Vital, espontáneo,
abrumador, Antonio Mongiello Ricci es uno de esos
personajes que pueden definirse cabalmente por la
profesión y el seudónimo que han elegido: él es un
humorista gráfico llamado Napoleón y eso -a pesar
de lo escueto- es algo más que un par de datos.
Porque en su caso, ser un humorista gráfico
significa seleccionar una óptica para deformar la
realidad y acercarse, entonces, a pequeños dramas
cotidianos que lo agobian y que no podría afrontar
sin ese necesario, particular enfoque. Y elegir el
nombre de Napoleón -un apodo que usan a diario sus
amigos, su mujer-implica, también, otra elección:
asumir "el corso a contramano que todos tenemos en
el bocho -son sus palabras-y del que nadie se
salva".
Sin embargo, a
Napoleón no le fue fácil encontrar el camino que
ahora transita con comodidad: hijo de una familia
pequeño-burguesa que esperaba convertirlo en un
industrial o en un comerciante próspero, decidió,
a los 16 años, abandonar Rosario -su ciudad natal,
en la que ahora vive con su mujer y sus dos hijos-
y probar fortuna en Buenos Aires como artista
plástico. Así, enamorado de la pintura, desechó
durante muchos años al humorismo, considerándolo
una tarea menor, poco digna, que cada tanto le
permitía "ganar unos pesitos, para ir tirando". En
esas condiciones publicó en Tía Vicenta, Leoplán,
Adán, La Hipotenusa y Gregorio, hasta que en 1965
viajó a París, donde vivió un año junto a su
mujer, becada por el Fondo Nacional de las Artes.
Esa circunstancia
apresuró un proceso que ya se iba dando en
Napoleón: comprender que él era, antes que un
plástico, un humorista gráfico. Poco a poco
abandonó su platónico amor por la pintura, "una
pasión delirante -define ahora- que me hacía poner
en un pedestal un arte que me costaba, que no me
salía con facilidad", y se dedicó de lleno al
dibujo. Volvió a la Argentina, abandonó sus años
de bohemia y comenzó a publicar en Hortensia, el
matutino Noticias y el mensuario Satiricón, tres
medios para los que ahora continúa dibujando.
Precisamente, con los mejores trabajos
confeccionados para esas publicaciones acaba de
editar un libro -Tutti Fruti- que lo ubica -a los
32 años- en la nueva generación de talentosos,
brillantes dibujantes que han impulsado el boom
del humor en la Argentina.
"EL MUNDO ES FEO"
-¿Por qué tus dibujos
son tan agresivos y sus personajes tan feos?
-Yo creo que no todos
son feos; algunas de mis criaturas son muy
dulces; otras, claro,
tienen que ser feas porque están metidas en una
situación fea. Yo dibujo la violencia cotidiana,
la castración de los tipos bombardeados por la
publicidad, por el sexo. Exagero esas situaciones,
busco lo grotesco y, lógicamente, aparecen viejas
pintarrajeadas que por lo que dicen no pueden ser
lindas.
-¿Vos sos como esos
personajes?
-Bueno, yo no los veo
de afuera. Mi mundo, el mundo que me rodea, en el
cual estamos todos metidos y del cual yo también
soy parte, es el mundo que dibujo. Y ese mundo, o
mejor dicho este mundo, es feo, está en crisis.
-¿No es una visión muy
pesimista?
-Tal vez. Pero es
real. Sucede que yo soy un tipo bastante ácido,
muy agresivo en la vida cotidiana. No por querer
serlo, sino porque no me puedo callar las cosas. A
veces esa modalidad de mi carácter les resulta
divertida a algunos amigos que ya me conocen y me
aguantan. Por eso soy un tipo divertido para mucha
gente. Yo, sin embargo, sé que no soy chistoso.
Jamás puedo contar un cuento gracioso: no me los
acuerdo nunca, y si por casualidad narro alguno,
son tan bofe que todos se quedan mirándome
esperando el final después que lo terminé. No hago
reír ni al gordo Porcel, que tiene la risa fácil.
-Si todos tus chistes
tienen que ver con situaciones concretas, debés
pasarte mucho tiempo en la calle, buscando temas.
-Yo me paso horas
bolicheando; eso me encanta, pero no porque busque
temas, eso sale solo. Lo que pasa es que una de
mis grandes pasiones es andar por ahí al cohete,
juntarme con amigos, charlar sobre libros o arte.
-¿Un intelectual?
-No, no me gusta
demasiado el fútbol, por ejemplo, por eso dije
charlar sobre libros o arte. Lo que pasa es que en
Rosario la vida es muy piola, más tranquila. Yo me
levanto a las 10 y me tomo unos mates, porque soy
un enloquecido de los mates, salgo al balcón, me
doy un paseíto y jorobo un rato hasta la hora de
almorzar. Después voy a buscar a los pibes al
colegio, o
me duermo una siesta o
me voy al Odeón, un boliche de Rosario en el que
se junta gente amiga. Todo despacito, sin matarme.
Por ahí me agarra la loca, me encierro y en un par
de días saco un montón de chistes: soy muy
desprolijo para trabajar. En La Chicago Argentina,
como dicen los periodistas del lugar común, yo me
puedo dar todos esos lujos y además mantener a mi
mujer, a los dos pibes, a la casa, al auto, a la
sirvienta, al perro y al loro ganando menos de un
palo por mes. En Buenos Aires eso sería imposible.
-Pero tuviste otras
épocas más bohemias...
-Claro, en Buenos
Aires, cuando recién llegué, vivía con Hugo Pratt,
el dibujante de historietas, y otra gente del
ambiente periodístico en el Hotel Suizo, un bulín
de Belgrano al que le decían el Hotel Melancólico.
Flotaba un aire muy melancólico, claro, pero no sé
si era por una actitud existencial o por el hambre
que pasábamos. Había una pobreza franciscana,
repartíamos el pan y el vino, que por suerte era
mucho, porque los dueños eran unos famosos
bodegueros mendocinos que tenían el sótano repleto
de botellas. Por ahí no comíamos, pero chupar sí
que chupábamos...
-¿Y en París?
-Nos las rebuscábamos.
Un día salimos a vender algunos dibujítos míos y
otros de mi mujer, que también pinta. Llegamos
cerca del Louvre y pusimos unas cuerditas de las
que colgamos nuestras cosas. Al rato habíamos
vendido una barbaridad: ¡más de 70 francos en un
día, en una época en que con 7 comíamos pipones!
Con la flaca ya nos creíamos salvados. Al otro día
volvimos al Louvre, pusimos las cuerditas... y en
dos minutos cayó la cana, dispuesta a encerrarnos
para toda la vida, porque en esa zona estaba
requeteprohibido vender nada. Después de las
explicaciones del caso nos mandaron al Barrio
Latino, y ahí nos pasamos semanas enteras sin
vender.
-De todas maneras
habrá sido una buena experiencia.
-Claro, justamente
ahí, vendiendo dibujitos junto a otros 894 mil
tipos, nos encontramos con Mordillo, que por esa
época no era el famoso humorista que es hoy y
andaba sin trabajo. Tuvimos la idea de hacer unas
tarjetas postales juntos, las llevamos a varios
lugares y, por supuesto, lo aceptaron a él
inmediatamente y a mí me echaron a patadas. No me
voy a olvidar nunca del porqué: decían que mis
personajes tenían dientes y que eso es muy feo, de
muy mal gusto.
LOS AMIGOS, UNA
FORTUNA
-Así cómo conociste a
Mordillo habrás podido tener contactos con otros
humoristas importantes.
-Sí, el más admirado
por mí fue Siné, con quien me pasó algo increíble.
Resulta que yo quería conocerlo a toda costa, así
que me gestionaron una entrevista y allá me fui
con mi mujer para que me hiciera de intérprete
porque yo, Mongiello Ricci al fin, podía
arreglármelas con el italiano, pero con el francés
iba muerto. Bueno, nos sentamos un rato, yo le
pregunto algo, mi mujer lo traduce, él contesta,
mi mujer vuelve a traducir..., en fin, como dos
horas así. La verdad es que era interesante, pero
un poco pesado por la incomodidad del idioma. De
pronto sale el tema
de la política y
entonces él me cuenta que había realizado un largo
viaje a Cuba, junto a Sartre y Cortázar, y que a
consecuencia de eso había aprendido muy bien el
castellano. ¡Cosa de locos!, más de dos horas
hablando en francés y él sabía al pelo el español.
Todavía no entiendo si me estuvo tomando el pelo o
qué, pero fue algo verdaderamente surrealista, y
por fortuna quedamos muy amigos.
-Hay bastantes cosas
surrealistas en vos.
-Por supuesto; por
ejemplo mi pasión por los tipos que tienen la sien
extrema.
-¿La sien extrema?
-Claro, en Rosario,
como en todas las ciudades, hay muchos locos
lindos, marginados, que se encuentran en el centro
y que a mí me apasionan. Tengo carpetas con
recuerdos de ellos, pavaditas que colecciono
porque me interesan los personajes. Yo digo que
tienen la sien extrema porque están más acá de la
locura total de los alienados.
-¿Quiénes son esos
personajes?
-Tal vez el más
conocido en Rosario sea José Dante Carbone, un
tipo bastante influyente y que tenía guita, a
punto tal que sacaba un diario dedicado a sí mismo
que se llamaba Crónica de Dante Carbone.
-¿Y qué cosas hizo?
-Entre otras muchas
fundó el PCI, Partido de los Contribuyentes
Independientes, cuya plataforma política
auspiciaba la inmediata reapertura de las casas
públicas bajo el nombre de casas para el deporte
humano y la gimnasia espiritual y la expropiación
del Paraná para su súbita pavimentación para dar
alojamiento a los ranchos criollos.
-¿Y hay muchos como
él?
-Varios más. El poeta
Aragón, por ejemplo, a quien llaman 100 novias. Es
un viejito de unos 87 años que, según cuenta, en
su juventud tuvo 100 novias en un solo año, pero
después se cansó de las mujeres y no tuvo nunca
ninguna más. Es petisito, chiquito, simpático, y
todos los años se postula como rey del carnaval,
haya o no corso, vestido con una capa roja y una
espada plateada. También está Del Río, un ex
campeón de box al que le gusta mucho el fútbol,
juega de arquero y al que le llega a meter un gol
lo faja. Un día le pedí que me enseñara algo de
boxeo y me llevó a la casa: el dormitorio era todo
blanco con unas líneas negras pintadas en la
pared: era un ring y esas líneas de alquitrán
hadan de sogas. Me dijo ponete los guantes, pibe,
y apenas me los calcé me entró a dar. ¡Me fajó de
tal manera que yo me decidí a abandonar para
siempre el boxeo!
-¿Por qué elegiste el
seudónimo de Napoleón?
-Un poco por
vergüenza; me daba no sé qué firmar los dibujos
como Mongiello Ricci. ¡Yo que había realizado
varias exposiciones, que creía en la pintura como
forma superior del arte, que obtuve el segundo
premio Braque en la Argentina! Ahora, con el
tiempo, creo que eso era una estupidez, pero en
ese momento quise elegir un seudónimo y me gustó
el de Napoleón. Entre otras cosas, porque Napoleón
era un tipo que tenía un corso a contramano, como
yo, como todos. Creo que con todo lo que pasa en
el mundo el que no tiene un corso a contramano es
porque se engaña a sí mismo o es un cínico. ¿Quién
puede estar conforme en estos momentos?
-Recién dijiste que te
daba vergüenza usar tu nombre; ¿sos tímido?
-No, para nada. Ahora
la única vergüenza que me queda es la de haber
nacido en Rosario, una ciudad de paso. En pleno
centro hay un cartel que dice Venga, cene y siga.
Creo que eso la define por completo, aunque les
duela a los rosarinos y parezca agresivo, pero es
la verdad.
-¿Te asusta decir la
verdad?
-De ninguna manera, si
fuera así no podría dibujar, o al menos no me
animaría a publicar. Porque creo que en mis
chistes, detrás del grotesco, de la exageración,
de la cosa que hace sonreír, está, por sobre todo,
la verdad de ese drama cotidiano que es vivir.
Rodolfo Andrés
Revista Siete Días
Ilustrados
02.09.1974
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