La blitzkrieg de Robert Fischer

El Espíritu del Ajedrez es un Espíritu importante, y mucho más importante que la mayoría de los ajedrecistas.
Gerald Abrahams, en The Chess Mind.

En 1956, un niño norteamericano de trece años se lanzó a llorar ante un tablero de ajedrez y un público extrañado, en la ciudad de Toronto. Era Robert James Bobby Fischer, que veía frustrado su único intento de ganar el campeonato mundial juvenil de ajedrez. No fue ésa su primera frustración y es casi seguro que no se trató de la última, ni de la más grave, a pesar de sus increíbles triunfos ulteriores. Esta semana, en Reykjavik, la pequeña capital de Islandia, la carrera ajedrecística del solitario Robert Fischer parecía culminar, mientras a un soviético, el campeón mundial Boris
Spassky, se le deslizaba la corona de entre las manos. A menos que se opere en Spassky una reacción milagrosa (ya nadie parece creer en ella), Robert Fischer pasará a ser el nuevo campeón mundial, el primer extranjero que arrebata el título que poseían los rusos desde 1948. Encandilados por tanta maravilla, expertos y profanos coincidían en equivocarse, catalogando a la confrontación como "el match del siglo". No sólo olvidaban la batalla Alekhine-Capablanca; ignoraban, al mismo tiempo, los detalles detestables de una blitzkrieg que puso en juego complicados artilugios extrajedrecísticos. En realidad, parecía tener razón Walter Kuhnlewoods, director del Chess Express de Suiza, cuando sugirió otra adjetivación: "el escándalo del siglo".
UN BOBBY ANDA SUELTO. Minimizar las hazañas ajedrecísticas de Robert Fischer sería ridículo. Después de arrasar con sus rivales en el Torneo de Candidatos, venció fácilmente a los otros aspirantes: el veterano soviético Mark Taimanov (6 a 0), el danés, y hasta el derrumbe psíquico, su más fuerte rival, Bent Larsen (6 a 0) y al ex campeón mundial, el soviético Tigram Petrosian (6 1/2 a 21/2), en Buenos Aires). Esta seguidilla le otorgó el derecho a desafiar a Spassky, con quien viene haciendo lo mismo que con sus rivales anteriores: no sólo le está ganando sino que también parece en camino de destrozarlo moralmente. Para esto posee un "don no apacible" y un terco odio hacia sus contrincantes, especialmente si son soviéticos. Frutos son, seguramente, los errores garrafales que cometieron todos sus rivales en la carrera de la candidatura: aunque se pueda decir que "Bobby no tiene la culpa", Taimanov, Larsen, Petrosian y el mismo Spassky se rebajaron muchas veces, mientras lo enfrentaban, a la altura de principiantes. Y si bien los resultados existen, nadie puede aceptar sinceramente que reflejen la diferencia real de capacidad o genialidad. Más allá de cierto nivel, el que superan los integrantes de esa élite que es la de los "grandes maestros internacionales", las diferencias son sutiles y variables. Es posible que Fischer sea "el mejor del mundo", pero es impropio suponerlo invencible. Más razonable sería descubrir los motivos que desdibujan, una y otra vez, el poderío de sus contrincantes.
THE AMERICAN WAY. El caso de Boris Spassky es absolutamente distinto al de los otros porque en él la blitzkrieg de Fischer encontró muchos aliados. Tal vez resulte más claro decir "cómplices", porque como todo discípulo de Maquiavelo, a medida que triunfa, Bobby Fischer pierde amigos y necesita complicidades. Es probable que el espíritu de lucha de Spassky estuviera aniquilado antes de empezar la serie, tanto por culpa de la "guerra psicológica" del norteamericano como por la propia y la de sus mismos compatriotas. Spassky olvidó que mostrarse caballeresco ante un tanque con capacidad de odio puede resultar suicida. Los soviéticos, probablemente, no supieron ver la desmoralización del campeón mundial a la que también contribuyeron. Si así no fuera, podrían haber evitado tranquilamente la confrontación, retirándose de Islandia e impugnando la excesiva simpatía manifestada por el doctor Max Euwe (ex campeón mundial, titular de la Federación Internacional de Ajedrez) hacia el desafiante. Porque la conducta del norteamericano antes del match mereció, sin lugar a dudas, su descalificación como aspirante.
Sin embargo, la descalificación no se produjo y los resultados están casi a la vista: Robert Fischer introdujo en el mundo del ajedrez 'the american way of life' ante la impotencia azorada de los soviéticos. Para lograrlo tuvo que volverse indeseable para los yugoslavos, para los islandeses, para los muchos simpatizantes que se sintieron traicionados por la desaparición de su disfraz, por la antiética fiereza con que persiguió título y dólares sin evaluar medios. Hasta en la Argentina, donde Fischer cultivó admiración en repetidas ocasiones, sus más acérrimos fanáticos lo abandonaron, casi sin excepción, para volcarse al bando del soviético. Quizá por aquella vieja explicación inglesa que sostiene "que a los caballeros les gustan las causas perdidas".
El manoseo del campeón mundial fue iniciado por los mismos soviéticos, más por torpeza que por otra cosa. Poco después que Petrosian fuera liquidado por Bobby, se organizó en la URSS un torneo que serviría a Spassky de "entrenamiento"; no se les ocurrió a los organizadores nada mejor que invitar a jugarlo a Petrosian. El resultado es fácil de adivinar: el jugador armenio infligió al campeón del mundo una de las peores palizas de su carrera. Como si esto no bastara, el periodismo soviético no dejó de señalar la responsabilidad "política" de Spassky. Desde que Miguel Botvinnik ganó el campeonato mundial de 1948, el título nunca había salido de la Unión Soviética (en realidad, hasta los desafiantes fueron siempre soviéticos): en manos de Spassky estaba la conservación de esa hegemonía. Además, el ajedrez es para los rusos algo muy importante, un deporte nacional tan importante para las masas como el baseball en los Estados Unidos o el fútbol en la Argentina: Spassky tenía que recordarlo. Sin duda, lo recordó demasiado.
No hay que olvidar, por otra parte, que el campeón se desmoraliza con cierta facilidad, aunque es uno de los jugadores más brillantes que produjo la llamada escuela rusa: por ejemplo, lo agobia el número 6, y suele perder sus sextas partidas. Quebró el "embrujo" en su match de 1969 con Petrosian, cuando ganó el título. También entonces estuvo a punto de perder la sexta partida, pero obtuvo un angustioso empate. En aquella ocasión, cuando se le señaló que podía haber perdido ese punto replicó: "Sin duda, pero no por mi juego". Un territorio humano ideal para ejercer sobre él, despiadadamente, todo tipo de provocación.
LA HISTORIA DEL ESCÁNDALO. El 20 de marzo de 1972 los apoderados de Fischer y Spassky llegaron a un acuerdo en Amsterdam: la primera mitad de la serie se jugaría en Belgrado, Yugoslavia, y la otra en Reykjavik, Islandia. El autorizado a firmar por Fischer era Edmondson, de la Federación Norteamericana, mientras Geller lo hacía por el campeón mundial.
Pero tres días después, los organizadores yugoslavos recibían un cable de Fischer que negaba la autoridad de Edmondson. Decía, además: "No me someteré a las reglas establecidas. Si ustedes no aumentan en forma considerable su ofrecimiento y no aceptan que todo el dinero sobrante de sus gastos nos sea entregado a mí y al ruso, yo no voy a Yugoslavia. Bobby Fischer, Hotel Grossinger, Nueva York."
Los yugoslavos, famosos por su solvencia como organizadores de competencias ajedrecísticas, se irritaron con razón: la actitud del norteamericano los ponía en peligro financiero, y en cables del 23 y 26 de marzo, dirigidos a la Federación Internacional, exigieron la garantía de que se respetaría
el acuerdo. Los yugoslavos no obtuvieron respuesta, de manera que el día 29 emplazaron por tres días a la FIDA. El 31 de marzo llegó el cable soviético: los rusos consideraban "definitivo" el acuerdo, y esperaban que su cumplimiento fuera garantizado por la FIDA. Pero, simultáneamente, los yugoslavos, recelosos y hastiados, renunciaron a albergar a los contendientes. En aquel momento, el secretario de la organización internacional envió a Belgrado otro telegrama: El presidente Euwe me ha ordenado —informaba— que exija a la Federación Norteamericana garantías de que Robert Fischer va a jugar, según lo estipulado en Amsterdam. Si la Federación de Ajedrez de los Estados Unidos no esta en condiciones de dar garantías, o si Robert Fischer no presta su conformidad a la mencionada garantía, o si no hubiera respuesta hasta el 4 de abril, el presidente Euwe considerará a Fischer en caso de abandono, tal como lo estipula el artículo 8, parágrafo 4, página 42, del Protocolo de Lugano de 1968. Al mismo tiempo, la FIDA pedía a los yugoslavos que esperaran hasta el cuatro de abril.
La respuesta llegó, y bastante burlona, ya que venía con la firma de Edmondson, a quien Fischer había negado representatividad. Fischer —decía la nueva comunicación— aceptaba jugar en el lugar y la ocasión establecida. La FIDA pidió entonces a los yugoslavos que revieran su actitud. Más sabios o menos ingenuos, éstos señalaron que el cable de Edmondson no constituía respuesta alguna al ultimátum de Euwe, y que la Federación Yugoslava no encontraba ningún motivo para variar de opinión. Belgrado ya no quería ser sede del match, y los hechos demostraron que Yugoslavia fue sensata. Todos los dolores de cabeza, el malestar y la posibilidad de perder dinero soportando a Fischer, serían heredados por la Federación Islandesa, ya que Max Euwe no descalificó, como correspondía, al pretendiente norteamericano. Y los soviéticos se prestaron, inexplicablemente, a continuar la payasada.
Por último —siempre gracias a los "buenos oficios" de Euwe— se llegó a una "redecisión": la serie se cumpliría por completo en la capital de Islandia a partir del 2 de julio, y los contendientes se repartirían un "pozo" equivalente a unos 125 millones de antiguos pesos argentinos. Nadie se atrevía a imaginar que para Bobby Fischer la historia recién empezaba.
COMIENZA EL "BEGUIN". El 2 de julio, el presidente de Islandia, Kristjan Eidjarn, había inaugurado en el Teatro Nacional el match por el título. El presidente debió sentirse tan desairado como el resto de los islandeses, porque Bobby Fischer no sólo no estaba; también había informado, con el desparpajo más irritante, que no jugaría la serie si no se aumentaba el "pozo". De tal modo, volvía a violar los acuerdos y transgredir los reglamentos, porque ni siquiera simuló estar enfermo para postergar la iniciación del match. "No estoy fatigado ni enfermo", le dijo al maestro estadounidense Donald Byrne, mientras Max Euwe "en atención a las pérdidas que podía sufrir la Federación Islandesa" hacía maravillas para no castigarlo, y el periodismo soviético denunciaba su "inmundo afán de lucro".
El afán de lucro, existe, desde luego, y en grado enfermizo, pero hay que ser muy inocente y desconocer las leyes más elementales de la guerra de nervios para suponer que sólo los dólares movían a Fischer. En realidad, medirse con Spassky (a quien nunca había podido ganar hasta, ahora) era la obsesión de Bobby, y seguramente hubiera pagado para conseguirlo. Lo que Fischer hizo, apoyado en complacencias ajenas, fue corroer aún más las ya débiles barreras mentales de su rival y ofender a los millones de amantes del ajedrez que, superando toda diferencia ideológica, constituyen en el mundo una verdadera "internacional".
Por último, tras muchos cabildeos, nuevos ultimátums de Euwe y el aporte de un banquero inglés, Robert Fischer viajó a Islandia para dar comienzo al match y seguir —en la medida de lo posible— poniendo nervioso a Spassky. Todo indica que lo consiguió, aunque tuvo que pedir disculpas públicamente (cosa con la que no perdió demasiado) y aunque la delegación soviética obtuvo una declaración (igualmente pública) de Euwe, en la que éste aceptaba que Fischer había trasgredido los reglamentos. El 11 de julio, cuando Boris Spassky inició la serie avanzando dos casillas su peón de dama, unos trescientos millones de pesos argentinos viejos estaban comprometidos en el tablero. La situación era cambiante una y otra vez, porque a Robert Fischer no le caía bien ningún tablero.
CAE EL CAMPEÓN. Tras perder la primera partida (en la que subestimó los restos de Spassky) y la segunda (no se presentó aduciendo que lo molestaban las cámaras de televisión y fue castigado con la pérdida del punto), Fischer pareció decidirse a jugar al ajedrez: rápidamente empató el puntaje y comenzó a acumular diferencias ante un campeón mundial desconocido. Una y otra vez Spassky tuvo que inclinar su rey y tendió la mano felicitando a su rival (quien, desde luego, no hizo lo mismo cuando le tocó perder). Pero aun en los momentos en que mostraba sus recursos reales, Spassky parecía moralmente derruido: cada vez le cuesta más "ser" Spassky, y aun cuando lo "es" resulta incapaz de serlo durante mucho tiempo. Así, Fischer puede esperar confiadamente los errores del soviético, como en la 13ª partida, cuando un lapsus en la jugada 69 le hizo perder el empate que le había "asegurado" una defensa genial.
Si muchos consideran a Spassky perdido es por esta razón, más que por la superable diferencia de puntaje o por la proclamada diferencia de capacidades. Hasta el momento, el campeón está integrándose a la leyenda de Fischer. Es un fantasma que no se resignó todavía a seguir las huellas de Taimanov, Larsen y Petrosian. Como ellos, está jugando terriblemente mal, mientras Fischer dedica su ocio a suponer "cómo va a defender su título durante los próximos treinta años". Es que Fischer, a pesar de su sabida religiosidad, no quiere creer en la frase de Disraeli: "Lo milagroso siempre sucede".
EL MAÑANA INCIERTO. Los ajedrecistas de todo el mundo se preguntan también cómo serán las cosas si Fischer gana el campeonato. En primer lugar, la relación de poderío ajedrecístico entre la Unión Soviética y el "resto del mundo" no se verá afectada. Para los ajedrecistas, Fischer será "el mejor" y los rusos "los mejores".
Por otra parte, resultará imposible negar que los soviéticos ofrecieron al norteamericano su posibilidad, a pesar de que no carecían de excusas para negársela. ¿Hará lo mismo "el nuevo" Robert James Fischer?. Cabe la desconfianza, especialmente si se tiene en cuenta que Bobby es un pésimo perdedor y que no siempre habrá banqueros dispuestos a satisfacer sus exigencias.
Desde luego, correspondería a la Federación Internacional de Ajedrez asegurar la continuidad del proceso. Pero la Federación quedó muy desgastada por la actitud del doctor Max Euwe. Si los soviéticos no se muestran razonables (y les va a resultar difícil) ante la eventual pérdida del título, es posible vaticinar una escisión del ajedrez mundial que darla por tierra con los logros de muchos años de esfuerzo.
También es posible, desde luego, que Fischer "se porte bien". En tal caso, los soviéticos, dueños de la mayor infraestructura ajedrecística de la tierra, podrían armarse de paciencia y trabajar por la recuperación del título.
Si así no fuera, un triunfo de Fischer sería fríamente recibido por el mundo del ajedrez, especialmente teniendo en cuenta la pobreza del ajedrez jugado hasta ahora. Tal vez nadie volverá a pagarle lo que él desee, ni tendrá la oportunidad de destruir moralmente a nuevos contrincantes. Tendrá, en cambio, otros consuelos: el presidente Nixon lo invitó a la Casa Blanca "gane o pierda" (pero después que hubo sacado tres puntos de ventaja al soviético). Además, ya el cine y la televisión estadounidense le están ofreciendo nuevos dólares. Pero seguramente serán pobres consuelos para quien dijo alguna vez que "el ajedrez es la vida".
Porque al acercarse al triunfo final, Fischer obliga a recordar la frase de Wells: "Es posible destruir a un hombre inoculándole ajedrez", Spassky, en cambio, tendrá menos problemas: ahora se debate entre las garras de Fischer, tratando de salvar su título. Pero sí no lo consigue no será menos respetable y encontrará a su mujer y a su hijo; además, es improbable que, como sugirió un locutor radial argentino, "lo manden a Siberia". Porque Spassky es, esencialmente, un hombre que juega al ajedrez. Fischer, apenas un jugador. Y en esa diferencia puede radicar toda la grandeza y toda la miseria de la batalla de Islandia.
Eduardo Stilman
Revista Panorama
Agosto 17, 1972

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Campeón y desafiante en Islandia


 

 

 

 

 

 

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