Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Entrevista a la bailarina más grande del mundo: Maia Plisetskaya, estrella del Bolshoi
ES BURGUESA Y AMA EL TWIST

Revista Panorama
enero de 1965

Es en todos los sentidos una mujer desconcertante. Uno la mira, por ejemplo, y decide inmediatamente que es fea: ese rostro seco, consumido, surcado de arrugas precoces, esos rizos rojos que caen sobre los hombros, en un peinado que estuvo de moda hace veinte años, esas piernas musculosas, potentes, desproporcionadas con la delgadez del cuerpo casi masculino. Sin embargo, un segundo después, al mirarla por segunda vez, se la encuentra estupenda: con ese rostro diáfano, angélico, esos cabellos de fuego, esas piernas armoniosas, hechas a propósito para sostener su cuerpo esbelto y adolescente. Es Maia Mijailovna Plisetskaya, primera bailarina del famosísimo Ballet Bolshoi, nacida en Moscú hace treinta y seis años y casada con el músico Scedrin. Resulta imposible clasificarla. Ama a Rusia y le agradan los Estados Unidos. Se dedica con alma y vida a la danza, con un rigor casi monacal, y defiende la frivolidad, frecuenta los "night-clubs" donde reina el jazz. Conocerla es conocer un poco la Unión Soviética a la que no estamos acostumbrados: aquella que no rechaza ya las herejías occidentales y compra trigo a los Estados Unidos.
La entrevista que sigue tuvo lugar en el escenario, en momentos en que ensayaba "El lago de los cisnes", el mismo día en que recibió la noticia de que le había sido concedido el Premio Lenin ("para nosotros los rusos equivale a un Nobel y un Oscar juntos"). Era la primera vez que la Plisetskaya venía a Italia. Bailaría en la Scala con su "partenaire" Nikolai Fadeiechev, primer bailarín del Bolshoi.
La entrevista duró casi dos horas, con todos los inconvenientes que derivan de la comunicación por intermedio de un intérprete, y fue ella quien la dirigió, con la misma desenvoltura que luce en escena. Usaba las palabras como usa las piernas: sin temor, sin fatiga. Tal vez no sea esta una entrevista sensacional. Pero es sin duda un retrato fiel. El retrato de una artista que ama su trabajo tanto como a la vida, de una mujer sincera hasta la ingenuidad más candorosa. Una mujer insólita.


ORIANA FALLACI: Esta es la primera vez que entrevisto a una gran bailarina, mejor dicho, a la más grande bailarina del mundo, señora Plisetskaya. Y también la primera vez que entrevisto a una mujer soviética. Sobre la primera no sé casi nada: es increíble lo poco que se conoce de ella. En cuanto a la segunda, me acosan, como a tantos, muchos lugares
comunes. Así que me siento un poco confundida, señora Plisetskaya, y. . .
MAIA PLISETSKAYA: Yo, en cambio, me divierto muchísimo. Ustedes los italianos tienen una forma tan extraordinaria de considerar el divismo, una curiosidad tan exacerbada. Quiero decir que también entre nosotros existe el divismo. La esperan a la salida del teatro, es cierto, la reconocen por la calle y la detienen y le piden autógrafos y la atormentan un poquito. Pero nunca le preguntan cosas que le conciernan directamente y. . . Por ejemplo, lo que pasó esta mañana. Estaba durmiendo y me despertó el teléfono. "Señora Plisetskaya —dice una voz—, tenemos que darle una noticia". "Muy bien", respondo. "¡Una gran noticia!". "Muy bien", vuelvo a decir. "Ha ganado el Premio Lenin". "Gracias", le contesto. "¿Quiere hacer alguna declaración, señora Plisetskaya?". "Gracias", digo nuevamente, y cuelgo el receptor. Tal vez ese señor esperaba que yo le dijese quién sabe qué cosas, que le confesara algún secreto. En cambio, no hice nada más que decir "gracias", y luego me quedé pensando: "¡Lo ganaste, Maia, lo ganaste!". Para nosotros es un gran honor y significa siete mil quinientos rublos. ¿Cuánto es eso en liras?
—Más o menos unos cinco millones y medio, creo (algo más de un millón de pesos argentinos).
—Cinco millones y medio es una cifra importante, ¿no le parece? Piense que gano quinientos rublos por mes. ¿Cuánto es en liras?
—Más o menos unas trescientos cincuenta mil liras, me parece (unos ochenta mil pesos argentinos). No es tanto. Pienso que debería ganar mucho más, señora Plisetskaya.
—¿Por qué? ¿En Italia los artistas ganan mucho más?

"No bailo por el dinero"
—Bueno..., sí, señora Plisetskaya. Mucho, muchísimo más. Digamos que ganan millones.
—¿Y qué hacen con el dinero? Oh, no, no lo creo. Me parece ridículo. Fíjese: según creo, quinientos rublos es lo máximo que puede ganar un artista y es, además, uno de los sueldos más elevados que se pagan en Rusia. A mí me bastan: no soy una mujer que dé mucha importancia al dinero, no estoy obsesionada por la idea de juntar mucho dinero. Fíjese: también en Rusia hay gente obsesionada por la idea de hacerse una fortuna. ¡Vaya si la hay! Como aquí, ni más ni menos. Pero no la comprendo, y créame: no bailo por el dinero. ¿Qué haría con tanto dinero? Si quiero comprarme un vestido, me lo compro; sí quiero un perfume, lo compro; además, tengo una casa en el campo con un hermoso bosque alrededor; tengo un auto, un departamento en el centro de Moscú, ahora esos siete mil quinientos rublos del premio... Me parece que estoy hecha una capitalista. Bien entendido, el departamento no es grande: nada más que tres ambientes. El dormitorio, el estudio de mi marido, el estudio mío. La mucama lo limpia en un abrir y cerrar de ojos. Pero... 
—Feliz usted, que tiene mucama. 
—Claro que tengo. Mucama y chofer. ¿Cómo podría vivir sin mucama y sin chofer? Una mujer que trabaja, como yo, no puede fatigarse manejando el auto o haciendo la limpieza de la casa. ¿Acaso en Italia no existen las mucamas? ¿O tal vez en Italia es como en los Estados Unidos? Me quedé estupefacta en los Estados Unidos: no se encuentra una mucama ni con lupa. O, si se la encuentra, llega con un Cadillac, llena de pretensiones, dándose aires, y la trata a una como sí fuese una enemiga. Si no hay lavarropas automático, si no hay aparato de televisión o por cualquier motivo semejante, le da vuelta la espalda y se va. Se sube a su Cadillac y se va. ¿También es así en Italia?
—Dejemos ese tema, señora Plisetskaya. Si no, van a decir que esta entrevista la he fraguado yo. Dejemos eso de lado y hablemos de usted. De esta Plisetskaya que es la bailarina más grande del mundo y que gana solamente quinientos rublos por mes.
—Pero me alcanzan, ya le dije.
—Ya entendí: le alcanzan. Y no baila por el dinero.
—¡No! ¡No! Bailo porque... ¡Oh.! Es tan embarazoso decir ciertas cosas! Una termina por parecer retórica mando dice algunas cosas, pero... bueno..., fíjese: tal vez debería comenzar por el principio...¿Puedo? ¿Sí? Entonces le diré en primer lugar que lo nací de una familia pobre, de obreros o de campesinos, por ejemplo. Quién sabe por qué, cada vez que se habla le un hombre o una mujer soviéticos a gente piensa que han nacido en un hogar de obreros o de campesinos, como si todos los rusos fueran obreros o campesinos. Mi familia es una familia de intelectuales y de artistas, gente burguesa, si le parece que puedo emplear el término. 
—¿Por qué no? No es una mala palabra. 

Una familia "burguesa"
—Claro que no es una mala palabra. Y la digo: gente burguesa. Mi padre era ingeniero; mi abuelo, un famoso dentista, pero todos los otros fueron actores o pintores o bailarines. Mi madre, por ejemplo, era una gran actriz de cine; las hermanas de mi madre fueron actrices de teatro o solistas del Bolshoi; mi tío fue un famoso bailarín y coreógrafo; nunca nos faltó dinero, ni comodidades, ni una casa bien puesta. Así que desde niña me crié en ese mundo, y no tenía todavía ocho años cuando me inscribieron en la escuela de danzas del Bolshoi. Llevaba el baile en la sangre y a los dieciséis años me presenté en "El lago de los cisnes", y nunca necesité agotarme para lograr el éxito. Llegó casi inmediatamente, por sí solo, como algo lógico y normal, sin que yo moviera un dedo para alcanzarlo, sin tener que extralimitarme, sin tener que sufrir. ¿Y por qué iba a sufrir? Aun si no hubiese triunfado, no tenía por qué haber pasado hambre. Hubiera seguido siendo la señorita Plisetskaya, que tiene todo lo que quiere: comodidades, vestidos, una familia que la mantiene. No me daba siquiera cuenta de que había conquistado el éxito. Como muchas mujeres de mi generación, he madurado bastante tarde. Luego, un buen día, no recuerdo cómo, ni cuándo, me di cuenta de que había llegado al éxito y, en el mismo instante, comprendí que, teniéndolo, debía usarlo para los demás. Ahora viene la retórica, e lo que puede parecer retórica: bailarse ha convertido para mí en una manera de servir a los demás. Para ayudarlos a olvidar las desgracias, a ser un poco menos tristes, no sé. Quiero decir que, si yo me siento triste o tengo problemas, me pongo a escuchar un disco, voy al cine, y me siento un poco mejor. De modo que pienso que,
cuando bailo, puedo ayudar a la gente a sentirse un poco mejor, hacerles comprender que hay algo hermoso más allá de sus problemas... Tal vez esto la haga reír.
—No me hace reír en absoluto. Me llena de respeto y de afecto. Continúe, por favor.

El caso de Nureiev
—Cuando estuve en los Estados Unidos no hacían otra cosa que ofrecerme contratos: cifras colosales, créame. Pero siempre los rechacé. Y no porque no me gusten los Estados Unidos. Me gustan muchísimo; todo el mundo parece más chico cuando uno ha conocido los Estados Unidos, todas las ciudades parecen provincianas cuando se ha visto Nueva York. Los rechacé, porque allá me hubiera dejado atrapar por el engranaje del amor al dinero, lo sé, y habría perdido el amor por los otros, que está en mí. Ese amor que nutro muy bien en mi patria, en Rusia, donde no tengo tentaciones.
—Entonces le preguntaré cómo juzga usted a su compatriota Nureiev, señora Plisetskaya. Él ha cedido a ciertas tentaciones.
—¿No se puede evitar esta pregunta? ... 
—Puede evitar responderla, señora. O responder, como muchos han hecho en Rusia, que, después de todo, se trata de un bailarín pésimo.
—No es verdad. Es un bailarín excelente. Lo vi bailar solamente una vez, en Leningrado, pero puedo decir que es un bailarín excelente. En cuanto a lo que hizo, mejor no comentarlo. Es tan difícil juzgar a los otros, comprender las razones que impulsan a una persona a obrar de una forma en lugar de otra. Yo nunca abandonaría a Rusia; me siento feliz cada vez que salgo de Moscú, pero me siento aún más feliz cada vez que regreso. Nureiev la abandonó. Y creo que ese es asunto suyo. 
—Usted es una soviética muy particular, señora. ¿Está inscrita en el partido?
—No. La política no me interesa. Una bailarina tiene tan poco que ver con la política.
—Galina Ulanova, la gran Ulanova, cuyo puesto ocupa hoy usted, está inscrita en el partido, en cambio. Y pensar que usted se parece tanto a la Ulanova.

No parecerse a nadie
—Yo no me parezco a nadie. La Ulanova es mucho más baja que yo, me llega a la nariz y tiene las piernas más delgadas. Tiene también un estilo muy diferente; y un carácter muy diferente. ¿Sabe cuál es la cosa más hermosa del mundo? Para mí, no parecerse a nadie, ser un individuo diferente de todos los otros individuos. Ninguno de nosotros se parece a otro. Ninguno. Y si al mundo le quitamos la tranquilidad de que somos todos diferentes e insustituibles, no nos queda nada. O solamente sentiría un aburrimiento infinito.
—El derecho de no ser iguales se ha hecho tan raro en nuestros días. También usted debe de saber algo al respecto.
—¿Cómo dice?
—Nada. Que le hago otra pregunta, señora Plisetskaya: ¿es usted religiosa? Hoy entramos en el Duomo y me pareció que caminaba usted en él con un respeto diferente del de la turista común.

Mi única religión: la danza
—Mi única fe está en mi trabajo, mi única religión es la danza. Caminaba por el Duomo con el respeto que se debe tener cuando se contempla algo hermoso, una obra de arte, eso es todo. Soy muy sensible al arte. Si no lo fuese, ¿cree usted que iba a destrozarme en un oficio cruel como el mío? Un oficio sin futuro, sin piedad. Dura hasta que duran los músculos, mientras el corazón anda bien. Cuando los músculos se aflojan, el corazón se debilita, todo termina para nosotros. Si una es famosa o afortunada puede convertirse en coreógrafa, en profesora de una escuela de danzas; pero en la mayor parte de los casos no queda otro recurso que encargarse del guardarropa; es increíble cuántas encargadas del guardarropa fueron bailarinas. Han estudiado únicamente danza, no han hecho otra cosa que bailar, su cerebro está tan adormecido como sus tejidos y su corazón. Un escritor se perfecciona cuando envejece, un zapatero, un abogado, un campesino se perfeccionan cuando envejecen. Un bailarín que llega a viejo no es más que un cuerpo cansado. Yo me doy cuenta, lo comprendo. Y sin embargo, cada mañana que el sol se levanta sobre esta tierra, estudio, estudio y me afano frente a un espejo. Hace casi treinta años que bailo y no he dejado una sola mañana de consagrar tres horas y media al ejercicio. Ni siquiera cuando estaba de vacaciones, Ni aun cuando estaba enferma. Verdaderamente, por este oficio lo he sacrificado todo.
—También los hijos, me parece. Usted no tiene hijos, creo, señora Plisetskaya.

"El amor no se divide"
—También los hijos. Me casé hace seis años y hace once que conozco a mi marido. Hubiera podido tener hijos, pero no los tuve. Y no los tuve para no renunciar a mi carrera. Ya ve, también yo tengo una religión. O se es madre o se es bailarina; o se ama a esos desconocidos que se llaman público o se ama a los propios hijos. Es imposible hacer las dos cosas al mismo tiempo: el amor no se divide, si es amor auténtico. Mi marido es músico, compone música para películas y para ballet; nuestro matrimonio se realizó y perdura porque no divide ni debilita mi amor. Sé que no es fácil ser el marido de una mujer como yo, preocupada constantemente por no engordar, por dormir bastante, que está siempre ocupada practicando pasos, decidida a no tener hijos y que se ausenta del hogar durante buena parte del año. Lo sé, y por eso quiero muchísimo a mi marido. Pero si él me pidiese que renunciase a la vida que llevo, me vería obligada a renunciar a él. ¿Le parece monstruoso?
—No. Me parece cansador. Y también un poco heroico. Pero, perdone, ¿no hay otra cosa que le interese, fuera de la danza?'

Hemingway, su escritor preferido
—Por supuesto que sí: todo lo que no constituya un obstáculo para el baile. Me gusta ir al cine, por ejemplo, me gusta viajar, me gusta leer: no soy una monja del Bolshoi. No vivo como si el mundo comenzase y terminase en el Bolshoi. Por el contrario, estoy convencida de que es necesario tener muchos intereses, mucha curiosidad, para expresar la vida bailando. Y si le digo cuál es mi escritor preferido, comprenderá inmediatamente que para mí el mundo no comienza y termina en el Bolshoi.
—¿Cuál es, señora Plisetskaya?
—Hemingway.
—¿Hemingway?
—Sí, precisamente él. Ni Tolstoi, ni Ehremburg, ni Chejov, ni Pasternak. Hemingway. Me agradan también Steinbeck y Faulkner, toda la literatura norteamericana. Pero Hemingway más que ninguno; y si me pregunta cuál es el hombre que más lamento no haber conocido, no le diré Lenín ni ningún otro ruso. Le diré que es Hemingway.
—Quién sabe qué pensarán ciertas personas que odian a los norteamericanos y hubieran dado la vida por conocer a Lenín.

Los Estados Unidos vistos por una rusa
—Que piensen lo que quieran. A mí los norteamericanos me resultan muy simpáticos. Estuve dos veces en los Estados Unidos, y una vez me quedé tres meses y medio. Visité doce ciudades y aunque tuve que bailar todas las noches, pude visitarlas en forma. Resultado: los norteamericanos me gustan. Hablo del pueblo, por supuesto, no de los políticos, que son iguales en todas partes. El pueblo. Piense que solo en Moscú he recibido los aplausos que recibí en Nueva York. Y quizás ni en Moscú. Una noche el telón se alzó veintisiete veces. Otra noche tuve que repetir un bis; nunca había ocurrido.
Gritaban, lloraban, parecían enloquecidos. Me parece que el pueblo norteamericano se asemeja mucho al pueblo soviético: el mismo entusiasmo, la misma cordialidad, la misma admiración por quien hace bien una tarea, la misma seriedad en el trabajo. Hasta tienen la misma manía de llegar a la luna.
—¿Cómo? ¿A usted no le importa llegar a la luna? Y sin embargo, en Rusia. . .
—Poco, poco. He sentido bastante indiferencia, hasta cuando mandaron al espacio a Valentina. Sí, era una mujer, estoy de acuerdo, pero el "estreno" había correspondido a Yuri Gagarin y, después de un estreno, no queda lugar para la sorpresa. En cuanto a Gagarin, lo he conocido: encantador como el que más, valiente, atrayente también. Pero como hombre, como expresión de un tipo humano, no me dice absolutamente nada. ¡Si las medallas las diesen a esos pobres científicos de quienes nadie habla! Ellos sí que me interesan, con ellos sí que me gustaría hablar. Pero para preguntarles: "Díganme, señores, ¿vale la pena tanto sacrificio y tanto esfuerzo para llegar a la luna? Sabemos que en el satélite no existe la vida, y el único interés de la vida es la vida misma. En lugar de ir a la luna, ¿no le parece que podríamos quedarnos aquí bailando el twist?

Los rusos, enfermos de seriedad
—¿Bailando el twist, señora Plisetskaya? ¿Bromea usted?
—No bromeo, en absoluto. ¿No se fijó usted en los discos que compré hoy cuando salimos juntas?
—Sí, pero pensé que serían para hacer un regalo a alguien.
—¿En Rusia? ¿Y quién baila el twist en Rusia? No es que esté prohibido. Simplemente no gusta, es considerado como algo inconveniente: los rusos están siempre enfermos de seriedad. Bueno, a mí en cambio me gusta. En el trabajo soy seria. Pero, una vez terminado, un poco de frivolidad hace bien. Fíjese en los norteamericanos. Yo tengo que dormir después de cenar, porque estoy cansada. Si no, me iría a los night clubs. En los Estados Unidos iba siempre con mi marido. Recuerdo lo que nos pasó en Chicago, una noche...
(Y yo recuerdo la noche de su presentación en Milán, en "El lago de los cisnes". Creo que la recordarán todos los que la vieron. Los aplausos eran atronadores, la gente parecía enardecida de entusiasmo y de cariño. El telón bajaba, volvía a subir, y ella estaba allí, agradeciendo, como una niña feliz de haber hecho algo por los demás. Es hermoso poder decir: "Yo vi bailar a la Plisetskaya"'.)
Oriana Fallaci

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Maia Plisetskaya

 

 

 

 

 

 

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