Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


BOLIVIA
LA DINAMITA DE JUAN LECHIN

Revista Periscopio
21.04.1970

"Es un mecanismo extraño: Prensa señala al enemigo, los lunes, y el martes, siempre, alguna piedra destruye un escaparate", meditó en voz alta un resignado comerciante de la calle Camacho, mientras la turba estudiantil la recorría, pendones al viento.
Así fue la semana pasada, cuando Prensa identificó al IBEAS (Instituto Boliviano de Estudios y Acción Social) como el centro de una vasta conspiración al servicio de la CIA, la expropiada Gulf Oil Company y los servicios de seguridad nacionales. El diario es el portavoz del izquierdista Sindicato de Prensa y dispara un proyectil por semana, con certera puntería.
Esta vez, los estudiantes ocuparon la sede de IBEAS, aunque fueron desalojados con presteza por refuerzos policiales que los bloquearon en dirección a la Plaza del Obelisco, un vértice de disturbios. Otros veinte incidentes se han producido en las casas de estudios, pero éste es el primero que se dirige contra un objetivo políticamente expresivo: no por nada fue Prensa la que lo marcó, orientando la violencia estudiantil en una dirección antinorteamericana, que confluye con la tendencia manifiesta del Gobierno del general Alfredo Ovando.
Pero la violencia inundó las Universidades bolivianas, en nombre de cambios organizativos que, antes que a otra causa, responden al profundo fracaso de una gigantesca población universitaria ceñida por, el mismo límite del país. "Ahora hay Revolución Universitaria, dicen", comentó con sorna a Periscopio el ácido escritor Augusto Céspedes, autor de Metal del Diablo, un clásico de la moderna literatura latinoamericana. Agregó: "Los universitarios, que estaban bien encaminados al expropiar los bienes malhabidos de Barrientos, se han sentido seguidores de Marcuse y ahora quieren hacer la Revolución socialista mundial a partir de la Avenida Villazón, cuarto piso",
Pero la más fuerte dosis de agitación no proviene de los estudiantes, sino del Congreso que los mineros de todo el país celebran en Siglo XX, una población de campamentos y de ingenios donde se muele el estaño, cercana a la ciudad de Oruro. Es una aldea de calles escarpadas por donde el viento silba día y noche, recortada sobre un panorama gris, bañado por la sangre de millares de muertos: unos, víctimas de la silicosis —que se lleva a los mineritos antes de los treinta años—; otros, de las balas del Ejército. En las pulperías resplandecen los galones de alcohol blanco, un veneno que el organismo reclama cuando la temperatura baja de cero y la ración alimentaria continúa congelada en su desesperante sobriedad. El martes 14, la Federación de Trabajadores Mineros declaró que luchará por implantar el socialismo en Bolivia.
En el Congreso se estrellaron dos mensajes: el del Presidente Ovando recordó a los mineros que su reunión se celebra "con la más amplia libertad y rodeados de garantías"; el de Juan Lechín Oquendo retempló los ánimos. El ex Vicepresidente —minero en su juventud— reside en Caracas; en octubre del año pasado intentó radicarse otra vez en La Paz: lo expulsaron.
Fue como una carga de dinamita, la que su auditorio está acostumbrado a manejar diariamente en los socavones, cuando las montañas se sacuden como alcanzadas por un cataclismo. El feroz ataque a Ovando se extendió, enseguida, A todo el Ejército: "Los generales no cambiarán el manejo de los Mercedes-Benz por tractores, ni cuidarán los cambios desolados de nuestras fronteras; les gusta la vida en la ciudad". Recordó que las masacres mineras de 1965 y 1967 comprometen a Ovando, lo mismo que al alto mando actual.
Los laureles de Lechín, sin embargo, se han visto afectados en los últimos tiempos: ya cuando regresó inesperadamente a La Paz exigía que los militares regresaran a los cuarteles y convocaran a elecciones generales, en las cuales ofrecía, modestamente, organizar un frente de las izquierdas. Era la víspera de la nacionalización de la Gulf Oil, la compañía que había entrado en Bolivia a favor de las monumentales ventajas del Código Davenport, dictado en 1956 por un Congreso con fervorosa mayoría movimientista que, casualmente, presidía el propio Lechín.
Ochocientos delegados de los principales centros mineros escucharon a Simón Reyes —el líder comunista que estuvo dispuesto a seguir al Che Guevara, en 1966—, a Filimón Escobar —un trotskista que acompaña las escuálidas legiones del intelectual Guillermo Lora— y a Irineo Pimentel, otro izquierdista, cuando éstos atacaron la política salarial de las minas nacionalizadas. La medida la había adoptado Barrientos, que de un día para otro, en 1964, rebajó al 50 por ciento los salarios y disuadió a quienes dudaban de la medida mediante descargas de metralla.
Al promediar la semana, Ovando se vio en la necesidad de ofrecer garantías a Lechín. "Podría residir en Bolivia —dijo—, siempre que ocupe cargos sindicales: jamás, si se propone la subversión política." Pero el cargo que Lechín ambiciona es la secretaría ejecutiva de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros, un comando que ya tuvo antes en sus manos y que le permitió amasar una fortuna personal digna de respeto.
Si el pilar sindical más resistente quedara en manos de una coalición de la izquierda, el Gobierno podría verse enfrentado con una continua provocación de dirigentes como Lechín, cuya intención es acumular poder para después negociarlo en una confrontación electoral. Su obsesión es llevar a Bolivia, otra vez, a la democracia de partidos.

 

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