Revista Periscopio
12.05.1970 |
La semana pasada, a 25 años del fin de la Segunda
Guerra, la República Federal Alemana decidía estabilizar sus
fronteras: el 3, el Ministro de Relaciones Exteriores, Walter
Scheel, anunció que su país está dispuesto a reconocer como tal a
los ríos Oder y Neisse, admitiendo las pretensiones de Polonia.
Un cuarto de siglo antes, los comunistas no gozaban de tan buena
disposición. En Berlín, una tupida red de trincheras con fanáticos
adolescentes, barricadas, minas en las calles, defendían el último
bastión nazi contra una arrolladora ofensiva soviética. Las paredes
alertaban: "Victoria o Siberia". Aún se repetía la consigna de
Joseph Goebbels: Wir Kapitulieren nie (No capitularemos jamás). En
el aire se turnaban los aviones ingleses con los norteamericanos,
mientras la artillería rusa no cejaba en sus bombardeos.
Ya en los residuos de abril, el Ejército Rojo había invadido los
suburbios de la ciudad, apuntando hacia Unter den Linden, la avenida
principal. A sangre y fuego, con discrecional sacrificio humano, los
rusos tomaron Berlín el 2 de mayo. Era una cuestión de honor;
también era una decisión política de incalculable alcance.
Los británicos siempre enjuiciaron la actitud de Eisenhower; ¿por
qué no se dirigió a la capital, después de su exitosa campaña a
través del Rin? El Comandante en Jefe se justifica en Cruzada en
Europa: "Por más que lo hubiese intentado, ellos siempre habrían
llegado antes". También es cierto que Eisenhower —quien no
consideraba ya a Berlín un punto militar de trascendencia— pensaba
que la guerra se extendería unos meses más: aguardaba una mayor
resistencia alemana. Sin embargo, las tropas nazis rivalizaban entre
sí por entregarse a las fuerzas occidentales, para no someterse a
los rojos.
Roosevelt muere el 12 de abril. Hitler exulta de alegría. Goebbels
le escribe al día siguiente: "Hoy, viernes 13, se inicia el gran
cambio". Una nueva esperanza en la corte de adulones que rodeaba a
Hitler, convertido en una piltrafa: pálido, encorvado, arrastraba la
pierna izquierda, le temblaban las manos. Maldecido por la
enfermedad de Parkinson, estremecido por las convulsiones, no
soporta las jaquecas y los dolores de estómago. Casi no duerme
—apenas tres horas por día—; le falta el aire en ese bunker
insalubre, y su médico de confianza, Theodor Morell, lo envenena con
28 drogas distintas sin contar la morfina y los sedantes. Fabricante
de chocolates vitaminizados, estimulantes, afrodisíacos, Morell, que
se considera inventor de la penicilina, atiende a su paciente desde
1939.
Berlín también es un despojo: sus edificios principales se
derrumban, sólo se mueven unos contumaces impúberes dispuestos a
inmolarse, y los burócratas que esperan con fervor la derrota.
Cuando los tanques rusos cruzaban la sede del Partido —cuenta
Gerhard Weinberg, un norteamericano que archivó un microfilm de
11.000.000 de placas— los empleados firmaban solicitudes reclamando
pisapapeles para el próximo trimestre.
"Más vale destruirla nosotros y no ellos. La Nación ha demostrado
ser débil; el futuro pertenece a las naciones orientales, más
fuertes. Los que quedan con vida son de poco valor; todos los buenos
han caído", lloriquea Hitler ante su Ministro de Armamentos Albert
Speer. Según él, su pueblo no había sido digno de su genio.
El 22 de abril convoca su última conferencia de prensa: "Nadie me
acompaña", barbota. Al día siguiente, Hermann Goering trata de
hacerse cargo del Reich. Otra jornada y otra traición: Heinrich
Himmler, jefe de los SS y de la Gestapo, intenta negociar por
separado con las fuerzas occidentales, que se niegan.
El 29, Hitler dicta dos testamentos, uno político y otro militar. El
30, luego del almuerzo, hace matar a Blondi, su perro alsaciano;
después saluda a los obsecuentes que recorren los túneles y se
encierra en su habitación: a las 3 y cuarto se descerraja un tiro en
la boca. A su lado, Eva Braun yace envenenada.
Todo indica que sus restos fueron quemados en el patio. Como no
quedó ni un rastro, muchos han supuesto que Hitler consiguió huir a
la Argentina, al Polo Norte o a una isla del Pacífico. De cualquier
manera, ha llegado el fin: 30 millones de seres humanos pagaron la
aventura.
Goebbels envenena a sus hijos y se suicida con su esposa. Martín
Bormann, a quien Hitler nombra su albacea, desaparece. El almirante
Karl Doenitz, un antipático prusiano, queda al frente del Estado y
ofrece la capitulación, con la promesa de seguir combatiendo en el
Este. Los aliados rechazan su maniobra.
7 de mayo de 1945. Una tétrica escuela de ladrillo, el Colegio
Moderno y Técnico de Reims —otrora cuartel de Eisenhower— recibe a
tres visitantes: el almirante Hans Georg von Friedeburg, el mariscal
Alfred Gustav Jodl y el general Wilhelm Oxenius. Tres firmas admiten
los términos de la rendición ante oficiales del mismo rango. En un
despacho vecino, espera Dwight Eisenhower. Jodl, con voz ahogada,
pide un tratamiento generoso con los vencidos: él morirá en el
patíbulo.
De ahí a Berlín, donde los jefes alemanes repetirán la ceremonia
ante los implacables mariscales rojos. Antes de la medianoche del 8
de mayo, el documento es ratificado por Wilhelm Keitel. Su colega
ruso, Georgi Zhukov, ni siquiera contestó cuando Keitel pide un
plazo de 24 horas para desarmar a sus hombres. Por primera vez en la
historia moderna, todas las Fuerzas Armadas de un país —tanto
oficiales corno soldados— se convirtieron en prisioneros de guerra.
De los 16 reporteros que acudieron a Reims, con el juramento de no
transmitir la noticia hasta que el Alto Mando lo permitiera, uno
trasgredió la promesa: el norteamericano Edward Kennedy, de
Associated Press. Moscú, que se preparaba a regodearse con los
detalles del sometimiento alemán en Berlín, nada dijo de lo sucedido
en Reims. Tanto rusos como norteamericanos se asignaban la victoria,
las dos partes ya amenazaban con una guerra; hasta ahora se han
conformado, afortunadamente, con la guerra fría.
COLAPSO LIBERAL
El Presidente de la RFA, Gustav Heinemann, señaló el jueves pasado
que "Alemania ha dejado su ciego nacionalismo". Antes de partir
hacia el Japón dirigió sus palabras a un centenar de Embajadores
extranjeros, hablando "en nombre de todos sus compatriotas" y "de
acuerdo con el Gobierno federal''.
El domingo anterior, su Gobierno se había quitado las vendas: en una
entrevista periodística, el Ministro Scheel declaró que Alemania
estaba dispuesta a fijar con Polonia un tratado sobre los límites
fronterizos. Ese reconocimiento ya lo había prometido el Canciller
Brandt —sin informar a Scheel— en una carta que envió una semana
antes a Wladyslaw Gomulka, jefe del régimen polaco.
La prensa de los dos países no creía en el acuerdo de Varsovia,
donde el Secretario de Estado alemán, Georg Ferdinand Duckwitz,
inició el 25 de abril la tercera etapa de conversaciones. Dos días
más tarde, cuando se
sospechaba que Duckwitz portaba el sí de Brandt, comisionados de
Walter Ulbricht —caudillo de la "otra" Alemania— aterrizaron en la
capital polaca. La presencia del Ministro de Relaciones Exteriores,
Otto Winzer, obedecía al temor de que Polonia cambiara Embajadores
con Bonn sin que Brandt reconociera al Gobierno de Berlín oriental.
Brandt no sólo negocia con Varsovia. Conserva la misma velocidad en
sus relaciones con Moscú, se prepara a establecerlas con Praga y, el
21 de mayo, afrontará un segundo encuentro con
Willi Stoph, su colega de la República Democrática, en Kassel
(Alemania Federal) . Una semana antes, los delegados de las cuatro
potencias vencedoras en la Segunda Guerra se reunirán en Berlín en
la tercera reunión secreta de una serie dedicada al futuro estatuto
de la ciudad.
Si la Ostpolitik cosecha triunfos en el exterior, en el frente
interno ha provocado dificultades. El impaciente Brandt se olvidó de
su Ministro cuando le envió la carta de Gomulka; Scheel, cabeza del
Partido Liberal —quien nunca jugó un rol importante en el Gabinete—,
se expuso ante la opinión. Una oportuna disculpa de Brandt lavó la
afrenta, pero no el agravio.
Todo no terminó allí: los líderes del Partido Demócrata Cristiano
sostuvieron que la misiva era "una concesión impopular" a los
polacos. Halaga de ese modo al ala conservadora de los liberales,
que en un lustro han visto descender su caudal del 9,5 por ciento a
5,8, y se halla al borde de la crisis.
Si estalla, la DC comenzará a neutralizar la diferencia de 12 bancas
que mantiene la coalición gobernante. Sin embargo, eso no decide la
suerte de Brandt: constitucionalmente puede gobernar con minoría en
el Bundestag, a menos que pierda la confianza de Heinemann. No es
probable.
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Un soldado norteamericano sella la
suerte del Reich
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Scheel y Brandt |
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