Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

Apolo 8
La aventura norteamericana

 

Revista Primera Plana
31 de diciembre de 1968

A mediados de la semana pasada —y durante treinta y seis minutos—, una tensa expectativa apabulló a los responsables de la misión Apolo 8. Es que la ruleta rusa promovida por los Estados Unidos (un vuelo con pocas posibilidades de acertar o, al menos, sin ninguna precisión demasiado coherente) se decidió en ese lapso.
Una parte de él, 21 minutos, fue empleada por la cápsula para entrar en órbita alrededor de la Luna; el resto —15 minutos— los utilizó para incrementar su velocidad en 3.000 kilómetros horarios y desorbitarse. Ambas operaciones ocuparon el lado oscuro de la Luna y, por lo tanto, interrumpieron las comunicaciones entre la nave y la Tierra.
Es probable que entonces —en la NASA— esta aventura (política y no científica) haya mostrado, más que nunca, los escasos y gruesos costurones que la sostuvieron. En el último semestre de 1968, cuando USA había declinado ya sus oportunidades en la supuesta carrera espacial, la URSS se anotó el triunfo científico más importante de los últimos dos años. Sus Zond 5 y 6 circunvolaron la Luna, aprendieron a desprenderse de su influencia y a reingresar en la atmósfera terrestre sin vacilaciones.
Hubo, además, logros todavía más menudos. El desarrollo de cápsulas más cómodas, el afianzamiento del liderazgo ruso en lo que hacía a tamaño de la nave, velocidad y energía propulsora; y, en fin, sistemas de frenado y aceleración hijos de un ordenamiento nada azaroso. Cuando la NASA anunció su vuelo tripulado para el 21 de diciembre, las informaciones adjudicaron a la URSS un viaje previo, que aprovecharía tanta experiencia, entre el 2 y el 10 de diciembre.
Tres especulaciones trataron de explicar su postergación: 
• Los animales que ocupaban ambas Zond regresaron con demasiadas alteraciones; no parecía conveniente que los astronautas se expusieran a idénticos trastornos.
• Los rusos aguardarían a que fracasara Apolo en su propósito de evadir la atracción lunar; entonces, y después de consultar al Gobierno norteamericano, la URSS enviaría una nave con la intención dé recuperar al trío de cosmonautas yanquis.
• Así como USA parte en el momento en que todo el acopio de experiencia permitía suponer que los rusos llegarían primero, es posible que la URSS haya descansado en este riesgo de la NASA; si los norteamericanos regresaban sanos y salvos, nada impediría que Rusia usufructúe tal tranquilidad retomando la delantera con un desembarco humano espectacular en la Luna. El sábado 21 de diciembre, y con apenas seis décimas de segundo de demora respecto de la hora estipulada previamente, Apolo 8 despegó del 'pad' 39, en Cabo Kennedy. La potencia combinada de sus cinco motores (más de tres mil toneladas) se insumió en levantar un peso superior a los dos millones y medio de kilogramos, aportado por la nave y el cohete impulsor.

TLI: a la orden
Para que los números siguieran presidiendo esa partida, tanta energía se aplicó a un solo objetivo: conseguir el impulso que necesitaban los hombres y la cápsula para realizar un viaje a través de 804.657 kilómetros.
A las dos y media de la madrugada del sábado, William M. Anders, Frank Borman y James A. Lovell fueron despertados con un desayuno de tocino y huevos, el último —por unos cuantos días— que podían tomar con cierta comodidad. Revisación médica, colocación de trajes y otras rutinas menores les llevaron un par de horas; a las cinco ya estaban encaramados al tope del Saturno, a unos 36 pisos de altura.
La partida fue suave. A 160 kilómetros por encima de la Tierra ya se habían gastado dos etapas del cohete; la tercera logró, con un brevísimo estallido, que la nave se pusiera en órbita, a una distancia de 190 kilómetros. Pero no se quemó ni se desprendió: quedó sujeta a la nave, albergando más de ochenta toneladas de material propulsor.
Fue alrededor de las diez y media de la mañana, cuando tres hombres clave dieron la orden de TLI (Trans Lunar Injection) a los astronautas. Ese ¡Vayan! estuvo a cargo del director de la misión, William Schneider; el de operaciones de vuelo, Christopher (Chris) Kraft, y el de vuelo, Clifford Charlesworth. Claro que no tuvieron que meditarlo demasiado. Salvo por una tasa algo excesiva dé flujo de oxígeno, el par de horas de test (chequeo de los instrumentos realizado por los propios astronautas y más de 700 mediciones desde Tierra, a cargo de las estaciones de rastreo orbital de todo el mundo) no sugirió ningún inconveniente grave.
Apolo 8 estaba sobre el Pacífico al recibir la orden, En las calles, los hawaianos pudieron ver la lengua de fuego despedida por la nave (que de la velocidad orbital de 28.000 kilómetros por hora saltó a 39,200 kilómetros), un show que insumió 330 segundos. Casi la duración de dos rounds de box para que la nave comenzara a ganar altura, se sacudiera de encima la tercera etapa, y provocara un justificado temor en Borman: "La tercera se arrastra delante nuestro, vomitando combustible", comunicó.
A medida que un vehículo se aleja de la Tierra, la fuerza gravitacional disminuye; sin embargo, con la velocidad de la sonda ocurre lo mismo: su energía cinética se va consumiendo. De ese modo, todos los cálculos previos admitían lo que luego sucedió: una velocidad de entrada superior a los 39.000 kilómetros por hora que se reduce (a 345.000 kilómetros de distancia de la Tierra y a escasos 38.000 de la Luna) hasta ser de apenas 3.500. Alcanzar ese punto ya era una hazaña. En ese lugar determinado se igualan las fuerzas gravitacionales del planeta y su satélite; a partir de allí, la nave podría servirse de su seducción para que la Luna la atrajera.
Una de las claves del viaje fue la de mantener una comunicación permanente —sembrada a ratos de noticias demasiado minuciosas— entre la Tierra y sus enviados. Cuando recién ascendían, Lovell informó: "Puedo ver Gibraltar y Florida al mismo tiempo; desde la ventanilla central —se ufanaba— puedo ver toda la Tierra: se parece mucho a un disco". Como para que nadie pensara que lo suyo era una simple contemplación, Borman dijo, cuando le pasaron el micrófono: "Avisen a los habitantes de Tierra del Fuego que se pongan Sus impermeables; un temporal avanza sobre ellos",
Los tripulantes tenían pensado liberarse rápidamente de sus incómodas vestimentas; la pertinaz persecución del impulsor de arrastre (que se mantenía inexplicablemente cerca) los obligó, en vez de cambiarse, a sortear ese perseguidor. Más tarde —y ya con ropas más apropiadas— pudieron corregir la trayectoria: otro estallido de dos segundos y medio aceleró al Apolo 8 hasta ponerlo en dirección a un punto del espacio en el cual, dos días y medio más tarde, estaría la Luna.
El interior de la cápsula no es mucho más grande que un retrete. A pesar de eso, los tripulantes no esperaban demasiados inconvenientes en el viaje. La falta de gravidez facilita los movimientos; tanto, que hace falta una tela especial (velcre; la suela de las botas del trío está confeccionada con ella), capaz de adherirse a las junturas del piso de la nave, para no andar por los aires con poco donaire.
La descansada vida que se lucubró en beneficio de los viajeros establecía que los astronautas pasaran gran parte del viaje en sus cuchetas, frente al tablero de instrumentos. Visto desde la compuerta principal, Borman ocupó la cucheta de la izquierda, Lovell la del medio, Anders la de la derecha. La de Lovell puede doblarse y cerrarse para habilitar un pasillo estrecho, que conduce a un diminuto cuarto, situado detrás del tablero de instrumentos.
Allí se aloja el sistema de navegación: sextante, telescopio, unidad de manejo por inercia, computadora y barra de control independiente. Si bien los tripulantes realizaron cálculos (basados de Canopus y Sirio), las correcciones del vuelo provienen de las computadoras instaladas en Tierra. El cuartito a full debió servir también de cocina y despensa: alojó una reserva de alimentos para doce días.
La travesía fue un viaje sin antecedentes. Por eso, tal vez, interesó conocer hasta el último de los movimientos de cada cosmonauta. La rutina de navegación: Borman y Anders observaban los diales (luces verdes, rojas y amarillas) en el tablero de instrumentos; Lovell, entre tanto, flotaba periódicamente hacia la estación de navegación, a fin de ubicar la trayectoria respecto de las estrellas.
Las treinta y tres toneladas de potencia del motor permiten grandes correcciones, mientras que los pequeños cambios de ruta se confían a una serie de pequeños cohetes de control. Según el pert previo, cada hombre debía cumplir jornadas de 17 horas, y dormir otras siete. El sueño (el botiquín incluyó píldoras para dormir) es, sin embargo, un alivio poco frecuente en un ámbito tan especial.
El consuelo estuvo a cargo de la despensa: acumuló duraznos, ensalada de camarones, pan dulce, pavo (una concesión a las fechas); todos los platos liofilizados (secados al frío), pero con sal: bastaron las quejas proferidas por la tripulación de Apolo 7 para que la dieta incluyera menos dulces y menos calorías.
Alcanza con enchufar los sachets en una de las dos canillas (caliente o fría) de la cocina, frotando durante un instante el recipiente de plástico —como quien amasa— para que los bocados se rehidraten y puedan ser comidos. Los manjares que dejan migas (el pan dulce, por ejemplo) están rodeados con una película de gelatina para evitar que dentro de la cabina queden flotando nubes de miguitas.
Hay otras amenidades: pequeñas toallitas húmedas para lavarse; cepillo y pasta para dientes (la peculiaridad: hay que limpiárselos con la boca cerrada para no disparar dentífrico hacia todos lados); unas bolsas de plástico, alineadas en un cajón, bajo las cuchetas, tienen la ingrata misión de alojar las heces del trío. Un germicida especial, antibacteriano, las conserva hasta tanto lleguen a manos de los químicos. La orina ya ni se acumula ni vuelve en forma de agua potable: un sistema igual al de los aviones la elimina de la cápsula.

LOI: Insertarse es fácil
El impulso aplicado al Apolo sobre el Pacífico fue suficiente para arrancarlo de la órbita terrestre, pero no para quebrar el campo gravitatorio de la Tierra. Continuamente, la gravedad atrae al vehículo de casi diez metros de longitud y lo desacelera a fin de que pueda encontrarse con la Luna. Ya en el sitio fijado para la cita crece la velocidad y llega el momento de la LOI (Lunar Orbit Insertion: Inserción en la Órbita Lunar). La atracción de la Luna sirve para elevar la velocidad que había bajado.
Pero no sólo para eso. Las computadoras calcularon un ardid que podría haber salvado a los astronautas si el motor no encendía; según la NASA, hubieran abandonado igual la órbita de (a Luna gracias a un juego de libre retorno: una cortesía que nace —dicen— de los efectos combinados de las gravedades lunar y terráquea.
Esos recaudos no impidieron que la decisión de injertarse alrededor de la Luna se confiara, en última instancia, al comandante de la nave, Borman. "Sólo ellos conocían exactamente las condiciones de factibilidad de la operación", explicaron en la NASA.
Una vez ubicados en la órbita, los cosmonautas dejaron que esa calesita invisible los hamacara diez veces. Les bastó para ver el lado de la Luna que jamás habían contemplado ojos humanos; para encontrar oportuna una multitud de bautismos. Es que en ese lado oculto de la Luna sólo algunos números y (pocas) designaciones soviéticas logran soslayar el anónimo de los cráteres. Veinticinco de ellos, ignorados hasta ahora por el hombre, encontraron apelativo gracias al viaje de Apolo. Los más notorios:
• Von Braun. Homenaje al empeñoso cohetero alemán, responsable del Saturno 5 que impulsó a la nave; culpable de travesuras como las V-2 que intimidaron a Inglaterra en la Segunda Guerra.
• Estados Unidos. "Por el primer país que envió hombres a la Luna."
• Shepard. "Por Alan, primer norteamericano que surcó el espacio extra-terrestre." 
• Grissom, White, Chaffee. "In memoriam de los tres inmolados en 1967 por el incendio del Apolo 1."
• Anders, Borman, Lovell. Un inmodesto autorreconocimiento que, por el lado de Lovell, alcanzó una prolongación familiar: el nombre de su mujer (Marilyn) le sirvió al astronauta para denominar un monte; según él, se trata del sitio más interesante para alunizar. Obviamente, bastará con que la nave enviada a la Luna lo utilice para que la inmortalidad de la familia Lovell esté asegurada.
• Collins. El astronauta operado recibió este recuerdo de sus colegas; es posible que el hecho de contar con un cráter propio en la Luna le alivie el post-operatorio.
Como si tanta autocomplacencia no bastara, en Sogamoso (Colombia), la señora de Aguilar —que acababa de dar a luz trillizos— decidió, el jueves 26, que los llamaría con los nombres de los tres cosmonautas. Claro que no se trataba de un emocionado desinterés. Su marido, Carlos Aguilar (gana, apenas, el equivalente a 50 dólares mensuales), aduló: "Espero que los norteamericanos, que tan orgullosos están de su hazaña espacial, nos ayudarán a criarlos".
Pero cualquiera que analice el riesgo que encerró la misión Apolo justificaría ese afán de trascendencia de sus protagonistas. El físico Ralph E. Lapp hizo responsable a ese programa "porque arriesga vidas y despilfarra el tesoro nacional en aras del prestigio". Él hubiera esperado hasta "contar con adecuados sistemas de salvataje, con un conocimiento mayor de los peligros que encierra la ruta y de las maneras de sortearlos".

De rebotes y de radios
Otro escéptico, Sir Bernard Lovell, rebajó algo su encono, la semana pasada, para felicitar a USA por la hazaña. Pero el famoso conductor del observatorio inglés de Jodrell Bank mantuvo sus argumentos en contra: "Hemos alcanzado ya un jalón decisivo con los aterrizajes automáticos —protestó— como para arriesgar esas vidas. Además, creo que los conocimientos acumulados por los rusos les permitirán contraatacar con un más prolijo sondeo de todo el sistema solar, en los próximos diez años".
El viernes pasado, y a una velocidad de 34.000 kilómetros horarios, la cápsula se aproximó a la puerta elegida para reingresar a la atmósfera terrestres; se trató de un blanco de 45 kilómetros de diámetro al que apuntaron los cosmonautas. Dar en el centro era un problema de vida o muerte: una línea de entrada demasiado tangencial hubiera hecho rebotar a la Apolo; otra, demasiado vertical, la hubiera incinerado sin remedio.
Si bien pasaron con felicidad (y resonancia: en gesto inusual, una prolija transmisión de Radio Splendid llenó el mediodía del viernes, en Buenos Aires, con los detalles del amerizaje irradiados directamente desde el portaaviones), la magnitud del riesgo debe turbarlos todavía.
El rebote era tan letal como la fogata: alejados ya de los depósitos de oxígeno y combustible, una especie de lastre de liberación prolongada, los cosmonautas no habrían sobrevivido más de siete horas con sus escasas reservas; la cápsula, repleta por los cadáveres, seguiría girando eternamente. Un par de días antes del amerizaje, la confianza depositada en los pilotos sufrió una ligera merma: se quedaron todos dormidos durante tres cuartos de hora. Anders, que estaba de guardia, se disculpó luego y lo felicitaron por su buena suerte: no ocurrió ningún accidente (los conductos de aire no se taparon; no hubo fallas), a pesar del descuido.
El trastorno sirvió a los escépticos para vituperar aún más a quienes decidieron encapsular a los tres hombres. Mordidos por la fatiga, la tensión y el fastidio, encerrados en un cubículo inconfortable, expuestos a desconocidas agresiones, con la responsabilidad de colaborar en el retorno, de atravesar esa minúscula puerta, una misión en la que les iba la vida, es casi imposible que ninguno de esos zarandeos hayan hecho mella en el trío.
Por eso, quizá, fueron más paradojales las palabras soltadas por Frank Borman el jueves 26, desde la nave, enfrentado a la Luna, para describir al satélite: "Es algo diferente para cada uno de nosotros. Mi propia impresión es que se trata de una vasta, solitaria y repelente expansión de nada".

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Apolo 8
Anders, Lovell y Borman


 

 

 

 

 

 

Misión del Apolo 8

 

 

 

 

 

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