Revista Siete Días Ilustrados
07.10.1968 |
Una campaña de denuestos, a raíz de un turbio contrato petrolero,
precipitó la caída del gobierno constitucional peruano.
A las 2,30 del pasado jueves 3, otro gobierno constitucional caía
abatido por la fuerza militar; otro país se sumaba a la convulsión
latinoamericana. Sin disparar un solo tiro, el general Juan Velazco
Alvarado, presidente del comando conjunto de las FF. AA. peruanas,
se adueñaba del viejo Palacio de Pizarra, en Lima. Pocas horas
después, mientras fa policía limeña rociaba con gases lacrimógenos y
cachiporrazos a una muchedumbre de estudiantes enardecidos, el
depuesto presidente Fernando Belaúnde Terry aterrizaba en el
aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires. El séptimo gabinete
ministerial nombrado por él, desde que asumiera la presidencia en
1963, duró apenas 16 horas. Los nuevos ministros habían prestado
juramento en la mañana del miércoles 2.
El mayor encrespamiento de la honda crisis política que sacude al
Perú desde hace poco más de un mes sobrevino el martes 24 de
septiembre, cuando belaundistas y partidarios del vicepresidente
Edgardo Seoane formalizaron a puñetazos la división del entonces
partido gobernante, Acción Popular. Pero ya desde el 14 de junio
pasado el gobierno subsistía merced a la suspensión de las garantías
constitucionales y la concesión de poderes extraordinarios al
Ejecutivo, para hacer frente a los graves problemas económicos;
durante la presidencia de Belaúnde, la moneda peruana (el sol)
descendió hasta casi la mitad de su valor y la deuda externa se
multiplicó por cuatro.
En realidad, el sacudón que epilogó con el golpe estuvo impregnado,
desde un principio, de olor a petróleo. De ahí que los derrotados de
Acción Popular y la extrema izquierda centraran sus gritos de
protesta contra el "golpe petrolero" de Alvarado y la Junta militar.
Ambas falanges, sin embargo, contribuyeron a crear el clima para el
derrocamiento de Belaúnde.
LAS HOJAS SUELTAS
El largo proceso de luchas intestinas, que fue carcomiendo al
reciente oficialismo, mostró su trasfondo cuando a fines de agosto
el titular de la Empresa Petrolera Fiscal (EPF), Carlos Loret de
Mola, acompañó su renuncia con una acusación explosiva. El ex hombre
de confianza del presidente culpó al entonces premier Oswaldo
Hercelles de haber hecho desaparecer la página final de un contrato
de venta de petróleo crudo, firmado por la EPF y la International
Petroleum Company, subsidiaria de la Standard Oil de Nueva Jersey,
en la que constarían importantes cláusulas tendientes a asegurar el
control del ente petrolero estatal sobre las operaciones.
A partir de allí, el gobierno tuvo que soportar la mayor campaña de
denuestos que se haya desatado nunca en torno de sí. El cisma de
Acción Popular pasó a ser un hecho que se oficializó la noche del
viernes 20 de septiembre: el dúctil Seoane, vicepresidente de la
Nación y secretario general del partido gobernante, anunció por
televisión su virtual alejamiento del régimen.
La respuesta de Belaúnde fue decretar —en su calidad de jefe y
fundador de Acción Popular— la reorganización del partido. En cuanto
a Loret de Mola, el gobierno dispuso ventilar en un juicio la teoría
de que esa última hoja del vapuleado contrato, la famosa página 11,
nunca existió. Mientras tanto, la extrema izquierda y el
nacionalismo aprovechaban la acusación para sostener que las
concesiones a la Standard Oil en los yacimientos de la Brea y
Pariñas habían sido concertadas a cambio de una prórroga en los
vencimientos de la abultada deuda externa.
Al plegarse Seoane al coro de los detractores y escindirse
formalmente el partido, el gobierno optó por anular el contrato.
Pero llegó tarde. Porque el descontento, a raíz de las acusaciones
de Mola, había prendido en el ámbito castrense. En medio de agitados
debates de un parlamento que Belaúnde nunca pudo controlar por la
alianza del aprismo con la Unión Nacional Odriísta, de extrema
derecha, Velazco Alvarado anunció que las tres armas deliberaban
para emitir un pronunciamiento. De nada sirvió que el belaundista
ministro de Aeronáutica, general José Gagliardi, sostuviera que era
improcedente que las FF. AA. opinaran sobre el tema. Y el
pronunciamiento anunciado por Alvarado se produjo, finalmente, en la
madrugada del jueves 3.
Lo paradójico fue que la derecha también aprovechó las acusaciones
de Mola para arreciar sus críticas contra el gobierno, "por grave
negligencia y apresuramiento en la firma de ese contrato". El
círculo se cerró.
EL FRACASO DE LA DEMOCRACIA
Probablemente, quienes más se preocuparon por mantener la crítica
estabilidad del gobierno fueron las huestes del anciano Raúl Haya de
la Torre, nucleadas en el APRA. Un partido que durante los cinco
años de gestión del populismo tumbó seis gabinetes. Las razones
parecían obvias: los antiapristas vieron en un golpe militar la
única posibilidad de cerrarle el paso a Haya de la Torre en las
elecciones que debían celebrarse en junio de 1969. Quizá allí
radique el motivo principal de la escalada antibelaundista iniciada
hace seis semanas. Belaúnde aceptó el apoyo del APRA, pero sus
propios partidarios debían ser disueltos por la policía en pleno
centro de Lima. El viejo caudillo Haya de la Torre empezaba a
disfrutar la concreción de un sueño largamente acariciado: la
división del populismo.
Sin embargo, la ubicuidad del APRA no sirvió, tampoco esta vez, para
allanarle el camino del poder, otro viejo sueño. Por el contrario,
el nuevo golpe militar no sólo cierra ese camino para el aprismo; es
posible que pase mucho tiempo antes de que la democracia peruana
vuelva por sus fueros. Por lo pronto, la proclama golpista no
menciona el retorno a la normalidad institucional, estableciendo que
"la suspensión de las garantías constitucionales continúa en
vigencia". Los fundamentos del golpe militar giraron, naturalmente,
alrededor del entreguismo del gobierno depuesto.
Mientras tanto, en Buenos Aires, las autoridades debían ocuparse del
imprevisto huésped y compartir atenciones con otro visitante
latinoamericano: el comandante en jefe del Ejército chileno.
Cuando Belaúnde Terry pisó tierra argentina, un destino que no
eligió voluntariamente, quiso restar importancia al episodio de su
derrocamiento. "Fue obra de una pequeña minoría del Ejército que no
cuenta con el respaldo de las FF. AA.", imaginó. "Yo no solicité
asilo político —afirmó en seguida, rodeado por siete miembros de su
custodia y un impresionante despliegue policial—; agradezco la
hospitalidad que no he solicitado a esta tierra, a la que espero
visitar en otras condiciones. Sigo siendo presidente constitucional
del Perú". Minutos después, un Mercedes Benz lo trasladaba hasta la
embajada de su país.
Allí, otro desplazado, Gustavo Soler, yerno del ex presidente Arturo
Illia, era el único que le ofrendaba una solidaridad inútil. También
era el único que insistía en anteponer al apellido del exiliado el
título de 'señor presidente', abruptamente perdido.
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Tanques de guerra rodean el palacio de Pizarro, en Lima
Belaúnde en Buenos Aires |
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