Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Biafra
la guerra salvaje

 

Revista Primera Plana
5 de noviembre de 1968

Biafra

Hace poco más de un año, nadie había oído hablar de Biafra. Ahora se ha convertido en otra pesadilla moral del hombre de Occidente. Es una viejísima nación africana que ha querido convertirse en Estado independiente. Su enemigo —el Ejército federal de Nigeria— no sólo no lo ha permitido; para destruir el flamante Estado, no encuentra otro medio que el exterminio de la nación. Biafra ya no es sino un conjunto de campamentos de refugiados; visitándolos, vuelven a la memoria las escenas atroces de Auschwitz y Buchenwald. Hay una diferencia, aparte la piel negra: los internados son, en su mayoría, niños. Y la muerte, lenta: nadie los gasea; se consumen, simplemente, por falta de proteínas.
En 17 meses —el 30 de mayo del año pasado los ibos del Este nigeriano se escindieron de la República Federal—, la lucha causó más muertos que la Guerra civil española en tres años. Extraña guerra en que la gran mayoría de víctimas es civil y expira sin combatir. La tragedia es enorme: cada día, 9.000 personas mueren de inanición; en el frente, desde que comenzó la pelea, no han caído más de 20.000.
"Asistimos al fin de una cultura", dice el profesor Georges Balandier, un conferencista francés experto en cuestiones africanas. "Los ibos son africanos que demostraron cómo una sociedad política sin Estado puede ser viable a través de los siglos."
De hecho, han vuelto a la situación anterior. Cinco de las seis ciudades de Biafra se han postrado en menos de un año. Los ibos ya no refinan su petróleo ni manejan su sistema eléctrico y sanitario; ya no tienen pistas de aterrizaje ni oficina de telex: dejaron de trasmitir la televisión y la radio, esa inflamada Voz de Biafra que inundó Europa con programas en cinco idiomas. Los ibos que todavía viven —unos 5 millones— esperan la muerte; la prefieren a la vida que les reservan sus vencedores, los bausas.
La Iglesia Católica, la Cruz Roja, la OUA (Organización para la Unidad de África) y, desde luego, las Naciones Unidas, han pedido piedad, en vano, para este pueblo reducido a "racimos impotentes, esqueléticos, con la mirada perdida en el fondo de las desmesuradas órbitas", como lo describe un enviado especial de la Agencia France-Presse, Francois Mazure. Un sacerdote noruego los vio "inconscientes de dolor, famélicos, enfermos, sentados con sus andrajos junto a tristes fogatas que se extinguen como ellos".
El atroz espectáculo conduce a una pregunta: ¿Matar de hambre es una legítima forma de guerra?
En el caso de Nigeria, la respuesta es complicada; ambas partes utilizan el arma del hambre, aunque contra un mismo pueblo. Los federales establecieron un bloqueo total, convencidos de que el enemigo se rendiría, golpeado en el estómago; por su parte, los líderes de Biafra no consienten la llegada de alimentos porque "están envenenados". No hay que ser cínico para comprenderlo: el suicidio en masa por hambre, es la clave de la campaña secesionista para obtener apoyo humanitario.
Para el obispo inglés Leslie Brown, "no existen legítimos instrumentos de guerra". Un profesor de ética judío, Abraham Hesche, sostiene que "es necesario distinguir entre combatientes y civiles. Casi todo es válido en la guerra, pero acabar con los civiles por medio del hambre es el más horrible de los genocidios". A esto responde el Gobierno federal de Nigeria con una verdad indiscutible: "¿Quién no hizo lo mismo alguna vez? La Guerra de Secesión norteamericana, las dos mundiales, Hiroshima, Vietnam, dejaron muchas más víctimas civiles que militares? "En fin de cuentas —admite A. J. P. Taylor, historiador de Oxford—, esta guerra no difiere de las otras sino en los medios."
A ocho horas de avión de París, un médico francés escribe desde Umuahia: "Operamos día y noche. Cuando se acercan las fuerzas enemigas, los convalecientes huyen con sus yesos a medio hacer y sus heridas sin cicatrizar; van a morir bajo algún árbol. La selva es su último amigo", concluye este veterano de Argelia.
En setiembre, el reverendo Frank McNulty asistió a la toma de la ciudad de Ihiala: "Primero planean los aviones [son checos y rusos, piloteados por egipcios], y disparan contra los mejores blancos: escuelas, hospitales, iglesias. Tratan de segar la mayor cantidad posible de civiles. Luego entran las tropas. Yo vi cuando mataron en sus camas a cinco muchachos heridos, en el hospital de Nuestra Señora de Lourdes; también vi los cuerpos mutilados de un centenar de personas en un supermercado. No podíamos encontrar las cabezas para reconocerlos".

Odios tribales
En esta guerra, los comunistas son socios de los ingleses: unos y otros apoyan al Gobierno federal, aunque por distintos motivos.
El Gobierno de Harold Wilson entiende que, siendo imposible una victoria final biafrana, el modo de acortar los sufrimientos de su pueblo consiste en apresurar su derrota. La propaganda rusa afirma que la secesión de Biafra es obra de los intereses imperialistas, empeñados en "balcanizar" el África: se repetiría el caso de Katanga, donde un consorcio minero internacional alentó, en 1960, una conspiración contra la unidad del Congo.
Ambas explicaciones son plausibles, Y, sin embargo, algo falla en ambas.
El coronel Odumegwu Ojukwu, que acaudilla a los ibos, declara: "La historia nunca perdonará a Inglaterra". Diplomado en Oxford, estudiante en Sandhurst, toda su cultura es inglesa. Sin embargo, llega a la misma conclusión que un periodista del Times que, viendo descargar en Laos las ametralladoras, morteros y municiones enviados por su país, escribió: "Tengo vergüenza de ser inglés".
No hay duda de que los Gobiernos africanos de "supremacía blanca" (las colonias portuguesas de Angola y Mozambique, la rebelde Rhodesia, la opulenta Unión Sudafricana) ayudaron en lo posible al bando secesionista. No así los Estados Unidos, a pesar de su innegable interés por el petróleo biafrano: si Washington quisiera, otro sería el curso de la guerra.
Biafra no obtuvo sino la comprensión de Francia. El Presidente de Gaulle se ha referido en dos ocasiones al infortunio de los ibos; en una de ellas exclamó: "Nuestro país fue ayudado; ayudemos ahora a Biafra", Pero la colaboración francesa parece tan estéril como la de Portugal, que prometió mucho y cumplió poco.
Lo más desconcertante es que cuatro Estados negros —dos de la Unión Francesa y dos de la Commonwealth— coinciden con los racistas blancos en defender a Biafra. En los últimos meses, cuando ya su derrota era inevitable, la han reconocido Costa de Marfil y Gabon, Tanzania y Zambia. La mayoría de la OUA piensa, como los rusos y los chinos, que Ojukwu es un "agente imperialista"; pero Julius Nyerere, Presidente de Tanzania, buen amigo de los ingleses y de los comunistas, trata con Ojukwu, aunque ello le ha valido la enemistad de Nigeria, el país más poblado del continente (40 millones).
La opinión mundial no ha sido informada con precisión sobre las confusas causas de esta guerra salvaje. La interpreta como una explosión de viejos odios tribales que sobrevivieron bajo el velo de una ficticia unidad nacional creada por los ingleses, antes de marcharse en 1960. Pero, en el punto a que llegaron las cosas, la rivalidad entre hausas e ibos, los dos grupos étnicos más numerosos de Nigeria, no basta para explicarlas. Es sólo un remoto precedente, punto de partida de una crisis más vasta, más complicada.
Es que el concepto de soberanía es difícilmente aplicable en el continente africano, siempre conmovido por conflictos separatistas, y donde los nuevos Estados son construcciones artificiales, impuestas por administradores colonialistas y por los notables locales a una realidad étnica y cultural cuyos límites no coinciden, casi nunca, con los límites nacionales.
El filósofo e historiador Arnold J. Toynbee declaró a Der Spiegel: "Cuando la emancipación de África comenzó a ser probable, pensé que los pueblos africanos formarían naciones sobre la base de su afinidad de sangre y lengua, como ocurrió en Europa, y también en la India hace un cuarto de siglo. En cambio, en. cada país africano la estirpe predominante aceptó las casuales demarcaciones territoriales urdidas por las antiguas potencias coloniales (Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Italia, Alemania), Estas fronteras imaginarías resultan, de pronto, sagradas: ¿no es asombroso? Entre los que más han sufrido están los somalíes: los dividieron en tres Estados, sin consultarlos. Francia debería ceder su parte; Kenya y Etiopía, consentir la unificación de ese pueblo".
Toynbee se proclama adversario del nacionalismo, en todo tiempo y lugar. No tiene simpatías por el nacionalismo pan-nigeriano ni por el separatismo de Biafra. Es una posición salomónica y, desde luego, irreal.
"Pienso que las acciones de los ibos se explican por el miedo: ya una vez, en 1966, fueron víctimas de un pogrom en la provincia del Norte, donde, mejor instruidos y más hábiles, ocupaban las posiciones más elevadas en el comercio, y aun en el Estado. Cierto, el Gobierno federal sigue afirmando que, una vez que acabe con la secesión, no permitirá masacre alguna en la región oriental; pero a los biafranos les resulta difícil creerle. Es doloroso que su temor a los nigerianos los vuelva tan obstinados, pero también es natural. Sin embargo, yo no justifico su política de intransigencia."
"En cuanto a nosotros —concluye Toynbee—, no debíamos expedir armas a ninguna de las partes. Había que llevar a los ibos y a los hausas ante una mesa de negociaciones: era fácil, porque sus dirigentes han sido educados en Inglaterra y tenían con nosotros las mejores relaciones. Creo, por lo tanto, que somos en parte responsables de la tragedia." Pero no quiere ni oír de una intervención militar: "La experiencia norteamericana en Vietnam debería enseñarnos algo".

El mercado "negro"
Estas consideraciones deberían completarse con otras sobre, la apetencia de poder que se desarrolló entre los notables de los diversos grupos étnicos que, al retirarse la potencia colonial, se han sentido los dueños absolutos del país, a veces sin haber luchado antes por él. Así como lo habían explotado en beneficio propio bajo la protección de las armas extranjeras, ahora se valen de su influjo tradicional sobre las masas desheredadas para enfrentarlas unas con otras.
Hasta cierto punto, la revuelta de los ibos fue un episodio de la lucha entre su propia minoría dirigente y la de los hausas por el dominio de todo el país. Cuando el coronel Ojukwu vio que su zona de influencia no se extendía más allá de la región biafrana, se limitó a constituir una especie de reino personal. La sospecha de que la secesión de Biafra sea, en el fondo, una operación de poder decidida por una minoría económica, no puede ser desechada. En la trágica situación presente, no hay, en la media docena de bolsones donde se han refugiado los ibos, la más leve forma de racionamiento de víveres, ninguna providencia estatal para defender la igualdad de trato. Próximo a un campamento donde criaturas hambrientas entran en coma y mueren a los 20 minutos, se ve un mercado en el que rige la bolsa negra: allí, quienes tienen dinero pueden comprar no sólo para la simple sobrevivencia sino para una vida relativamente regalada. Hay, pues, una capa social privilegiada que coopera con el Ejército federal en el aniquilamiento de su propio pueblo por hambre, sin dejar de invocar su nacionalismo biafrano.
Esta maniobra engaña no sólo a sus incultos compatriotas; incluso a periodistas europeos. Hace tres semanas, en Umuahia, se reunieron los 300 miembros de la Asamblea Consultiva, convocada por el coronel Ojukwu. Ida Lewis, de L'Express, entrevistaba a uno de los dirigentes que "parecía una caricatura de Orson Welles en su Otelo negro". Su voz no temblaba: "Me recomendaron que ponga mis hijos y mi esposa al abrigo, que los enviase al extranjero. Yo respondo: "¿Por qué mis hijos y no los otros niños, por qué mi esposa y no las otras mujeres?" Un sagrado optimismo —deduce la señora Lewis— inunda a todos los ibos. Era difícil creer que esas 300 personas fueran representantes de un pueblo al borde de la muerte. Había una suerte de euforia, una fe en sí mismos que hacía imposible predecir si eran los vencedores o los derrotados".
Ojukwu se levantó para rechazad cualquier idea de Gobierno en el exilio. "Dios se opondrá —exclamó, orgulloso— a que ningún dirigente de Biafra piense en abandonar el territorio," Una aclamación coronó sus palabras.
Sin embargo, otro periodista —Jeune Marty, de Jeune Afrique— descubre que cada semana parten de Biafra centenares de personas acomodadas. Y que los automovilistas ibos hacen pagar a gentes de la misma sangre, de la misma lengua, un precio que triplica el normal.

Los Caínes negros
Pero, ciertamente, son las diferencias étnicas las que más separan a los nigerianos. Hausas e ibos se detestan irracionalmente; muchos de ellos, si se les asegurara la vida a cambio de que dejen de matar, no aceptarían. Ninguno más característico que el coronel Benjamín Adekunle, 28, a quien se describe en Lagos como el ciclón que devastó la región oriental.
Lo llaman "El Escorpión Negro" por su indiferencia al fuego, "El buitre del Niger" por su crueldad; él prefiere ser "El flagelo de África". Con sus frases terroríficas, se podría componer una grotesca imitación de los Pensamientos de Mao. Ciertamente, su sola existencia es una terminante desmentida de las intenciones humanitarias que el Presidente Yakubu Gowon atribuye a su Gobierno y a la campaña militar contra los ibos.
En Lagos, el Presidente afirma: "No quiero exterminarlos: son buena gente. Pronto la guerra acabará y, entre todos, solucionaremos nuestros problemas. No quiero sino abatir el régimen secesionista ilegal" (declaración a John Barnes, de Newsweek,
Pero Adekunle se expide en un lenguaje más categórico. Cuando se excita, dice: "Aquí no quiero ver a la Cruz Roja, ni a Caritas Internacional, ni al Papa, ni al Consejo Mundial de Iglesias, ni misioneros, ni delegaciones de las Naciones Unidas. Mi objetivo es éste: ni un bocado de comida para los ibos antes de que capitulen. En la zona de operaciones, disparamos contra todo lo que se mueve". ¿Y cuando lleguen al corazón del territorio enemigo? "Entonces dispararemos también contra lo que no se mueve."
En una conferencia de prensa, el mes pasado, empezó bien: "Mis hombres no matan sin motivo". En ese momento, uno de sus oficiales liquidaba a sangre fría un prisionero. Los cronistas no se atrevían a interrumpirlo; recordaban un consejo suyo: "Si alguien chista, le haré cortar las orejas". Los reporteros gráficos habían asistido tiempo atrás a la desgracia de uno de los suyos, norteamericano, que tomó algunas placas "indeseables" para Adekunle: primero lo hizo desnudar, luego ordenó que lo golpearan y por fin le cortó el cabello, "como recuerdo de lo que hizo y para que no lo repita".
En sus campamentos nunca falta un tocadiscos ni series completas de Nat King Cole; pregona sus lecturas de los tratados militares de Clausewitz; como símbolo de exquisitez, se echa encima un litro de colonia. Aunque es enclenque y de baja estatura, magnetiza a su tropa, que no sólo lo admira por su capacidad de almacenar bebida —se le vio tomar 16 litros de cerveza en una sola reunión— sino que le teme por su abusiva severidad: no vacila en ajusticiar con sus propias manos a un soldado que se equivoca. El coronel se ufana de los sacrificios de sus soldados, capaces de atravesar centenares de kilómetros en la selva sin probar bocado. Algunos sostienen que su carrera sólo se detendrá en la jefatura del Gobierno nigeriano. Su ambición no tiene límites, como la de su modelo Bonaparte. "¿Saben?", sonríe con malicia. "Era tan pequeño como yo."
Su obsesión es Ojukwu. Pero el jefe biafrano, aunque ligeramente más culto, tiene un temperamento gemelo del suyo. En la reunión de Umuahia, se apartó con la cronista de L'Express para alardear: "Cuando perdimos Port Harcourt, los nigerianos y los ingleses anunciaron que todo había terminado, que estábamos incomunicados con el mundo exterior. Después de Aba y Owerri, escuchamos el mismo estribillo. Recuerde esto; nunca nos aislarán. Estoy concentrando nuestras fuerzas para lanzar un asalto de envergadura y reconquistar una de nuestras ciudades. Quiero demostrar que todavía estamos en el mapa".
El plan de acción de su principal asistente, el mercenario alemán Rolf Steiner, que entrena a 15.000 jóvenes ibos, es más sensato. "El único camino es la guerrilla", confiesa. Por ahora, se limita a volver los yacimientos de petróleo: cuando los nigerianos llegan, el cielo arde. "Ni un barril partirá de Biafra", promete Steiner. Para él "esto durará más de siete años".
Más optimismo demuestra el coronel Mike Okwechin, Jefe de Estado Mayor adjunto. "Los nigerianos —arguye— suponen que la victoria consiste en coleccionar ciudades." Desde luego, la ocupación de ciertas poblaciones no es en África un factor estratégico primordial: no son otra cosa que pequeños centros de vida, desamparados en la inextricable selva. Okwechin se complace en esa deducción, luego añade: "El día en que todo el mundo crea que Biafra ha muerto, será cuando nuestro pueblo caiga sobre las ciudades en poder del enemigo. Comenzará, entonces, la verdadera batalla". En su ceguera, olvida que sus imberbes muchachos van a la guerra con tres semanas de entrenamiento.

Horas de agonía
El lunes 28, el comité de la Cruz Roja Internacional, en Ginebra, declaró que "se ha observado un notable mejoramiento de la situación". Su presidente, Samuel Gonard, dijo que su organización tiene ya bajo su cuidado a 1.250.000 refugiados, la mitad de los cuales son ibos. Pero añadió que hay todavía un número desconocido de refugiados en la zona selvática, cuya suerte se ignora.
Los diplomáticos africanos que trataron infructuosamente de mediar entre Nigeria y Biafra —un esfuerzo al que Hailé Selassié, Emperador etíope, consagró sus mejores energías— comprendieron hace tiempo que más valía desentenderse de las causas profundas de la guerra; que el problema, tal como está planteado, no tenía sino una solución militar; lo único que podían hacer era brindar, en lo posible, una asistencia inmediata. Tropezaron con una tajante negativa del Gobierno central, puesto que su estrategia consiste en rendir al adversario por hambre.
Fue entonces una organización católica, la Caritas, la que tomó a su cargo la tarea de llevar urgente socorro al territorio secesionista, infringiendo la prohibición de los federales. Para hacerlo, se servía de aviones alquilados y de pilotos contratados, en su mayoría suecos. Los vuelos se emprendían desde la isla española de Fernando Poo (independiente desde el 12 de octubre último, junto con el territorio continental de Río Muni: ambas con el nombre de Guinea Ecuatorial). Allí, en un momento dado, se acumularon más de 30.000 toneladas de alimentos y medicinas.
El Vaticano confió en que los africanos lograrían el permiso de Gowon para sobrevolar Nigeria y el territorio conquistado por Adekunle; pero en Addis Abeba no se llegó a ningún acuerdo, porque era imposible trazar una distinción entre asistencia humanitaria y asistencia estratégica.
Fue el mismo Adekunle, en otra conferencia de prensa, quien explicó el pensamiento de su Gobierno: "Cuando los rusos rodearon Stalingrado, ¿acaso los alemanes pidieron que se les concediera un corredor para hacerles llegar abastecimiento a sus tropas asediadas? Si lo hacían, todo el mundo se hubiera echado a reír. En ninguna guerra el vencedor permitió que el enemigo recibiera provisiones del extranjero en vísperas de una batalla decisiva. ¿Cuál es la lógica de ésta petición de un corredor para Biafra? ¿Por qué no otorgárselo, entonces, a los guerrilleros del Vietcong?"
La Caritas siguió operando clandestinamente. En cuanto a la Cruz Roja, estaba atada por convenciones internacionales que prohíben su ingerencia en los asuntos internos de cualquier país. Envió algunos socorros a Lagos, para que fueran inspeccionados: eran medicinas y alimentos para niños. Pero la inspección nigeriana excitó, en Biafra, la sospecha de que esos alimentos fueran envenenados, según pretendía la propaganda de Ojukwu.
Para superar la sospecha de ambas partes, se instituyó un control internacional honestamente organizado. La Cruz Roja, con helvética paciencia, lo ha logrado. En los últimos dos meses, distribuyó 12.000 toneladas de víveres y productos médicos por valor de 6 millones de dólares a las víctimas de ambos bandos. Para los próximos cuatro meses, dispone de otras 40.000 toneladas. Pero, en lo que a Biafra concierne, todo depende del acceso a su única pista de aterrizaje, en Umuahia.
Esta ciudad, la última que continúa en poder de Ojukwu, la semana pasada parecía vivir su último estertor.
Durante estos últimos combates, Ojukwu tuvo, al parecer, un momento de sinceridad. "El hecho de sobrevivir será una victoria", habría dicho. Uno se lo imagina como lo describía Ida Lewis en L'Express: "En torno de su robusta figura merodean algunos niños en busca de un mendrugo, de la ansiada ración cotidiana. Muchos de ellos hablan inglés, cuatro o cinco creen en Dios, todos tienen fe en el progreso". 

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Biafra

Gowon - Ojukwu

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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