Adusto, monolítico, negro, como exuberantemente
pintado al carbón, parecía haberse escapado de una jaula. Irradiaba
una imagen selvática que, acaso, añorase las lianas, las noches
pobladas de emboscadas, enroscado en una rama en el misterioso
silencio del bosque. Joseph Joe Frazier, con sus punzantes músculos
de betún, saltaba simiescamente, el lunes 16, en un rincón del ring
del imponente Madison Square Garden, apenas unos segundos antes de
que se estableciese quién era el hombre teóricamente más fuerte del
mundo: si ese monobloc de carne y hueso o su colega de piel, un
estilista llamado James Albert 'Jimmy' Ellis. La esperada historia
de la violencia duraría sólo doce minutos. Y Joe Frazier, 26, un
arrasador injerto de topadora y catapulta, aplastaba a Ellis, 30.
desplomado como un pelele fofo, ausente y vacío; reemplazaba al
altanero y ya legendario Cassius Clay, y recibía una catarata de
musicales sonidos metálicos: 150.000 dólares. Su tarea, la de un
torero sin arte, demoledora como un cataclismo, había sido
recompensada temporalmente como si, en lugar de un boxeador, hubiese
sido un omnipotente petrolero o un fabricante de cohetes espaciales:
4.375.000 peses, de los viejos, por cada minuto. Pero el mundo ya
tenía a su hombre fuerte.
El milagro de la televisión —transmisión vía satélite—, en el que no
se piensa, tal vez porque el vértigo del tiempo se devora cualquier
pensamiento, trasladó a la pantalla a esos dos hombres que,
curiosamente, como si fuese una insoluble rivalidad de barrio,
poseían, partida por la mitad, una corona: Frazier, campeón mundial
reconocido por la Comisión Atlética de Nuevo York y cinco Estados de
la Unión y México; Ellis, por la Asociación Mundial de Boxeo. Los
dos negros se movieron en el cristal, repitiendo el viejo cuento del
gato y el ratón. Frazier (93 kilos sabía qué podía esperar de Ellis
(91 kg 172) : habilidad, rapidez, astucia. Pero él también sabía lo
que podía esperar de sí mismo: fuerza, obstinación, ímpetu. Quizá
recordase que algún día había sido cortador de carne en un matadero
de Filadelfia. Asimismo, que no quería volver a serlo.
Todo se precipitó rápidamente. Ellis bailoteó, apto, sin temor, en
los dos primeros rounds; hasta tuvo la temeraria osadía de golpear a
Frazier. Este no se lo perdonó. El drama llegó en la cuarta vuelta:
Frazier ya tenía sus brazos cansados de tanto repiquetear en el
cuerpo tumefacto de Ellis. Fue una faena devastadora, más rápida, a
lo mejor, que la del viejo oficio de Frazier. Jimmy cayó, se puso de
pie y lo tumbaron nuevamente. Su cuerpo parecía de trapo. Volvió a
levantarse al sonar la campana y en su rincón, atendido con la
urgencia de un hospital de primera sangre, sacudió su cabeza con un
movimiento de negación: ya no podía ni quería más. De sus ojos,
afortunadamente, se había borrado esa imagen obsesiva, turbulenta y
cruel de un par de brazos convertidos en unas casi demenciales aspas
de molino. Todo lo que lo rodeaba se escapó de la nebulosa mente de
Ellis. Sus ideas se habían traspapelado. Media hora después del
choque impío confesaría: "Sólo me tiró una vez; escuché la cuenta
del árbitro y me levanté. Yo quería seguir la pelea".
Frazier, entretanto, sintetizaba sus impresiones en el camarín, con
una inspiración sadista: "Cada vez que le pegaba a Ellis, sentía la
misma impresión que uno recibe cuando le da bien, con el bate, a una
pelota de béisbol. Realmente es un ruido muy particular".
Seguidamente, pasó del sadismo a la estupidez: "En el cuarto round
le grité: ¡Pegame, total no me hacés nada!" Cassius Clay, el
destronado campeón del mundo por negarse a cumplir con el servicio
militar, tenía ya, aparte de su sucesor físico, su reemplazante
espiritual. Angelo Dundee, entrenador de Ellis, justificó con
asombro el revés de su pupilo: "Frazier esta noche hubiese superado
a Clay. Su ataque fue demoledor". El campeón, ahora el único,
repetía: "Soy mejor que ninguno. Voy a esperar a que Clay vuelva al
cuadrilátero, y entonces lo voy a vencer igual que a Ellis".
En un estadio deportivo de Filadelfia, en donde penetró,
inadvertidamente, para presenciar el combate por televisión, Cassius
Clay, al finalizar la desigual embestida, tuvo un inesperado gesto
de modestia; seguramente el primero en toda su vida de detonante
egocéntrico: "Al ver a Frazier hacer lo que le hizo a Ellis, aprendí
a respetarlo. Sí. creo que es mucho mejor de lo que pensaba". Y, con
cierta nostalgia, remató: "Es penoso que no podamos encontrarnos; de
todas maneras, estoy retirado y ya nunca volveré a pelear'".
Hace poco más de siete años, las calles de Filadelfia veían
transitar a un negro introvertido, de mirada perdida, corpulento y
suciamente vestido. No atemorizaba a nadie, porque parecía estar
ajeno a todo. Padecía un tremendo complejo: su obesidad. Avergonzado
de ella —"Sólo servía para descoserme los pantalones", confesaría
tiempo después—, resolvió adelgazar. Era un hijo de la pobreza,
compartida con sus doce hermanos en la granja de su padre, en
Beaufort, Carolina del Sur. Comenzó entonces a ir a un gimnasio, y
allí lo descubrió Yank Durham, su entrenador. Los dos tuvieron un
respaldo económico importante: un grupo de prominentes hombres de
negocios de Filadelfia creó, alrededor de ambos, en 1965, una
corporación llamada Cloverlay Inc (de 'clover', trébol, hierba de la
buena suerte, y 'lay', lego, por serlo, en pugilismo, quienes lo
patrocinaban). La inversión inicial fue de 20.000 dólares, compuesta
por ochenta acciones de 250 dólares cada una. El valor nominal de
cada uno de estos títulos asciende, ahora, a 15.000 dólares. Frazier
obtiene un dividendo de 200 dólares semanales, además del cincuenta
por ciento de la bolsa. A los catorce años de edad abandonó la
escuela; empezó a pelear a los dieciséis.
Como aficionado ganó 38 de los 40 combates que sostuvo. Lo demás es
una historia reciente: ganó el título olímpico de los pesados en
Tokio, en 1964; luego se hizo profesional, y en esa condición
realizó 24 peleas, de las que ganó todas, 21 por fuera de combate.
Sólo dos de sus víctimas le aguantaron en pie toda la lucha: el
lenguaraz Oscar Bonavena (1966 y 1968) y George Johnson (1967). Joe
padeció una tremenda sorpresa cuando, en el segundo de los combates,
rodó por la lona dos veces en el mismo round; una tercera caída le
habría hecho perder irremediablemente. Ringo, quizás asustado, no
supo rematar su obra inconclusa. El consorcio se frota las manos con
gesto de placer; en 1965 pensó que había comprado a un hombre: ahora
está convencido de haber adquirido una máquina que vomita golpes y
dólares. Frazier, sin palabras, con su ceño petrificado, sigue
dedicándose a su pasatiempo favorito: andar en bicicleta. Entonces,
casi parece humano.
La pantalla de televisión, en el asalto
preliminar, reprodujo lo que casi todos conceptuaban una atrevida
desproporción: el asalto del norteamericano George Foreman, 21,
campeón olímpico de peso pesado en México (1968), y el argentino
Gregorio Peralta, 36. Pero no hubo tal desigualdad. La fuerza, como
ocurre con frecuencia, para desdicha de los escasos diletantes que
bordean un ring, se impuso a la ciencia, pero Peralta, ya otoñal,
dictó una clase de astucia y coraje. Desbordado por un rival negro y
con atemorizante estructura de mamut, recibió con entereza un
castigo persistente, aunque se atrevió a devolver, por momentos,
golpe por golpe. Goyo fue vencido por decisión unánime; empero,
volvió a demostrar su particular carisma, ese que, a veces, sugiere
una inevitable confusión: la de un boxeador con un actor. Mimado por
el público femenino, con sus actitudes estudiadamente demagógicas de
caballero del ring, sedujo a una muchedumbre que relajaba su
tensión, a la espera del choque básico de la noche. Al bajar del
reñidero, Foreman fue abucheado estruendosamente, mientras Peralta,
con su rostro dolorido y sus brazos teatralmente en alto, recibía,
inclinándose como un paje, una prolongada ovación. Los puños de
Goyo, suaves, casi versallescos, no habían injuriado gravemente la
cara pétrea de Foreman; su figura, indudablemente, tenía ángel. En
cambio, los de Frazier, dos martinetes, habían destrozado a Ellis;
su imagen, sobre un ring, había sido la de un demonio.