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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE TODAS PARTES


el dinero de los sueldos en grandes valijones

Alemania
Así se vivió con hiperinflación

Revista Somos
octubre 1983

un aporte de Riqui de Ituzaingó

 

 

El ministro Prebisch dijo que la Argentina se acerca a la hiperinflación. La luz roja llevó a SOMOS a recordar la trágica experiencia de Alemania 1921-1923. Saber cómo se vivió allí, cuánto se derrumbó, cómo se salió del desastre, puede ser un imprescindible espejo para la Argentina 1984.
"Inolvidables, inolvidables aquellos carnavales de 1922. En los corsos de Flores y de la Avenida de Mayo se veían los disfraces más raros. Fíjese que algunas chicas y muchachos llevaban vestidos y trajes hechos con marcos alemanes cosidos. . ." (de las memorias de un porteño viejo).

una pila de billetes sin valor en plena hiperinflaciòn

Sólo se arreglan zapatos si paga en especies. Alemania 1923

Billetes de 5 y de 20 millones de marcos

 

 

 

Esos marcos alemanes —grandes, verdes, inútiles— habían llegado al puerto de Buenos Aires en los baúles de los inmigrantes rubios que alcanzaron a trepar a un barco cuando callaron los cañones de la guerra del '14, sin más pasaje que la desesperación. Aquí los bancos se reían de esos billetes, definitivamente destinados al desván, al carnaval o a la melancolía. Allá, en ciudades como Berlín, Francfort, Hannover, las cosas eran más o menos así: 150 imprentas y más de 2 mil prensas humeaban 18 horas por día para fabricar pilas de marcos inservibles hora a hora. La cifra está en cualquier manual: entre noviembre de 1922 y noviembre de 1923 lo que quedaba del Estado alemán imprimió 370 billones de marcos.
"Mi familia era de clase media alta —recuerda hoy, en Roma, Karl Ruhle, corresponsal en Italia del Quick de Hamburgo—. Mi padre era psiquiatra. De golpe, allá por el '21, empezó a cobrar las visitas con huevos, leche, jamón, fideos. Muchos clientes insistían en pagar con dinero —solían llevarlo en gran cantidad y en valijas de cuero: tanto se necesitaba para pagar cualquier cosa—, pero mi padre se negaba. Recuerdo sus palabras: '¿Por qué insiste en darme algo abstracto? Por favor, deme algo concreto. . .'. En mi casa había cubiertos de plata, vajilla de Limoges, espejos venecianos y muebles de roble de Eslavonia tallados por remotos artesanos. Pues bien. Todo eso desapareció, se esfumó, se cambió por ropa, por comida, por servicios. Un día de 1923 me encontré vagando por una gran casa vacía. La crisis del marco sólo nos había dejado algunos libros, unas pocas sillas, un estéril aire de dignidad muerta de hambre. Pero todavía teníamos una casa. . ."

LA CATÁSTROFE. Todavía tenían una casa. Algo que no podían decir decenas de miles de hombres y mujeres de la clase media —la más golpeada por la debacle—, que en dos años pasaron de altivos ciudadanos atrincherados tras la buena música, la buena pintura y la buena comida a militantes de la miseria, postulantes a cualquier puesto subalterno, cazadores de mendrugos, soldados del trueque medieval: un pan por un jabón, un jabón por un cigarrillo, un cigarrillo por un par de medias. Y todo pasó sin que los alemanes se dieran cuenta. Vagamente supieron que el artículo 231 del Tratado de Versailles obligaba a Alemania a pagar inmensas sumas por los daños causados durante la guerra: exactamente 132 billones de marcos-oro (33 billones de dólares) que saldrían del carbón, del acero, de cuanto el país fuera capaz de producir. En 1919, el huevo de la serpiente (alegoría que usó Ingmar Bergman para definir a la inflación), casi transparente, ya dejaba ver el monstruo que vendría. En 1921, la serpiente quebró la frágil cáscara: en enero de 1923 se necesitaban 10.000 marcos, para comprar un dólar. En febrero, 30 mil. En julio, 100 mil. En agosto, 1 millón. En octubre, 10 millones. A fin de ese año —cuando una caja de fósforos costaba 6 millones—, 100.
"Los bancos abrían a las ocho de la mañana —recuerda, en París, un sobreviviente del caos—. Nadie sabía
qué iba a pasar ese día. A las diez, los obreros y los empleados cobraban su jornal —se pagaba por día, claro—. Entonces corrían como alucinados hasta los portones de la fábrica y les daban el dinero a sus mujeres, que esperaban desde hacía horas. Uno podía ver los brazos estirados, tensos, rápidos: porque un minuto perdido era un bocado menos. Las mujeres metían el dinero en una bolsa y corrían a los mercados con toda la fuerza de sus piernas porque sabían que los precios cambiaban cada hora, cada media, cada cuarto, como anuncian el paso del tiempo los viejos carillones." Cuando la mercadería se agotaba —o cuando el dinero perdía la carrera—, empezaba el mercado paralelo. Era común ver cómo pasaban los marcos de una bolsa a la otra, que a su vez se llenaba de panes que a su vez se convertían en peces, como una versión satánica del milagro de la multiplicación. Y así llegaba la noche, y las familias se reunían en torno de la magra mesa y frente a los platos que habían llenado a medias el azar, la astucia, la velocidad de los pies. Y los diálogos nacían y agonizaban con el mismo leit-motiv ¿Qué conseguiste hoy?, ¿a qué hora pagarán mañana? Me han prometido tres piezas de pan. Es preferible conseguir algo de tela. ¿Qué conseguiste hoy?, ¿a qué hora pagarán mañana?

LA DESINTEGRACIÓN. "Pero el desastre no fue solamente económico —recuerda, en Roma, otro testigo—. Desató la desintegración moral, esa misma que late en la película Cabaret, de Bob Fosse. Todos los valores fueron reemplazados por el dinero, por los objetos, por los bienes de consumo. El marco nada valía, pero era sin embargo El Gran Dios Marco. Se le podía rezar al Dios Pan, al Dios Zapatos, al Dios Cerveza. Dioses que exigían sacrificios de familia, de sentimientos, de sangre. Había que sobrevivir a cualquier precio y había que tener contentos a los dioses. De modo que fueron muriendo otros valores, los verdaderos valores. Para muchos dejaron de tener sentido la familia, los credos, los ideales, el orden moral. La palabra mañana se borró de los almanaques. Mañana, en la Alemania de 1921 a 1923, era nunca. Había que vivir absoluta y estrictamente hoy, y atiborrar ese hoy de sexo, de alcohol, de desenfreno, de desorden moral. El objetivo era comer. ¿Quién podía, entonces, prepararse para enfrentar al Gran Juez en el Juicio Final?"
Acaso nadie. Como acaso nadie advirtió —cuando recién Alemania empezaba a domar la hiperinflación— que en 1925 empezó a circular un libro de tapas claras y leyendas en letra gótica que se llamaba Mein Kampf, que había escrito un tal Adolfo Hitler, y que grupos de jóvenes arios citaban en brumosas cervecerías antes de cantarle a un nuevo amanecer, a pretéritas glorias, a una cierta raza superior, no mucho antes de ganar la 'blutorden' (orden de sangre), medalla que se alcanzaba cuando la daga de empuñadura negra se había hundido con eficacia en la carne del enemigo.

LA DESINTEGRACIÓN (II). "La guerra cambió todo —recuerda, en Londres, otro testigo—. Mi familia era de las más antiguas de Hannover. Quedó en la ruina. Cuando el dinero se desbarrancó, cuando mi padre y mis tíos se dieron cuenta de que la inflación era un monstruo exterminador invirtieron todo en acciones y valores bancarios. Pero ya era demasiado tarde. Desde el final de la guerra hasta noviembre de 1923 hubo gente que empapeló las paredes de su casa con los viejos marcos, un sarcasmo que helaba la sangre. Muchos de los veinticuatro estados del viejo imperio —Baviera, Wurtemberg, Prusia— imprimieron su propio papel
moneda. Cuando el mal fue atacado, una de las primeras medidas suprimió ¡doce ceros! de los marcos alemanes. Mi abuelo vendió una casa en 1922, y el banco le dio simplemente un papel como constancia de la astronómica suma, porque no tenía billetes suficientes. El gerente, un hombre apasionado por las estadísticas, hizo este cálculo: 'Señor Vordeman —le dijo—: teniendo en cuenta la suma, la cantidad y el tamaño de los billetes, usted necesitaría un camión para llevarse ese dinero. . .'. Mi madre, que hoy tiene 84 años, a veces recuerda todo aquello y me dice: 'Pero nada fue el hundimiento de la moneda comparado con el derrumbe moral, con el colapso de fe que sufrimos todos los alemanes, aun los más ricos, aun los más orgullosos. Nos sentimos más derrotados entonces que en 1945, aunque pocas cosas en la historia se puedan comparar con la humillación de ver a los tanques rusos por las calles de esa Berlín pulverizada y hambrienta. En 1945 sentimos que los edificios podían levantarse de sus cenizas, y que con Hitler muerto la locura no podía repetirse. En 1922, en cambio, la sensación fue muy diferente: al morir nuestra moneda habían muerto nuestros proyectos, nuestras clases sociales, nuestro destino de nación. Era como desaparecer del mapa entre los restos de un sistema basado en la seguridad, en las instituciones, en la tradición. Un día alguien nos dijo que todo eso, para los alemanes, era papel mojado. 

LA RESURRECCIÓN. Sin embargo, a fines de 1924, las imágenes de largas colas frente a los mercados, de valijas llenas de marcos anémicos, de improvisados quioscos de trueque en las esquinas, empezaron a ponerse amarillas —como en los viejos noticieros—, y por fin se congelaron. El milagro llevó el nombre y el apellido del banquero Humar Schacht —ministro de Economía— y la fecha de despegue fue el 1º de noviembre de 1923. Ese día se creó el Rentenbank (un nuevo banco de emisión: sus reservas eran bienes rurales y propiedades industriales hipotecadas por sus dueños), se lanzó a la circulación una nueva moneda —el retenmark— no convertible y sin cotización exterior, que se cambiaba a razón de uno contra un billón de marcos viejos; se reorganizó el Reichsbank (Banco Central), y menos de un año después se acuñó el Reichmark, la moneda definitiva, con un valor igual al que había tenido en 1914 (0,358425 gramo oro) y que se cambiaba por 24 centavos de dólar. Se cortó de un tajo la emisión de billetes (las antes ajetreadas imprentas cerraron), se limitaron drásticamente los gastos del Estado y se restringieron los créditos a la industria. Los empresarios y capitalistas, que en los años del caos habían sacado sus bienes del país para salvarlos de la desintegración, empezaron a repatriarlos. Un préstamo del Banco de Inglaterra (500 millones de marcos-oro) permitió el reemplazo de los retenmarks por una moneda de oro definitiva. Nuevos acuerdos internacionales achicaron el costo de las indemnizaciones de guerra —la semilla de la catástrofe económica—. ". . .y la reconstrucción alemana fue rapidísima —dice la Historia Económica Mundial de Valentín Vázquez de Prada—. "La inflación facilitó la concentración industrial, ya que había eliminado muchas empresas marginales y había creado consorcios de tamaño anormal. La devaluación monetaria forzó a los empresarios a invertir sus ganancias y a comprar empresas. Llovió capital norteamericano, británico, holandés y suizo: el mundo desarrollado aceptaba a Alemania. En los estertores de 1926, apenas dos años después de la Operación Schacht, la moribunda Alemania había recuperado el nivel de producción de la preguerra. En 1929, a pesar de la amputación de territorios y colonias, ese nivel había sido superado en un 34 por ciento. Ocho años después de roto el huevo de la serpiente, Alemania era casi rica.
Alfredo Serra
Informes: Bruno Passarelli (Roma), José Miguel Zambrano (Londres), Bertrand Cotini (París) y Alberto Oliva (Nueva York).
Posdata: Hacia 1930 el ministro Hilmar Schacht se enroló en las filas nazis. Eso no impidió que en 1945, terminada la guerra, los aliados lo nombraran presidente del Reichsbank con la misma misión imposible que había tenido en 1923: lograr que Alemania renaciera de sus cenizas.

 

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