Revista Siete Días Ilustrados
27.08.1973 |
Los textos hasta ahora retenidos celosamente por sus herederos
revelan que el genial investigador recién comenzó a hablar a los
tres años, que era un
pésimo alumno y poseía un temperamento irascible.
Cuando el partero tomó al recién nacido en sus manos y se encaminó
al lecho para acercárselo a la flamante mamá, ésta no pudo menos que
tronchar su primitiva expresión de alegría por un asombrado,
angustioso gesto de espanto. "Horror, horror, me ha salido deforme",
sollozaba, contemplando los ojos de buey la enorme cabeza de la
criatura y sumergiéndose posteriormente en un desconsolado llanto;
lamento que recién pudo apaciguarse una vez que el médico, luego de
examinar detenidamente al niño, diagnosticó que éste crecería
normalmente y sin problema alguno.
El afortunado episodio no llamaría mayormente la atención si no
fuera porque el pequeño, lejos de ir a parar a un establecimiento de
instrucción diferencial, se convertiría años después en uno de los
mayores genios del mundo moderno. Efectivamente, el chico en
cuestión era el mismísimo Albert Einstein, responsable de la
trascendental teoría de la relatividad, y la escena relatada
—trascurrida en marzo de 1879— surge de una colección de miles de
papeles, cartas y notas inéditas del prominente hombre de ciencia,
que dentro de pocos días serán difundidos por el Instituto de Altos
Estudios de la Universidad de Princeton, a través de una importante
editorial neoyorquina. Es que recién ahora, después de varios años
de infructuosas negociaciones con los herederos del científico, las
autoridades de esa alta casa de estudios lograron el permiso
necesario para publicar los numerosos escritos en los que Einstein
se define sobre una vasta gama de problemas políticos, religiosos y
sociales. Asimismo, además de la numerosa correspondencia con
gobernantes, conocidos filósofos y destacados músicos, entre otras
muchas personalidades, los textos próximos a ser difundidos permiten
develar muchas y hasta ahora nunca conocidas aristas de su compleja
personalidad.
Así, por ejemplo, pudo constatarse a través de un manuscrito de Maja
Winteler Einstein —hermana de Albert y seguramente la principal
testigo de su infancia— que el niño no aprendió a hablar hasta los
tres años de edad; una circunstancia que aumentó los temores
iniciales de su madre y que provocó gran inquietud en su familia.
"Esa dificultad o imposibilidad de expresarse hasta el tercer año de
vida le permitió al pequeño desarrollar una extraordinaria capacidad
de conceptualización mental —aseguró pocos días atrás Richard
Holton, el encargado de la recopilación. El chico se manejaba con
términos abstractos mejor que con palabras, cosa que le sirvió
muchísimo para desarrollar la poderosa imaginación que siempre lo
caracterizó."
Claro que el taciturno chiquilín no tardó mucho tiempo más en sacar
a relucir los primeros rasgos de su personalidad. Pero, para
desgracia de sus padres —un no muy afortunado instalador de plantas
energéticas y una virtuosa pianista—, el despertar del enigmático
Albert no fue lo que se dice una fiesta hogareña: sus primeras
exteriorizaciones fueron, ni más ni menos, un violento trompis en el
mentón a su padre y otras no menos coléricas contestaciones a
cualquier indicación que se le hiciera. "Mi hermano se enojaba muy
fácilmente —recordaría años después Maja—, y eso nos causaba mucha
gracia porque se ponía todo amarillo. Recuerdo que por esa época
comienza a tomar clases de violín con una profesora particular. Un
día, ésta le hizo un reproche que Albert creyó injusto, y se puso
tan furioso que terminó arrojándole una silla por la cabeza. La
maestra se pegó tal susto que escapó corriendo y nunca más supimos
nada de ella."
En otra oportunidad, mientras jugaba un disputado partido de
bowling, el irascible jovencito se sintió ofendido por un comentarlo
de su hermana y decidió cambiar el rumbo de la bola por la cabeza de
la desprevenida Maja, produciéndole un nada desdeñable corte en la
frente. "Hay que tener la cabeza muy despejada para ser la hermana
de un genio —se resignaba ésta en una de las numerosas cartas del
archivo Einstein—. Pero, por suerte, Albert empezó a portarse mucho
mejor a partir de los siete años, cuando entró a la escuela." Según
el mismo testimonio, el novel estudiante se volvió mucho menos
agresivo a partir de entonces, aunque el férreo sistema educacional
de la Alemania finisecular no era el más adecuado para su inquieta
personalidad. "Le enseñaron la tabla de multiplicar dándole golpes
con una regla en los nudillos cada vez que se equivocaba —continúa
Maja—. Por eso, quizás, nunca fue buen estudiante, y mucho menos de
matemáticas. Es más: a menudo cometía errores en cálculos bastante
sencillos..."
De todos modos, muy pronto floreció la inclinación de Einstein por
la física, como consecuencia de los difíciles acertijos con que
solía desafiarlo su tío Jacobo. Otro pariente, el comerciante de
granos César Koch, le regaló a su regreso de un viaje a Rusia una
hermosa locomotora a vapor; un presente que el genio aprovechó para
ensimismarse en misteriosas mediciones y que siempre conservó como
uno de sus más preciados tesoros.
ENTRE ECUACIONES Y MIGRACIONES
Entre los numerosos documentos inéditos próximos a ser publicados
por la Universidad de Princeton, se encuentran 11 libretas que
Einstein escribiera a manera de diario íntimo durante su juventud.
Allí constan, por ejemplo, los detalles de su huida a Milán a los 17
años con el fin de eximirse del servicio militar en Alemania, así
como también los pormenores de su viaje a Suiza realizado un año más
tarde. En esa oportunidad, y tal como él mismo lo recuerda, el joven
estudiante ambicionó con todas sus fuerzas entrar en el Instituto de
Tecnología Federal de Berna, pero un categórico aplazo en el examen
de ingreso echó por tierra todas sus ilusiones. "Lo que más me duele
es que a mi edad soy un perfecto inútil —se lamentaba Albert en
carta a su hermana cuando tenía 19 años—. Siento que sólo soy una
carga para mi familia, sobre todo si tenemos en cuenta que nuestros
pobres padres hace mucho tiempo que no gozan de un instante de buena
fortuna. En fin, creo que sería mucho mejor para ellos si yo no
estuviera vivo..."
Por suerte, semejantes depresiones no se repitieron durante mucho
más tiempo, y pocos años después, hacia 1905, el insigne matemático
ya se encontraba esbozando su primer trabajo sobre la teoría de la
relatividad que tanta fama le traería poco tiempo después.
Después del año 1915, en que el ya respetado profesor ad honorem en
la Universidad de Berna completó lo que no vaciló en calificar como
"el pensamiento más genial de mi vida", la teoría general de la
relatividad, Einstein abandonó la práctica de escribir copiosos
diarios íntimos hasta casi dos décadas más tarde, cuando el
advenimiento del nazismo lo obligó a buscar refugio en Estados
Unidos. De aquella época, precisamente, data la valiosísima
correspondencia del sabio con figuras como Sigmund Freud, Bertrand
Russell, Franklin D. Roosevelt, Thomas Mann y Albert Schweitzer; en
esas cartas, el científico se explayaba sobre profundas cuestiones
políticas y profetizaba conflictos bélicos que no tardarían en
desatarse. "Las raíces psicológicas de la guerra —filosofaba en una
epístola— se basan en la peculiaridad agresiva del ser humano. Pero,
en ese sentido, los reyes de la creación no somos los únicos
poseedores de este den: también lo tienen otros muchos animales,
como el toro o el gallo". Ante semejante evidencia, Einstein
sostenía que "la guerra es el enemigo más acérrimo del desarrollo
humano, y debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para
evitarla. Por de pronto, nada mejor que la humildad de los
gobernantes y el destierro de los falsos patriotismos para dar un
paso adelante por la pacificación del mundo."
Precisamente, la política nacionalsocialista y antisemita que
impulsó al Tercer Reich fue uno de los factores que determinaron a
Einstein a pronunciarse hasta el cansancio en contra de toda idea de
nacionalismo. "Lo que está sucediendo actualmente nos demuestra con
creces la necesidad de ser profundamente internacionalistas
—pontificaba en otra misiva. El país al que ocasionalmente
pertenezco no juega el menor papel en mi vida espiritual: yo
considero que la lealtad a un gobierno es una relación de negocios,
algo así como un compromiso con una compañía de seguros."
UN GENIO EN CAMISETA
Otro de los temas que constantemente se repiten en los manuscritos
inéditos del eminente matemático es el que se refiere a la soberbia
de los hombres públicos. En efecto, el tío Albert —tal como se lo
motejó en virtud del inmenso cariño que despertaba su figura en todo
el mundo— no sólo predicaba la humildad y la modestia sino que era
un inimitable cultor de estas virtudes. En ese sentido, sus
discípulos de la Universidad de Princeton nunca pudieron olvidar
cómo el iluminado pensador solía pasearse en los jardines de esa
casa de estudios vistiendo una amplia y emparchada camiseta; un
hábito que ni su mujer ni sus dos hijos pudieron desterrar, a pesar
de sus diarias sugerencias y disimuladas introducciones de nuevas
prendas en su armario.
Esa misma simpleza fue, también, la que lo llevó a rechazar el
ofrecimiento oficial que se le hiciera en el año 1952, para
reemplazar a Chaim Weismann en la presidencia del Estado de Israel.
Dicha propuesta le fue formulada en reconocimiento a la
importantísima ayuda prestada por el científico al recién nacido
país del Levante, pero Einstein la rehusó por considerarse incapaz
de asumir con éxito una misión tan dificultosa y ajena a sus
conocimientos. "Cada uno debe estar donde sea más útil —escribió
para entonces—, y yo pienso que como presidente no haría más que
entorpecer el progreso de Israel."
En sus últimos años, transcurridos casi íntegramente en Princeton,
el tío Albert se dedicó casi por completo a la enseñanza y a
asesorar a cuanto estudiante o viajero viniera a pedirle un consejo.
De esta manera, era habitual verlo empezar cada día revisando el
nutrido pilón de cartas que recibía, para dedicarse de inmediato a
responder a algún soldado arrepentido o a una remota sociedad
pacifista. Un correo que, por cierto, no obvió las consultas
sentimentales: en cierta oportunidad, por ejemplo, un rabino le
escribió explicándole cómo había tratado infructuosamente de
consolar a su hija de 19 años, atribulada por la muerte de su mejor
amiga. La contestación del anciano hombre de ciencia —contaba por
aquella época 70 años—, seguramente pasará a constituirse en una
pieza de antología una vez publicada: "Un ser humano forma parte de
un todo, que llamamos universo y que se compone de una parte
limitada de tiempo y espacio. El que se experimenta a sí mismo como
algo separado de este todo incurre en una especie de ilusión óptica
de su conciencia, que termina restringiéndonos a nuestros deseos
naturales y al afecto de unas cuantas personas que nos rodean. Lo
que debemos hacer, entonces, es librarnos de esta prisión, ampliando
nuestro círculo de compasión a todas las criaturas del mundo y a la
naturaleza toda. Nadie es capaz de lograr esto en su totalidad, pero
el solo esfuerzo por lograrlo es en sí mismo una liberación y
consolidación de nuestra propia seguridad interna."
De esta manera, con pensamientos tan claros como incisivos, AE se
perpetuó no sólo como una gloria de la ciencia sino también como uno
de los más agudos filósofos de su época. Eso fue, quizás, lo que
determinó a sus herederos a desoír el último deseo del investigador
—muerto el 18 de abril de 1955—, sacando a la luz todas estas
manifestaciones que ahora podrán ser valoradas por millones de
lectores de todo el mundo. Las justificaciones no vienen al caso: en
última instancia —y tal como muchos bromearan parafraseando la
formulación de su célebre teoría— todo es relativo. Hasta los
circunstanciales, impulsivos pedidos de privacidad.
EL PENSAMIENTO VIVO DE ALBERT EINSTEIN
Política: Mi ideal político es la democracia: que cada uno sea
respetado como individuo y que nadie sea idolatrado.
Militarismo: Es el peor engendro de la Humanidad. Quien se siente en
condiciones de marchar con placer, en fila, codo con codo, al son de
música marcial, ha recibido un cerebro sólo por equivocación, pues
le hubiera bastado con tener únicamente la médula espinal.
Dios: No alcanzo a imaginar a un Dios que premia o castiga a sus
criaturas o que, en general, posee una voluntad semejante a la que
observamos y sentimos en nosotros mismos.
Dinero: El dinero conduce sólo al egoísmo y, con su seducción
irresistible, a los abusos. ¿Puede alguien imaginar a Moisés, Jesús
o Gandhi cargado con la bolsa de oro de un Carnegie?
Guerra: Me dejaría cortar en pedazos antes de participar en algo tan
execrable como la guerra. Creo que ese fantasma hubiera desaparecido
hace mucho tiempo si el sano criterio de los pueblos no se
corrompiera sistemáticamente por los intereses comerciales y
políticos, por medio de las escuelas y la prensa.
Inmortalidad: Me es imposible concebir que un individuo sobreviva a
su muerte corporal. Esta clase de pensamientos sólo puede servir de
alimento para las almas débiles, temerosas o ridículamente egoístas.
Libertad: No creo en la libertad de los hombres, tomándola en el
sentido filosófico de |a palabra. Cada uno obra y procede no sólo
bajo una coerción exterior, sino también en la medida de ciertas
necesidades interiores.
Servicio militar: Considero el servicio militar obligatorio como el
síntoma más vergonzante —en cuanto a la falta de dignidad personal—
que padece hoy en día la humanidad culta.
Individuo y sociedad: Sólo la persona aislada, el individuo, puede
pensar y, de tal manera, crear nuevos valores para la sociedad e
inclusive establecer nuevas normas morales. Sin las personalidades
creadoras que piensan independientemente, o que juzgan y emiten
juicios, el desarrollo superior de la sociedad es tan inimaginable
como el individuo aislado sin la presencia nutritiva de aquélla.
Pero el axioma es de hierro: todos los bienes materiales,
espirituales y morales de que gozamos, proceden de creadores
aislados.
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su pasión por el violín
junto a representantes de entidades
pacifistas |
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