Revista Periscopio
14.07.1970 |
Quark, escribió James Joyce en su novela
Finnegann's Wake; los lectores no entendieron. Era justo, porque
quark no significaba nada entonces: era un invento del narrador. Los
físicos —quizá les gustó el término, quizá no encontraron otro
mejor, nunca se sabe— decidieron apropiarse de la palabra: la
adoptaron para designar a las unidades elementales de la materia.
Durante años se había pensado que el átomo era indivisible; por fin
—rasgada su virginidad—, los investigadores descubrieron que, tras
ella, escondía otros dones: partículas más pequeñas, estructuras aún
más recónditas. Ahora se pretende romper las ligaduras que mantienen
unidos a los quarks; el strip tease del mundo físico parece
interminable.
La hazaña será posible el año próximo: la Comisión de Energía
Atómica de USA, con el apoyo de 50 Universidades, está construyendo
el desintegrador atómico —o acelerador de partículas— más grande y
poderoso de la historia. Un enjambre de científicos y técnicos zumba
en el NAL (National Accelerator Laboratory), en Batavia, Illinois.
Dentro de algunos meses, cuando el engendro comience a rugir, el
núcleo del átomo será destripado hasta que las partículas
submicroscópicas queden al descubierto y los quarks, por fin, serán
aislados. Las ciencias aplicadas —no siempre bien aplicadas, en
verdad— esperan con avidez los frutos de esta nueva incursión en lo
minúsculo.
"Durante muchos años, la tabla de Mendeleiev fue un modelo de los
elementos básicos de la materia —compara James Walker, un joven
físico del nal—. Ahora, el estudio de la alta energía se encuentra
en un punto de partida semejante al de la química de Mendeleiev hace
un siglo."
Ocurre que, en 1930, cuando se conquistó el núcleo del átomo, los
expertos se llevaron una sorpresa: esperaban encontrar algunas pocas
—y simples— subunidades, algo así como la pulpa de una nuez. Pero
—el Universo es casquivano— se toparon con cientos de partículas que
atraviesan el núcleo; la nuez, al fin, se tornó un melón. Y, para
colmo de males, el orden de las semillas resulta un enigma casi
insuperable. "La organización interna de las partículas del núcleo
no ha sido todavía explicada
—reconoce Joseph Lach, otro físico del nal—; no hemos descubierto
aún los equivalentes de los protones, neutrones y electrones,
elementos que hacen del átomo algo comprensible."
Claro que no sólo se trata de clasificar las partículas; es
imprescindible, además, seguirles los pasos, descubrir sus
movimientos. Se sabe, por ahora, que algunas se mueven como
péndulos, en medio de la masa de las demás; los entendidos creen que
los desplazamientos no son sino el cemento que mantiene unidas a las
diferentes partes de la materia. Los 500 mil millones de
electrón-volts (Un electrón-volt es el empuje que resulta de una
partícula cargada de un volt), la imponente musculatura del nuevo
aparato, permitirán romper los vínculos y penetrar en la intimidad
de esta argamasa.
Para tocar el fondo del átomo habrá que ganar una verdadera batalla
de la energía; el acelerador la librará en varias etapas. En
síntesis: una nube de moléculas de hidrógeno se separa de sus
electrones; sólo queda el protón en el núcleo. Después, la manada de
protones —a lo largo de un tubo de 150 metros— alcanza los 200
millones de e.v.; cuando desembocan en el anillo acelerador, la
energía vuelve a crecer. Pasan luego a un anillo principal que los
castiga con una nueva descarga cada vez que transitan su
circunferencia (6 kilómetros); dos series de imanes se encargan de
que el grosor del rayo no engorde más allá de unos pocos milímetros
y, al mismo tiempo, conserve una órbita circular.
Cuando ascienden al máximo nivel de potencia, los sufridos protones
son desviados por un tercer juego de imanes: salen del anillo hacia
corredores laterales; es como si un tren, a toda marcha, entrara por
una vía secundaria. Al final del corredor está, por fin, el blanco
(en general una porción de litio); los protones chocan contra la
placa de litio y se desintegran —no es para menos: viajan entonces a
la velocidad de la luz— en una lluvia de partículas elementales. Las
pobres no viven más que un instante, pero una exquisita batería de
instrumentos se las ingenia para retener las biografías de
existencias tan efímeras.
Están, por supuesto, los que acusan. Se trata de experimentos
esotéricos e inútiles, sostienen. Pero son los menos: "A principios
de siglo —arguye Edwin Goldwasser, uno de los directores del NAL—,
cuando los físicos estaban investigando el átomo, nadie podía
encontrar una utilidad a esos trabajos; ahora son cosa corriente. De
aquí a 25 años, todas estas pequeñas piezas en las que estamos
trabajando serán unidas para formar una imagen unificada de la
materia y de la realidad".
La objeción podría hacerse, en todo caso, desde otro costado;
justamente el opuesto: no se trata de que las investigaciones
resulten inútiles sino, más bien, del peligro que todo culmine en
una explosión atómica mundial; poco habría de importarle entonces a
los científicos —ni a nadie: no habría quién— la conducta de la
realidad.
TODO EMPEZO EN LA CALESITA
Si las partículas baten records de velocidad deben agradecerlo —si
es que correr les gusta— a Stanley Livingston: fue uno de los
pioneros de los aceleradores y no abandona la cuestión desde
entonces, hace cuatro décadas. Ahora, por supuesto, está en Batavia
y es uno de los directores del desintegrador monstruo. Pero la
historia, en rigor, empezó hace bastante tiempo.
En 1930, cuando se graduó en la Universidad de Berkeley, Livingston
consiguió hacer su tesis doctoral junto a Ernest O. Lawrence, uno de
los más grandes físicos norteamericanos. Compartieron, de entrada,
un objetivo: construir un pequeño acelerador de 4 pulgadas de
diámetro. Era sólo un incipiente experimento.
Lawrence había diseñado un acelerador circular, una forma de
facilitar el acceso a las altas velocidades. Se pusieron una meta:
llegar al millón de e.v.; pero la calesita —así bautizaron a la
primera criatura— resultó más anémica de lo que esperaban.
Todos los intentos fracasaron hasta que Livingston tuvo la picardía
de colocar unas placas triangulares de acero en la parte superior de
las cámaras; se modificó, así, el campo magnético.
Y de tal modo que el haz de protones se mantuvo unido mientras
giraba en espiral. Llegó la victoria: en diciembre de 1931, el
acelerador Lawrence-Livingston —de 11 pulgadas de diámetro— superó
el límite previsto. Pero, como suele ocurrir, la polilla comenzó a
devorar los laureles: a la par que los protones, los celos
científicos de los sabios se aceleraban sin pausa.
Cuando Lawrence ganó el premio Nobel, ocho años más tarde y gracias
al invento, la vieja amistad se fracturó más todavía. "Es la eterna
historia del estudiante graduado y su profesor —relata un colega,
amigo de ambos—. Stanley estaba seguro de haber jugado un rol
importante, pero Lawrence fue el que ganó el premio y él no obtuvo
ni siquiera una mención."
Livingston no oculta su lejana amargura. "Él trabajaba mucho y bien
—reconoce—, pero se olvidó de aquellos que por largos años lo
acompañaron y ayudaron. Creo, además, que era muy olvidadizo en lo
que se refiere a las necesidades personales de los otros."
En 1934 —ya atacado por la ingratitud de su maestro—, el joven
Stanley dejó Berkeley y viajó al Este. Su obsesión por los
aceleradores seguía encendida —y acelerada—: dondequiera llegó
asomaron, como por arte de magia, los ciclotrones. Hizo uno de 16
pulgadas para la Universidad de Cornell, otro de 42 para el
Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde trabajó durante toda
una vida: treinta años.
Habla muy rápido, a borbotones; parece modesto. "En aquella época
los ciclotrones eran un campo virgen —le gusta evocar—; y yo podía
construirlos." Sus colegas afirman que no dice todo. "La técnica
para manejar los haces dentro de la máquina es la verdadera llave
del éxito —afirma uno—; y cuando se habla de esto hay que mencionar
a Stanley Livingston."
Es un reconocimiento legítimo: él introdujo, en definitiva, los
sistemas de imanes que mantienen al haz compacto y le impiden
desviarse del vertiginoso cauce circular. Hoy, en la cima,
Livingston casi puede olvidar los sinsabores de un premio que nunca
alcanzó: hace tres años, cuando llegó a Batavia para hacerse cargo
de su puesto, aseguró que había vivido "el más maravilloso y
excitante período de la ciencia".
EL CICLOTRON GAUCHO
La Argentina tiene sólo cuatro ejemplares; lo suficiente como para
ejercer el liderazgo en América latina. Hay dos ciclotrones en
Buenos Aires, bajo el control de la Comisión Nacional de Energía
Atómica, y otros tantos en la planta de Bariloche.
El más poderoso —bajo la égida de CNEA— llega hasta los 28 millones
de electrones-volts; es quince mil veces menos fuerte que el
monstruo norteamericano. Fue adquirido en 1952 a la compañía
holandesa Phillips; lo instalaron en Buenos Aires —en la avenida del
Libertador, frente a la Escuela de Mecánica de la Armada, donde
sigue hasta ahora— y comenzó a funcionar en noviembre de 1954.
Lo utilizan biólogos y químicos; pero sus servidores exclusivos son,
claro, los físicos nucleares. Hay doce: ocho doctores —todos
estudiaron en usa y en Europa— y cuatro licenciados que, de paso,
están preparando sus tesis. El equipo se completa con dos ingenieros
y diez técnicos. "El personal más completo de América latina", según
Moisés J. Sametband (42, un hijo), jefe del laboratorio que cobija
al estrambótico aparato.
Vale la pena cuidarlo. No sólo por los 170 trabajos que, gracias a
él, los investigadores publicaron en las más importantes revistas
internacionales; sino, además, porque su costo actual es de
alrededor de tres millones de dólares (mil doscientos millones de
pesos viejos). Nadie sabe si la ciencia tendrá, en la Argentina, tal
cantidad de dinero junto alguna vez.
De todos modos, la suma es una friolera comparada con los costos de
su colega del Norte. "Instalar uno así en nuestro país —calcula
Sametband—, sería imposible; sólo la maquinaria cuesta cientos de
millones de dólares y las instalaciones otro tanto. Ni hablar de los
miles de investigadores y técnicos que requiere un acelerador de
este tipo." Algunos países de Europa, conscientes de la dificultad,
optaron por el esfuerzo conjunto: es, para ellos, la única forma de
financiar grandes aparatos. Los científicos de CNEA acarician un
proyecto: adquirir un ciclotrón isócrono de 130 millones de e.v.
"Pero es algo que tenemos en carpeta, un proyecto de estudio, nada
más", se resignan. Los aceleradores de partículas, desde hace unos
años, no parecen muy veloces en la Argentina.
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Lawrence y Livingston en La Calesita
Tablero del comando del acelerador
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