Cantar de ciegos
Dashiell Hammett: Cosecha roja

El 16 de marzo de 1943, André Gide anotó en su Diario: "Pero en Cosecha roja, esos diálogos, conducidos con mano maestra, son cosa para enfrentarla con Hemingway y hasta con Faulkner; todo el relato es de una habilidad y un cinismo implacables. En ese género particular es lo más notable que he leído, según creo".
Hoy, cuarenta años después de su aparición, la primera novela de Hammett despierta el mismo asombro que iluminó la soledad de Gide; con un agregado: ya no es válido encasillar a Cosecha roja (y a casi toda la feraz obra de su autor) en géneros particulares, en suburbios estimados aunque desdeñables: debe figurar entre los altos exponentes de la literatura norteamericana, y el propio Gide lo admite al cotejarla con aquellos dos Grandes Bonetes. Luis Cernuda, el prologuista de Cosecha, es más drástico: prefiere Hammett a Faulkner y lo coloca al lado de Hemingway.
La controversia, sin embargo, parece menos importante que una certeza: prescindir de Hammett equivale a rechazar un admirable testigo de su tiempo y de la sociedad en que vivía. Porque Hammett, como Faulkner, como Hemingway, como Scott Fitzgerald o Nathanael West, es un calidoscopio de las contradicciones del carácter norteamericano, un barómetro de eficiente sensibilidad. Escritor de masas (sus destinatarios eran los consumidores de Black Mask, una revista de enorme circulación), con una venta que ninguno de sus contemporáneos logró alcanzar, en Hammett renace el cantar de ciegos, las formas de comunicación artística ya enterradas por el hombre. Ese es el mensaje final de sus cuentos, antologados hace poco en
The Big Knockover (Random, 1966). También el de su memorable ciclo novelístico (1929-1934), una de las más indelebles y veraces pinturas de la nación que, hacia el primer cuarto del siglo, abandonó el culto del heroísmo ingenuo por el de la violencia práctica. Hammett no fue ajeno a ese cambio rudo: nacido en Maryland, a mediados de 1894, tuvo que trabajar desde los 14 años en empleos menudos y sórdidos; ya era un detective privado de la Casa Pinkerton —ese oficio creado por los Estados Unidos— cuando lo enviaron al frente en 1917; del fuego, dañada la salud, sufrió un calvario de hospitales hasta regresar a Finkerton e iniciarse en la literatura.
Tres décadas más tarde, la transformación norteamericana llegaba a extremos naturales: un político salido de los textos de Hammett imperaba desde el Senado. Una mañana de 1951 le tocó a él presentarse ante la Comisión McCarthy; como se negaba a revelar sus convicciones, fue condenado a seis meses de cárcel. En la audiencia, Hammett había establecido una clave de su obra: "Es imposible —dijo entonces— escribir sin tomar posición acerca de los problemas y conflictos sociales". Murió en Nueva York, con su cara arrugada, su pelo blanco cortado al rape, el 10 de junio de 1961.

Una nueva liturgia
Si se mira la superficie de sus libros, Hammett es el inventor de la novela policial norteamericana, al elegir la acción, no la deducción. Antes que él, y de Poe en adelante, el investigador representaba el espíritu de la lógica, el triunfo de la inteligencia, un sistema que los ingleses llevaron a la cúspide a través de Conan Doyle o Agatha Christie, y que sus émulos copiaron puntualmente. Hammett innova: en lugar de brillantes ejercicios matemáticos, un embrollo de turbulencias; los enigmas no reciben soluciones sino golpes, Edipo abate la Esfinge, no la seduce con malicias ni tretas.
The Maltese Falcon (El halcón maltés, 1930) es el prototipo a menudo imitado y jamás superado. Con Hammett, la lectura se convierte en espectáculo y el razonamiento en aventura. No puede ser de otro modo: el agente de la Casa Pinkerton, espía de un mundo de abyecciones y pequeñas miserias, es un habitante más de ese mundo; la filigrana, la entomología, quedan fuera para quienes desean operar con la ficción. El realismo de Hammett, por eso, no constituye un fin, apenas un medio, el lenguaje sensato acertado.
Sólo los Estados Unidos estaban en condiciones de ofrecer esa vía; a fin de cuentas, Hammett traspone la persecución de las praderas a la jungla de las ciudades; del indio al gángster, la diferencia reside en el calibre de las armas. Pero la Ley Seca y la Depresión terminaron por entregar las fuentes y el clima de la novela negra; también, facilitan uno de sus hallazgos trascendentales: la exposición de una nueva moralidad. El derrumbe de todos los principios, el naufragio de los valores, traman algo así como una ética del absurdo: no hay, Bien ni Mal, sino seres humanos que luchan por la supervivencia, que se matan por ella.
Esa ética del absurdo subyace en la obra de Hammett, debajo de la descripción sin alardes literarios —ni mentiras— del medio que la produce. 
En Cosecha roja (1929), el detective de la Agencia Continental, narrador de la historia, deshace en Personville el dominio impuesto por una banda de delincuentes; claro que los delincuentes reinan allí porque el patriarca de la ciudad los llamó para reprimir una huelga y debió cederles el poder. Sin embargo, el anónimo detective no gana su causa como un paladín o un Quijote: él también es un manojo de trampas y de deshonras.
Estudioso de las costumbres, observador sagaz y profundo, Hammett se inclina hacia la crítica social, en la denuncia simultánea de los débiles y poderosos. Sin embargo, no se erige en arbitro, no persigue ninguna luz al final del camino. Sabía, por sí mismo, puesto que era un hombre, que los límites entre justicia e injusticia son un adorno que los hombres inventaron para perdonarse sus desbordes. Pero si no podía callar sus pensamientos, tampoco merecía la pena montar sobre ellos una causa; como protagonista se atuvo a ese papel con dignidad, no con demagogia. La Comisión McCarthy alcanzó a comprobarlo.
Ese credo ilustra The Glass Key (La llave de cristal, 1931), un sutilísimo ensayo acerca de la lealtad, tal vez la única virtud, junto con la entereza física, que respetaron los códigos de Hammett. No la lealtad entre individuos, sino ese delicado elemento que compromete a los seres humanos con el destino —limpio o turbio— que eligieron.
Cosecha roja es, sin duda, una de las mejores novelas de Hammett y de las letras norteamericanas contemporáneas. Novela, como todas las suyas, de gestos, de objetos, de hechos; cada gesto es un rito, cada objeto un atributo, cada hecho una información necesaria. La traducción de Fernando Calleja desluce el original, con sus arcaísmos y su defectuoso traslado del slang; no obstante, vencen la prosa seca, donde nunca sobra una palabra, el diálogo contundente y la ironía, que distinguen a Hammett de sus colegas (menos de Hemingway, quizá) y acaban por otorgar a sus libros un ritmo de balada, la dimensión de la tragedia (Alianza Editorial, Madrid, 1967; 242 páginas, 425 pesos). 

23 de abril de 1968

 

 

Miscelánea
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BEST-SELLERS
FICCIÓN
1) La vuelta al día en ochenta mundos, por Julio Cortázar (Siglo XXI).
2) Cien años de soledad, por Gabriel García Márquez (Sudamericana).
3) La señora Ordáñez, por Marta Lynch (Jorge Alvarez).
4) La torre de Babel, por Morris West (Emecé).
5) Crónicas de Latinoamérica (Jorge Alvarez).
ENSAYO, POESÍA, HUMOR
1) Ser judío, por León Rozitchner (Ediciones de La Flor).
2) Mafalda 3, por Quino (Jorge Alvarez).
3) Testimonios, por Victoria Ocampo (Sur).
4) Juan de Dios Filiberto, por Antonio J. Bucich (Ediciones Culturales Argentinas).
5) Buenos Aires dos por cuatro, por Osvaldo Rossler (Losada).
• Librerías consultadas: Atlántida, Buenos Aires, Casavalle, Clásica & Moderna, City, Del Colegio, El Ateneo, Fausto, Galatea, Huemul, Lea, Norte, Premier, Rivero y Santa Fe.

 

 

 

 

 

 

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