación didáctica, correctiva. No por eso, naturalmente, debe exhibir un sentido docente, pero puede servir, a los políticos sobre todo, para hacerlos cambiar, para hacerles conocer cosas que el público no puede expresar. Nuestro humor (que no reconoce ningún tipo de influencia foránea, que es netamente nacional, vertido a través del lenguaje criollo) tiene muchas posibilidades en ese aspecto. En mi caso particular, exploto una faceta muy poco utilizada hasta ahora, los dichos paisanos, volcados a una cosa moderna. Soy un convencido da que el fuerte del humor argentino en la tradición vernácula. No por eso se deben dejar de lado otras formas, estilos, enfoques: el humor, cuando es bueno, no decae, lo que muere es lo malo. Por eso practico la autocensura: evito escribir cosas que, aunque causen hilaridad, puedan parecerme groseras. Para mí, el buen gusto y el estilo deben imperar siempre en esta actividad. Será tal vez por eso que mi idea fija es contar cosas graciosas, desplegarlas libremente sin violar jamás ese principio."

MIGUEL BRASCO: "A partir de Macedonio Fernández, padre de los escritores humorísticos argentinos, esta disciplina —a nivel local— se intelectualizó. Así fue evolucionando hasta desembocar en lo que podría llamarse la consolidación del humor nacional: Tía Vicenta. Esa revista marcó nuestras características, las que, comparadas con las de otros pueblos latinoamericanos, revela más ingenio, menos grosería. Tiene connotaciones británicas, aunque, creo, de pura casualidad. Se trata de un humor casi metafísico —como lo definió Macedonio— que no tiene absolutamente nada que ver con la comicidad, a pesar de que ambos desemboquen en el mismo producto final: la risa. En esencia, los humoristas —no los cómicos— son catequizadores subrepticios que han tratado siempre de modificar ciertos aspectos de la existencia. Últimamente se observa un avance del humorismo por sobre la comicidad. Ojo que esto no quiere decir que una cosa sea mejor que la otra. Ocurre que los problemas que estamos padeciendo —no solamente los argentinos, sino la humanidad toda— determinan que el público prefiera los chistes mas comprometidos con la actualidad, los que se identifican con todos esos problemas. En todo esto no hay ideas fijas que valgan, al menos en mi caso. Yo me manejo dentro de un universo propio, desde donde trato de hacer humor de lo nacional: el hecho de que los ejecutivos argentinos hayan pagado más de una vez los platos rotos no constituye una idea fija; es pura casualidad, lo juro"

Revista Siete Días Ilustrados
08/11/1971

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