Revista Periscopio
25-11-1969 |
La historia suele ser injusta con los segundones:
pocos recuerdan el segundo escalamiento del Everest, el segundo
cruce del Atlántico en avión. Esta vez, con el nuevo viaje a la
Luna, la regla se ha mantenido: la opinión pública, dentro y fuera
de los Estados Unidos, conservó una notable impavidez. Sin embargo,
nada parece indicar que la segunda residencia del ser humano en el
satélite haya sido menos fructífera que la anterior (julio, 1969),
cuando la Tierra entera perdió el aliento para vigilar el descenso
de Armstrong y Collins.
La serie de inconvenientes, tropiezos y torpezas de la misión Apolo
12 comenzó el miércoles 12, dos días antes del lanzamiento: averías
en uno de los dos tanques que almacenan el preciado oxígeno líquido
amenazaron con postergar la excursión. Aunque el desperfecto fue
superado —los técnicos reemplazaron ese depósito con otro extraído
de la Apolo 13—, la empresa quedó, desde entonces, signada por la
mala suerte. De allí en más, los expertos debieron enfrentarse con
una ristra de dificultades jamás experimentadas en un viaje
espacial.
A las 13 y 22 (hora argentina) del viernes 14, un temporal castigaba
las instalaciones del Centro Espacial de Houston. El meteoro no
impidió, sin embargo, que el cohete Saturno V emprendiera la marcha.
Cuarenta y cinco segundos después, el Presidente Nixon, medio millón
de testigos presenciales, miles de técnicos y —es obvio— los tres
pasajeros, experimentaron singular terror.
Nadie sabe a ciencia cierta qué determinó que el computador guía y
los sistemas eléctricos de la cápsula viajera paralizaran su
actividad por unos momentos. Conrad, con el pulso acelerado, atinó a
contar —en realidad lo supuso— que habían sido alcanzados por un
rayo. Lo cierto es que, doce minutos más tarde, la cosmonave Yankee
Clipper y el módulo Intrepid se inscribían en la órbita terrestre. A
las 16 y 9, superados los sobresaltos, enfilaban hacia la Luna.
A 24 horas del despegue, la cápsula había recorrido la mitad del
camino. Las bromas infantiles de los expedicionarios sirvieron para
paliar, en parte, la desazón experimentada ante los sucesivos
contratiempos. El centro de control terrestre informaba
periódicamente la hora ante la claudicación del reloj de a bordo; el
hielo acumulado en las ventanillas impedía a los astronautas
apreciar con claridad el panorama celeste; los trajes espaciales
hostigaban los cuerpos de los tres norte americanos; la epidermis de
Conrad se irritaba a causa de la gelatina de los sensores.
Por fin, la nave fue lanzada en la llamada trayectoria híbrida, un
derrotero que no garantiza el retorno a Ia Tierra. Anteriores
misiones emplearon la trayectoria de regreso libre, un camino que
utiliza el rebote de la gravedad lunar. Esta vez, la NASA creyó
oportuno arriesgar —las posibilidades de un desenlace fatal eran
mínimas— la eventualidad de un viaje sin regreso.
El lunes 17, Yankee Clipper y su módulo entraron en la zona de
gravitación de la Luna. La tercera de las cuatro correcciones de
rumbo fue omitida y la nave, absorbida por la atracción selenita,
aumentó su velocidad. En los primeros minutos del día siguiente
—martes 18— los astronautas cumplieron la más arriesgada de las
operaciones del plan de vuelo: colocaron la cosmonave en órbita
lunar, a 110 kilómetros de altura sobre la superficie del satélite.
Treinta y dos minutos de interminable silencio —la maniobra se
realizó en la cara oculta de la Luna— golpearon en las sienes de los
técnicos de turno. Restablecido el contacto (así estaba previsto),
la cosmonave orbitaba el satélite.
A la 1 y 55 del miércoles el Intrepid desacopló del Yankee Clipper.
Eran las 3 y 53 (110 horas, 32 minutos y 29 segundos habían pasado
desde el borrascoso despegue) cuando el módulo alunizó en el océano
de las Tormentas. Los últimos dos metros de una travesía de 400.000
kilómetros fueron cubiertos en caída libre. El piloto Conrad,
atolondrado, detuvo el motor unos segundos antes de lo prescripto.
Con media hora de atraso —los astronautas forcejearon treinta
minutos para colocarse los trajes apropiados para la caminata—, a
las 8 y 35, Charles 'Pete' Conrad pisó el suelo lunar. Poco después,
el viandante descubría, alborozado, el Surveyor 3, un vehículo que
USA lanzó en abril de 1967. Mientras hundía sus botas en el polvo y
retozaba como un inquieto colegial, Conrad advirtió que uno de los
zapatos se anegaba: fallas en el sistema enfriador del traje
espacial provocaron la inundación.
A las 9 y 15, Alan Bean abandonó el Intrepid. Cinco minutos después,
millones de televidentes terrestres que contemplaban embelesados
—algunos, en colores— las operaciones debieron conformarse con las
voces de los exploradores. Al trasladar la cámara de una pata del
Intrepid hasta un trípode, Bean la enfocó hacia el Sol. Ni las
señales transmitidas desde la Tierra ni sucesivos golpes de puño y
martillazos propinados por los cosmonautas obtuvieron del aparato
una respuesta satisfactoria. Por lo demás: recolección de piedras,
colocación de una bandera estadounidense, instalación de una base
científica (pantalla y espectrómetro de viento solar, sismógrafo,
magnetómetro, detector de ionosfera y detector de atmósfera) y
regreso al vehículo.
En la madrugada siguiente (a una hora y un minuto de asomar el
jueves) la escotilla volvió a abrirse. Esta vez, Conrad y Bean
caminaron ciento ochenta metros hasta el cráter en donde reposa el
Surveyor 3. Separadas varias piezas, las acarrearon hasta el navío.
Entusiasmado con una piedra, Conrad resbaló y sufrió el primer
porrazo selenita. A las 11 y 26, el Intrepid inició el ascenso hacia
Yankee Clipper. Gordon, silencioso, aguardaba el momento del acople.
Conrad, con una imprecación, turbó la serenidad del vigía. Descubrió
entonces que había olvidado sobre la superficie del satélite un
rollo de película en colores de la caminata del día. Una luz de
alarma lo rescató de la furia. Había hecho funcionar el propulsor
unos momentos más de lo establecido. La distracción lo elevó seis
kilómetros por sobre el Yankee Clipper. Superada la distancia, a las
15 y 2 del jueves pasado se consumó la unión. El Intrepid, ya sin
tripulantes, fue estrellado contra la superficie de la Luna a las
siete y cuarto de la tarde.
Fueron treinta y una horas de residencia lunar. El viernes a las 17
y 47 los motores del artefacto espacial pusieron a Conrad, Bean y
Gordon en camino hacia la Tierra. En suma: trescientos cincuenta
millones de dólares destinados a un viaje azaroso.
* * * *
Lunautas: volar es una pasión
Casi calvo, de ojos azules, Charles 'Pete' Conrad, 39, comandante de
la Apolo 12, es un vocacional. "Hay mucha gente que viene a la NASA
por los dólares —se indigna—. Para mí lo que vale es el gusto de
hacerlo." No tenia aún cuatro años cuando su padre, un banquero que
sirvió como aviador en la Primera Guerra, le compró un triciclo de
pedal con forma de aeroplano. "Estaba loco de gusto por él —recuerda
la madre—, tal vez por eso le picó el bichito de la aviación, la
chifladura de volar."
Lo cierto es que Pete dejó de interesarse por las cosas terrenas:
leyó cuanto pudo sobre viajes y pilotos famosos, armó cientos de
aparatos en miniatura. A los nueve años voló por primera vez, a los
quince tomó los controles. "Descubrí que había perdido los mejores
años de mi vida en pequeñeces", bromea.
Egresó de la Universidad de Princeton en 1953, como ingeniero
aeronáutico; el mismo año se casó con Jane Dubose, hija de un
hacendado lejano, con quien tiene cuatro hijos varones. Luego, sus
calificaciones en la Armada le abrieron las puertas de la escuela de
pilotos de prueba de Patuxent River, en Maryland. En agosto de 1965
debutó como astronauta a bordo de la Géminis 5; un año después
comandó la Géminis 11. Fueron, en su momento, records de permanencia
y de altura; pero Conrad, muy parco en público, prefiere no hablar
de ello.
Richard Dick Gordon, 40, piloto comandante del módulo, dio muchas
vueltas: quiso ser seminarista, profesor de química, odontólogo,
hasta pensó en jugar al béisbol como profesional. Fue, también, un
estudiante mediocre. Cuando tuvo que cumplir el servicio militar
optó por la aviación; le pareció una buena carrera. Al fin de
cuentas él, hijo de un empleado de lechería y de una maestra, hijo
mayor de media docena de hermanos, tenía que ser práctico. Se
entusiasmó, fue piloto de pruebas y, algo importante en su vida, se
hizo amigo de un devoto del aire: Charles Conrad. Su esposa,
Bárbara, es maestra de catecismo; a Gordon le gusta cultivar su
jardín de rosas y, en invernó, patinar sobre un lago helado. Los que
lo conocen sostienen que le desagrada perder; en cuanto a hijos, al
menos, lo consigue: tiene seis.
Alan Bean, 36, cabello y ojos castaños, vuela por primera vez al
espacio. Está casado con Sue Ragsdale, dos hijos, y se diplomó como
ingeniero aeronáutico en 1955. El más allá lo apasiona en todas sus
formas: es, también, muy religioso y afiliado a la secta metodista.
Desde que sus padres discutieron su ingreso a la marina —la madre se
oponía—, cuando era un adolescente, tuvo una sola idea: volar. Quizá
por eso no pudo ser demasiado ingenioso, cuando lo interrogaron en
Houston, poco antes de partir: "¿Qué siente?", le dijeron. "Por fin
podré despegar de la Tierra", simplificó.
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