Revista Periscopio
21.04.1970 |
No faltó, siquiera, la sirena de La Prensa. El
viernes pasado, a la tarde, una sinfonía de bocinas invadió el
centro de Buenos Aires; desde algunos edificios se derramaba una
lluvia de papel picado. Es que las radios acababan de dar una
noticia que se aguardó durante tres días y medio: los astronautas de
la Apolo XIII habían descendido sanos y salvos en el Pacífico.
"Nunca hubo tanta angustia y alivio desde Lindbergh a hoy", titulaba
el sábado también La Prensa. Es cierto: porque este tercer viaje a
la Luna estaba condenado (como el segundo, en noviembre último) a la
indiferencia de la opinión publica mundial, ya saciada con la
conquista humana del satélite, hace nueve meses. De pronto, al alba
del martes, cuando fue cancelada la misión, en medio de fuerte
peligro para sus ejecutores, los astronautas empezaron a gozar de
una publicidad y un afecto superior al que lograron sus numerosos
antecesores.
Quienes creen en la jettatura culpan al número del operativo; otros,
al nombre de la nave de comando: Odisea. Los entendidos suponen que
el fracaso señala fallas en el programa, necesidad de mayores
estudios. Sin embargo, todos ellos rinden homenaje a la intrepidez
de los cosmonautas y al vigoroso complejo técnico-científico que
hizo posible evitar una catástrofe, dos elementos norteamericanos,
si los hay. No obstante, se abre una incógnita: ¿seguirán adelante
los vuelos espaciales? Lo que sucedió con la Apolo XIII, ¿es sólo
obra de las circunstancias, uno de los riesgos del oficio? Además,
vuelve a plantearse un viejo interrogante: ¿valen la pena tantos
esfuerzos? ¿En qué progresará la Humanidad si se los repite?
Entre la alarma y la satisfacción que rodearon el viaje de la Apolo
XIII quedó flotando una seguridad, al menos: la perfección es
imposible. Ya lo sabían los griegos, es cierto: pero ha vuelto a
comprobarse al ritmo de la tragedia. Las agorerías, con todo,
hablaron antes.
LOS MALOS PRESAGIOS
El 25 de marzo comenzaron las desgracias: tres vehículos del
servicio de seguridad, en Cabo Kennedy, se incendiaron a pocos
metros del cohete impulsor de la nave, el Saturno-5, una mole de 18
metros de altura cargada con casi cinco millones de litros de
combustible. El 5 de abril otro dolor de cabeza: un tanque de helio
líquido que alimenta el motor de descenso del módulo lunar se
recalentó más de la cuenta. Hubo que trabajar una noche entera para
estabilizar la presión del depósito y disipar los temores de una
suspensión. "Todo se desenvuelve dentro de lo previsto", tranquilizó
la NASA.
Los partes meteorológicos también destellaban optimismo. "Durante el
período crítico de ocho horas antes del lanzamiento, el 11 de abril,
existe menos de un 5 por ciento de posibilidades de que ocurran
tormentas de truenos en el Centro Espacial Kennedy", estimó la asca
(Administración de Servicios Científicos Ambientales).
Nadie pudo calcular, en cambio, la chance de que alguno de los
astronautas se enfermara. Y ocurrió: Charles Duke, uno de los
pilotos de reserva, contrajo rubéola. Ninguno de los miembros
titulares estaba vacunado; pero sólo Thomas Mattingly —según las
pruebas clínicas pergeñadas por Charles Berry, el director del
equipo médico— carecía de inmunidad frente al virus. Al fin, cuando
ya se temía la postergación de la aventura hasta el 9 de mayo, la
fecha favorable más cercana, se optó por reemplazarlo con John
Swigert, 38. La demora hubiera agregado 500 mil dólares más a los
375 millones devorados por la misión.
Pero siguieron los sustos. El 7, a cuatro días de la partida, los
técnicos de dos estaciones de localización, en Australia, amenazaron
con lanzarse a una huelga por el despido de 36 compañeros. Hubiera
sido grave: las plantas son elementos indispensables en la red que
permite seguir el vuelo de la misión en todas sus fases.
James A. Lovell, 42, Fred W. Haise, 36, y Swigert, el suplente,
mantuvieron una fría tranquilidad. El 11, día del lanzamiento, se
levantaron a las 10.58; tomaron un desayuno ya tradicional: un bife,
huevos, pan tostado, café y jugo de naranjas. El último examen
médico reveló que estaban en óptimas condiciones para afrontar la
tarea.
A las 13.44 subieron a la cápsula madre, Odisea, y comenzaron los
preparativos para la salida, dos horas y media más tarde. El sábado,
a las 14.13 (hora argentina), tal como estaba previsto, el Saturno-5
hizo temblar la base de lanzamiento. Willy Brandt, Canciller de
Alemania Occidental, y el Vicepresidente norteamericano, Spiro
Agnew, temblaron con ella. Richard Nixon, en cambio, se conformó con
ver la maniobra por televisión, desde su yate Sequoia, en el Río
Potomac.
El diablo volvió a meter la cola: uno de los cinco motores de la
segunda sección del cohete se apagó antes de tiempo. Los expertos
señalaron que no había riesgo alguno: los otros cuatro motores están
dispuestos de tal manera que compensan, en forma automática, la
pérdida de impulso. Los viajeros estaban demasiado ocupados como
para exudar temores. Eran conscientes, además, de la dura faena que
los esperaba. Y mantenían un apacible sentido del humor. Swigert,
por ejemplo, conquistó a la platea anunciando que había olvidado
llenar su declaración de impuesto a los réditos.
JUNTO A LA MUERTE
El martes, a las 2.54 (0.54 hora argentina ), una explosión —se
sospecha el impacto de un meteorito, aunque nadie se atreve a
asegurarlo— puso fuera de juego a la mitad del complejo eléctrico de
la nave. Estaban, entonces, a 300 mil kilómetros de la Tierra. Los
navegantes informaron que tenían energía para unos 15 minutos; el
oxígeno —se mezcla con hidrógeno y produce electricidad— escapó a
raudales. La nave madre se desangraba sin remedio.
No hubo alternativas: Lovell y Haise
pasaron a la unidad de alunizaje para aprovechar sus reservas. El
descenso en la Luna, por supuesto, quedó fuera de los planes. Desde
ese momento sólo se dibujó un objetivo: salvar la vida de los
astronautas. Después de dar una vuelta a la Luna se restablecieron
las comunicaciones radiales —eran algo más de las 22 del miércoles,
en la Argentina— pero sólo se hicieron los contactos
imprescindibles. "Todo parece presentarse bastante bien", suspiró
Haise.
Los pasos cruciales: abandonar el frágil LEM —un bote salvavidas de
sólo 7 metros de altura, pero capaz de impulsar a la inerte y
gigantesca Apolo XIII—; entrar, ya en la cápsula madre, a la
atmósfera terrestre (el ángulo de ingreso los expone a dos peligros:
rebotar y perderse en el espacio o carbonizarse por el calor de la
fricción).
Amerizar, por fin, en una zona accesible.
Lo consiguieron: el viernes, a las 15.50 (hora argentina), luego de
bambolearse durante centenares de metros colgando de sus tres
gigantescos paracaídas de color rojo y anaranjado, la nave madre se
precipitó a las aguas del océano, a unos 980 kilómetros al Sureste
de Samoa. Trece minutos antes había irrumpido en las primeras capas
atmosféricas, a una velocidad de 39.390 kilómetros por hora: era una
bola de fuego, con su superficie exterior calentada hasta 2.800
grados centígrados, por el roce con el aire.
Los astronautas ya habían soltado el módulo lunar, Acuario, que
debía depositarlos en el satélite y les cuidó la vida. Media hora
después del amerizaje, Lovell, Haise y Swigert pisaban la cubierta
del portahelicópteros Iwo Jima: el capellán del buque rezó una
plegaria, agradeciendo a Dios y la capacidad de los astronautas. La
pesadilla había terminado.
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Haise, Lovell, Swigert, en el Iwo Jima, después del suspenso |
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Apolo XIII |
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