Revista Periscopio
18.08.1970 |
Okey. Finish, finish! Outside, outside!
Tenso, crispado, revolviéndose en la silla, Robert James Fischer,
27, uno de los ajedrecistas más talentosos del mundo, exigía que los
cuatro fotógrafos desaparecieran de su vista. Cada sonido del
disparador lo había hecho contraer como si una bala entrara en su
cuerpo.
Está en el subsuelo de su hotel, frente a dos personas: una joven
traductora y un periodista. ¿Por qué aceptó recibirlos, si todos
dicen que es un huraño incorregible? Él lo sabe. ¿Lo entenderán
ellos dos?
Ahora está sobre el escenario de la sala Juan Aurelio Casacuberta,
en el teatro General San Martín, donde juega el Segundo Torneo
Internacional Ciudad de Buenos Aires. El saco largo, con abertura
central; los pantalones, también largos, se arrugan al caer sobre
los mocasines; la corbata oscura y fina es sostenida por una traba
dorada, con la imagen de un caballo ajedrecístico. Debe jugar su
rival. Fischer se para; entierra las manos en los bolsillos
—sesgados, en la parte delantera— del pantalón y arranca con esos
trancos largos y acolchados. Parece un cowboy de medianoche.
Generalmente, llega al tablero de la extrema izquierda. Mira el
juego. La intención de cronometrarle el tiempo que allí lo detiene,
no alcanzó a registrar más de un segundo. Se vuelve y va hacia la
otra punta. Allí, la misma vertiginosa ceremonia. Todo no ha durado
sino ocho segundos: ya se tumbó en su asiento, frente a rival que
está sufriendo sus matemáticas precisiones.
Un mozo de guantes blancos, sigiloso como un ciervo, le acerca un
plato con sandwiches de miga, un vaso de agua, otro de leche. Devora
aquéllos con la ortodoxia de un troglodita: mastica con furia,
empuja con los dedos el excedente de sus mordiscos.
—Me levanto para ver las otras partidas. Sólo para tener una
opinión. Para eso no necesito más tiempo. Siempre como y tomo más o
menos lo mismo, mientras juego.
—¿Por qué toma leche?
—Porque me gusta.
Esos ojos claros, nada serenos, de un dulce mirar nunca serán
alabados: si miran, miran airados. La nariz es grande. El cutis,
blanco, salpicado por acné y lunares. La cara —angulosa años atrás—
se ha redondeado algo, y remata con pelo rubio, corto.
—Nací en Chicago, el 9 de marzo de 1943. Ahora vivo en Los Ángeles,
solo. Estudio en casa. Tengo un tablero. Conozco las aperturas
tradicionales, y trato de encontrar variantes mejores. Estudiando,
descubro jugadas. Estudio cuando tengo ganas. Oiga, ¿va a durar
mucho esto? ¡Ah!, diez minutos. Bueno, diez minutos sí.
Samuel Schweber había tratado de convencerlo con enfática
insistencia: "Tenés que hacerlo, Bobby. Solamente unas preguntas y
unas fotos. ¡Oh, bueno!, hacé como quieras... pero yo creo que
tendrías que recibirlo: no te cuesta nada, y al ajedrez argentino lo
va a ayudar esa nota". Continuaba negándose, cuando a Schweber se le
ocurrió: "¿Y por qué no espera a que juegue con Najdorf? Esa partida
lo debe tener preocupado, aunque ya le ganó antes. Si le vuelve a
ganar el martes, va a estar contento y más dispuesto a charlar".
Ingenua deducción la del amable Schweber. El primer encuentro con
Fischer, concretado el lunes 27 de julio último, incluyó este
diálogo:
—¿Le inquieta la partida de mañana, con Najdorf?
—Mañana no juego con Najdorf.
—¿Cómo no?
—No, me toca jugar con Gheorghiu.
¿Cómo dudar de su palabra?: era su problema, y el más inmediato. Sin
embargo, al día siguiente se sentó frente a Najdorf. Veinte horas
antes, ignoraba al rival que logró arrancarle el primer medio punto
en el certamen.
El miércoles 29, ya con Florín Gheorghiu por delante, destrozó la
defensa del rumano. Firmó la planilla y desapareció. Cincuenta
minutos más tarde, cuando el argentino Agdamus y el soviético
Smyslov concluían en tablas su partida, Fischer reapareció por una
de las entradas. Allá arriba, con sus jóvenes admiradores detrás,
parecía Butch Cassidy escoltado por su pandilla. Le propusieron
continuar la suspendida con el yugoslavo Mato Dajmanovic; aceptó,
bajando las escaleras a los saltos. Sobre el escenario, ya
impaciente, soportó una broma del maestro Pilnik y le preguntó,
ansioso: "Where is Dajmanovic? Where is Dajmanovic?". Antes de
jugar, en la movida 57, miró al reloj y llamó al encargado de la
mesa de control. Le trajeron el sobre donde constaba el tiempo
utilizado por ambos ajedrecistas; al leer, estiró su labio inferior
y subió las cejas. Cuando iba a realizar la movida 72, el murmullo
que provocaban setenta y dos varones y una mujer, le hizo quejarse.
La posición de las piezas no permitía aguardar sino tablas, pero
Fischer puso en marcha a sus neuronas, y su cerebro se adelantó al
tablero. Cuando Dajmanovic se encontró con el hecho consumado, ya
era tarde para él: en cincuenta y nueve minutos, Fischer había
conseguido un tiempo, el suficiente para que nada tuviese remedio.
—Mi hermana me enseñó a mover las piezas. Sí, hubo un hombre que fue
mi maestro. Se llama Carmine Nigro. ¡Claro que vive!: en Brooklyn, y
sigue jugando.
—Bueno, eso ,en sus comienzos. Pero, desde que usted es jugador de
primera línea, ¿hay alguien de quien haya aprendido algo?
—Siempre se aprende de todos un poco. De algunos, más. Hay varios.
—Déme un nombre, aunque más no sea.
—Hablemos de otra cosa.
—Su juego, ¿es algo que debe aceptarse como el producto de una línea
genial, irregular, brillante o va a dejar precedentes perdurables,
nuevas estructuras, en el ajedrez?
—No sé. Creo que algo va a quedar; no sé. ¿Qué importa eso?
Ni hablar de su familia, de cuántos trajes tiene. Entiende el
castellano lo suficiente como para adelantarse a la traducción, y
amenazar: "Esas preguntas no. ¿eh?". Y, sin embargo, esta chica y
este tipo que tiene frente a sí no le resultan del todo
desagradables. Parecería que son capaces de estar junto a él sin
agredirlo con esa curiosidad insoportable que, en todas partes, lo
vivisecciona como a un bicho raro. Y esas notas periodísticas en las
que lo atacan, se burlan de él sin conocerlo. Tampoco él deja que lo
conozcan, es cierto, pero ¿habrá alguien en el mundo capaz de
quererlo sin importarle el genio, el niño prodigio, el enfant
terrible? ¿Alguien que se acerque a Robert James Fischer, un hombre
de 27 años que no eligió sus problemas de familia, ni su
inteligencia superior? ¿Tendrá alguien la bondad de entenderlo
alguna vez?
—No, no estoy preocupado por Najdorf. Querría ganarle, claro. Yo
siempre quiero ganar.
—¿Siempre con el mismo interés?
—No, hay rivales que son excitantes.
—¿Quiénes?
—Los rusos, Larsen...
Cada pieza que mueve es como un silencioso cañonazo sobre las filas
del adversario. Es más agresivo jugando que hablando. El argentino
Oscar Panno, un ajedrecista de predicamento mundial, fue arrasado,
el viernes 30: apremiado por el tiempo, presa de un brutal ataque,
juega casi a ritmo de pingpong. Fischer le contesta sin pausas, tan
seguro está del remate. Panno le tiende la mano dos jugadas antes
del mate. La sala atruena en aplausos. Bobby luce satisfecho. Viste
traje azul marino, zapatos brillantes. Sonríe, se para, comenta algo
con Panno, lo invita a estudiar la partida en la sala de maestros.
Son las 22.58, treinta y seis jugadas, tarea cumplida. Cruza medio
escenario, con Panno a la rastra. Desaparece, con ese apuro que
puede estar ocasionado por su ansiedad, por sus nervios, por las
largas piernas, o por las tres cosas. Ya no se lo verá más, como a
los otros maestros, acostumbrados a pasearse o conversar en la sala,
hasta que la ronda termine. El show de Bobby, esa transmisión
intangible, seca, se desvaneció.
—No, no: no hago nada. Ni hobbies, ni otras ocupaciones. Solamente
juego al ajedrez. Soy un profesional.
GENIO ULTIMO MODELO
"Es un genio", dicen los que, con eso, explican todo lo que no
pueden explicarse de Fischer. ¿Y qué es ser un genio? Quizá realizar
intrincadísimas combinaciones con los trebejos, para desembocar en
inimaginables resulta-
dos. Fischer exime de rompecabezas a los analistas. Es pasmosamente
simple, recto, lógico. Apoya una pieza en un casillero, y cabe
reconocer que esa era, no otra, la jugada. El único respiro de sus
rivales ocurre en las primeras movidas, cuando se urden aperturas
convencionales, si es que Bobby no decide arremeter con variantes
que sólo él conoce. Ya planteada la partida, atropella, ahoga a su
contrario con una ofensiva implacable.
—¿Cómo se siente, con respecto al resto del mundo?
—No me interesa contestar a esa pregunta.
—¿Y respecto a los demás jugadores de ajedrez?
—Soy el mejor, jugando un match contra cualquiera.
—¿Contra cualquiera?
—Sí, ¿no oyó? Pero con una condición: las tablas no cuentan. Siempre
que se juegue a ganar o perder, el mejor del mundo soy yo.
Luego de varias partidas, Fischer permitió descifrar algunas
características. Posee una prospección admirable. Su tendencia es
obtener rápidas ventajas y liberar al tablero de piezas, mediante
cambios forzados, para arribar a situaciones en las que su
superioridad es inaguantable. Necesita pocos minutos para optar, lo
que introduce factores psicológicos y temporales en su favor. Si
encuentra alguna dificultad o una oposición exagerada, apoya los
codos en la mesa, hace un hueco con sus manos y mete la cabeza en
él; está tramando el tiro de gracia; cuando vuelve a jugar, ya lo
sabe todo: ha calculado lo que vendrá, podría escribir en la
planilla sus movidas y las del hombre que tiene enfrente. Entonces,
no da cuartel: la secuencia concluye con esa mano que se le tiende,
señal de rendición.
CUENTAME TU VIDA
—¿Es cierto que usted es un tipo caprichoso, soberbio?
—No sé. Y no insista con esas preguntas. Oiga, ¿por qué no
terminamos con esto? ¿Cuánto tiempo dijo usted? ¿Diez minutos?
Bueno...
—Un momento. Antes de irnos, cuénteme la verdad: ¿qué iluminación
pidió para la sala donde se juega el torneo?
—¿Usted también está preocupado por eso? Exigí luz indirecta,
fosforescente. Brillante, pero suave. Es lo que se necesita para
poder jugar cómodo. Todavía no es satisfactoria. Dicen que están
tratando de corregir los defectos que tiene.
—¿Cuánto dinero le pagan por participar?
—Pregúntele a los organizadores: no sé. Bueno, sí sé, pero tal vez
ellos no lo quieran decir.
—Ahora que se fueron los fotógrafos, ¿nunca se ríe usted?
—Heah. ..
—¿Por qué no quiere hablar de usted? ¿A qué le tiene miedo?
—A la gente le gusta escuchar o leer esas tonterías, pero yo no
tengo ningún interés en decirlas.
El lunes 3, le llegó el turno a Héctor Rosetto. Con las blancas,
Bobby
empleó una apertura española. En la jugada número veinte, Rosetto
entregó un peón, "sin fundamento, con ciertas pretensiones de
dominio en la columna alfil dama que no resistieron el análisis de
Fischer, quien, con sencillez, halló el sistema adecuado para
refutar la intención", juzgó el eminente maestro Julio Bolbochán.
Una delgada y alta jovencita de pantalones, mezclada con el público,
observaba el juego. Fischer inició su meditación, la trascendental,
pausa que aprovechó Héctor Rosetto para abandonar la mesa y
acercarse a la baranda; cuando la jovencita, su hija, se le acercó,
entablaron una sonriente conversación mientras papá Rosetto la
abrazaba. Poco duró el exceso: un tick anunció que Fischer había
apretado el botón de su reloj. Los funerales del veterano
ajedrecista iniciaban su impaciente rito. Rosetto trepó, sin
demasiado garbo, con mucho apuro, los escalones. Se sentó y Fischer
le echó una fugaz mirada: una más de las muchas con las que pareció
intrigarse por la inopinada resistencia que encontraba. Pero ya no
cabían dudas, alarmas, extrañezas. Bobby se paseó por otros
tableros, engulló unos sandwiches, se impacientó: él sabía que todo
estaba definido, aunque faltasen once movimientos. Se echó para
atrás, apoyando la silla en las dos patas traseras. Ni bien jugaba
el argentino, respondía. Repentinamente, se encontró con la mano de
Rosetto.
—¿Dónde puedo conseguir un guía?
—¿Para qué?
—Para conocer a Buenos Aires.
—Pero ¿a esta hora? Son las diez de la noche...
—Sí, ¿dónde hay un guía?
—Y... no: ahora, en ningún lado. La semana próxima podemos ir los
tres a dar una vuelta.
—Puede ser. Nos vemos.
—¿Adonde va?
—Por ahí, no sé.
A la una de la madrugada, su inconfundible caminar pasó por
Corrientes y Montevideo. Solo, rodeado por su timidez, por su
talento, por su incapacidad para mostrarse como es —no como parece
ser—, por esa soledad que él no desea pero le viene de unos padres
divorciados, por esas dos religiones —católica y judía— que heredó,
por la intolerancia y la agresividad de quienes lo califican como
intolerante y agresivo. Iba solo, serio, perdido en la noche. Quien
no haya realizado algún esfuerzo para mirarlo por dentro, jamás
podrá imaginar que ese muchachón hosco, antipático, desagradable, un
día va a pegar un puñetazo que aplaste su genio, su popularidad, su
fortuna y, con un estremecedor grito, reclamará todo el amor que
todos los que lo admiran o lo odian no le supieron dar. No habrá que
preocuparse más: será tarde. Ya perdido su último contacto con la
realidad, Robert James Fischer, a quien se le conoció como Bobby,
será feliz porque tendrá amigos. Se tuteará con el rey; conversará
con los alfiles; montará a caballo; jugará con los peones, subiendo
a las torres; hasta es probable que se le vea tomado del brazo con
una dama.
LOS MAESTROS MIRAN HACIA ARRIBA
José Agdamus se sentó en la segunda fila de la platea. Allá arriba,
el miércoles 29 de julio último, un ex campeón mundial, el soviético
Vassily Smyslov, metía sus dos manos entre las piernas y fijaba sus
ojos en el tablero. Lo veía y no lo podía creer: ese jovencito
argentino que estaba último con un rotundo cero, iba a arrebatarle
el primer medio punto. A él. Simultáneamente, Agdamus le aseguraba a
un amigo: "Yo no sé qué quiere: es tablas por donde la busques". Uno
de los organizadores se le acercó, invitándolo a sentarse a la mesa
de juego para no desairar a Smyslov. Cuando el ruso hizo el ademán
que certificaba la división del punto, los escasos espectadores se
acercaron a curiosear. Se les adelantó Miguel Najdorf. Lo primero
que dijo, frente a Agdamus: "Usted jugó muy mal acá". Ni lo escuchó,
estaba en su noche de gloria.
La anécdota fue un símbolo del Segundo Torneo Internacional de
Ajedrez Ciudad de Buenos Aires. La sala Casacuberta del Teatro San
Martín, convertida desde el domingo 19 en un antro del bisbiseo,
acunó varias conmociones. Oscar Panno —cuatro años atrás, el segundo
tablero más eficiente del mundo: 77,78 por ciento—, a los 21
movimientos, cayó en una red de mate con el ruso Tukmakov. Cuando se
las vio con Fischer, duró quince jugadas más, pero abandonó porque
una jugada posterior le llevaba a idéntica definición. Najdorf fue
superado por Schweber, y éste por Agdamus. Rubinetti, una figura
discepoliana, mantenía con el corazón en la boca al público; sus
demoradas partidas le obligaron a suspenderlas con segundos de
margen, o caer en infantilidades: desesperado por la falta de
tiempo, entregó jaque doble (rey y torre) a un caballo del rumano
Gheorghiu.
El pacífico Reshevsky comenzó a fumar en pipa al agotar sus
existencias de caramelos de café: un cúmulo de tablas confirmaba el
apaciguamiento de su agresivo estilo de antaño. Raimundo García,
callado, inadvertido, oscilaba en la mitad de la tabla; tal vez para
cambiar de tema, el sábado 1º, en Callao y Corrientes, compró
Anteojito.
Menos inocente, escudado por sus propias gafas, Héctor Rosetto
organizó un escandalete el miércoles último: "Ayer pedí que me
dieran los viáticos para comer, y nada. Jamás tuve suerte con los
gobiernos: me he cansado de pedir trabajo. Aquí viene un maniático,
pide un cambio de luces, y se gastaron 300.000 pesos para
conformarlo. Me retiro del torneo".
El maniático al que se refería Rosetto era Fischer; le había dado
una paliza, la. misma que recibieron muchos. "Es una bestia",
reconocieron éstos. "No hay forma de ganarle". Todos debieron
mirarlo desde abajo.
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